Ahora que los votos se han emitido y esperamos a ver cuáles van a contar y cuáles se van a ignorar, ¿podemos, por favor, tomarnos un momento para reconocer el desastre tan enorme que ha sido esto?
No me refiero a las cosas grandes, a los giros absurdos en esta interminable y desagradable elección presidencial de 2020 empañada por la pandemia y quizás apocalíptica. No, me refiero al acto más pequeño y singular de esta saga: la forma en que votamos, el proceso de registrar tu preferencia democrática, que es el deber primordial del ciudadano en una democracia. ¿Podemos tomarnos un momento para reconocer cuán terriblemente ineficaz, inaccesible, injusto y retrógrada sigue siendo este proceso en Estados Unidos?
Cuando concluya el conteo, unos 160 millones de estadounidenses habrán votado este año, una participación de aproximadamente el 67 por ciento de los posibles votantes. Eso sería un récord para nuestra época y, puesto que sucedió mientras el coronavirus arrasaba, emitir esos votos y contarlos debería considerarse un logro del sistema electoral de Estados Unidos.
Pero eso no es un estándar muy alto, y el problema más grande en la manera en que Estados Unidos realiza sus elecciones es que hemos sido demasiado tolerantes, durante demasiado tiempo, con el mantenimiento de estándares demasiado bajos.
Pese a la alta participación, la lección más clara de las elecciones de este año es que no podemos seguir así. Desde la fila interminable hasta los tejemanejes legales antes de las elecciones y los esfuerzos constantes del presidente por menoscabar el proceso, este año, todo voto emitido fue un acto de fe: ¿va a llegar a tiempo? ¿Va a llegar? ¿Van a intentar suprimirlo porque votaste desde el auto? ¿Lo van a descartar porque no te quedó muy bien tu firma? ¿Se les va a pedir a los jueces que modifiquen la fecha límite para los votos emitidos por correo después del inicio de las elecciones? ¿Lograrás encontrar el único buzón en tu enorme condado? Y, de cualquier manera, ¿alguien realmente va a confiar en los resultados?
Toda esta incertidumbre es indigna de la “democracia más vieja” del mundo. Las elecciones estadounidenses son deficientes y, puesto que la legitimidad de todo el sistema político recae en nuestros votos, sus deficiencias enturbian todos los demás elementos de nuestra democracia.
Cómo arreglar la manera en que votamos no es un misterio. Los expertos han recomendado varias medidas específicas que podrían ampliar considerablemente el derecho al voto, como medidas a nivel federal para facilitar el registro, expandir la votación anticipada y asegurarnos de que tengamos los recursos adecuados en las casillas a fin de evitar largas filas.
Pero la dificultad es política. Desde hace décadas, limitar quién puede votar ha sido una estrategia clave del Partido Republicano, aunque por lo general las personas de derecha no se enorgullecen mucho de esto. Este año, como tantas veces ha sucedido con Donald Trump, el subtexto se volvió texto. En las semanas previas al día de las elecciones, Trump prácticamente se jactó del papel que la intimidación de los electores y la supresión de votos jugarían en su campaña.
“Los estamos viendo, Filadelfia”, advirtió Trump en Pensilvania la semana pasada, con lo que sugirió que algo indecoroso estaba sucediendo con la votación en una ciudad bastante contraria a su candidatura. “Los estamos viendo desde el nivel más alto”.
Si los demócratas ganan la presidencia y el Senado, revertir la apuesta de los republicanos por inhabilitar a los votantes debería ser una de sus máximas prioridades. Una razón de por qué votar sigue siendo algo tan oneroso es que rara vez pensamos en ello cuando no estamos en fechas cercanas al día de las elecciones. Entre más lejos estamos del día de las elecciones, menos urgencia sentimos de arreglar el sistema. Pero nada funciona en una democracia si la votación no funciona. Así que, por favor, arreglemos primero la votación.
Ninguno de los problemas que vimos este año eran nuevos; inaccesibilidad, confusión, trabas burocráticas e intimidación pura han sido desde hace tiempo sellos distintivos de las elecciones estadounidenses. Aunque los políticos hablan soñadoramente de la importancia de votar, Estados Unidos presenta grandes atrasos, en comparación con otras democracias, en varias mediciones de éxito electoral; por ejemplo, en muchos países un nivel de participación de alrededor de dos tercios no sería considerada como particularmente extraordinaria.
Las votaciones en este país también son sumamente desiguales. En comparación con la participación de las personas blancas, la participación de las de color suele ser menor. Es difícil argumentar que esto no es por diseño, que no es el resultado de décadas de una privación de los derechos electorales deliberada y de la perpetuación, aún en la actualidad, de los esfuerzos de supresión de votantes dirigidos a las personas de color.
Sin embargo, la mejor manera de valorar las deficiencias en la forma en que votamos no es mirando a otros países. Más bien, hay que comparar el acto de votar con otros servicios modernos. Si lo analizamos a la luz de transacciones mucho menos importantes de la vida estadounidense —ordenar un café de preparación complicada de una cadena nacional o encontrar el mejor restaurante de sushi en una ciudad desconocida—, el sencillo acto de emitir el voto es risiblemente anticuado.
A lo largo y ancho del país, registrarse para votar es un laberinto. En la mayoría de los estados, si no recordaste registrarte antes del día de la elección, para ese día ya es demasiado tarde. Y tal vez incluso ignores que no estás registrado. Entre cada periodo electoral, se ha vuelto común que los estados “purguen” las listas de electores de personas consideradas como inelegibles, un proceso del que muchos votantes solo se enteran cuando se presentan en los centros de votación y se les niega el derecho a votar.
El sistema también está fragmentado y recibe menos financiamiento del necesario, además de que se ve menoscabado por incentivos mal alineados. En muchos países, las elecciones son organizadas por agencias no partidistas que fijan reglas para la nación entera. En Estados Unidos, las elecciones por lo regular son llevadas a cabo por funcionarios electos —secretarios de estado republicanos o demócratas, por ejemplo—, y las reglas sobre quién puede votar y cómo lo hacen difiere de estado a estado.
Debido a que los estados y el gobierno federal no otorgan suficiente fnanciamiento al sistema electoral, este a menudo solo es capaz de satisfacer la demanda ordinaria. En las últimas semanas, los estadounidenses de muchas ciudades han tenido que esperar durante horas para tener la oportunidad de votar, lo cual es a la vez inspirador y una señal terrible del estado de nuestra democracia.
Como Amanda Mull destacó recientemente en The Atlantic, en 2020 el acto de votar fue elevado al lugar más sacrosanto de la sociedad estadounidense y las marcas comerciales lo convirtieron en mercadotecnia para hacer sentir bien al consumidor. Este año se sintió como si casi todas las marcas en Estados Unidos se hubieran emocionado al máximo con el proceso democrático. Vendedores minoristas, diseñadores de moda y cadenas de restaurantes no podían dejar de decirnos: “¡Vota!”.
No obstante, la adopción del voto como una manera de proyectar virtud corporativa solo subraya lo poco que el gobierno ha hecho para promover este acto democrático supuestamente preciado. “Mientras los líderes de Estados Unidos se nieguen a realizar cambios en todo el sistema que ayuden a que más personas voten, las corporaciones que tienen algo que vender aprovecharán ese vacío”, escribió Mull.
Ella tiene razón y es terrible. Votar no debería ser así de difícil ni tan incierto. Sabemos qué se necesita hacer para mejorar el proceso. Y no deberíamos esperar hasta la próxima elección para hacerlo.
Farhad Manjoo es columnista de Opinión del Times desde 2018. Anteriormente escribía la columna State of the Art. Es autor de True Enough: Learning to Live in a Post-Fact Society. @fmanjoo • Facebook
Source: Elections - nytimes.com