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El Colegio Electoral de Estados Unidos: la poco conocida historia que explica su vigencia

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Como nuestra resucitada conversación nacional sobre la raza ha dejado en claro, el legado de la esclavitud y la supremacía blanca es extenso y profundo en la sociedad y la vida política de Estados Unidos. Un legado de este tipo —que es particularmente visible en una temporada de elecciones presidenciales— ha sido la supervivencia y la preservación del Colegio Electoral, una institución criticada por más de 200 años. Nuestro complicado método de elegir presidentes ha sido blanco de intentos recurrentes de reforma desde principios del siglo XIX, y las políticas raciales y de religión han tenido un lugar protagónico en su derrota.

Por supuesto, no es ningún secreto que la esclavitud desempeñó un papel en el diseño original de nuestro sistema de elecciones presidenciales, aunque los historiadores no están de acuerdo sobre la centralidad de ese papel. La conocida fórmula que daba representación a los estados en el Congreso por las tres quintas partes de sus esclavos se transfirió a la asignación de votos electorales; el número de votos electorales otorgados a cada estado era (y sigue siendo) equivalente a la representación de ese estado en la Cámara y el Senado. Este diseño constitucional dio a los sureños blancos una influencia desproporcionada en la elección de los presidentes, una ventaja que podría afectar el resultado de las elecciones.

No es sorprendente que los estados esclavistas se opusieran enérgicamente a cualquier cambio en el sistema que disminuyera su ventaja. En 1816, cuando se introdujo por primera vez en el Congreso una resolución que pedía el voto popular nacional, las protestas de los senadores del sur la torpedearon. Los estados esclavistas “perderían el privilegio que la Constitución ahora les permite, de votos sobre tres quintos de su población que no sean hombres libres”, objetó William Wyatt Bibb, de Georgia, en el pleno del Senado. “Sería profundamente perjudicial para ellos”.

Lo que es mucho menos conocido, o reconocido, es que mucho después de la abolición de la esclavitud, los líderes políticos del sur siguieron resistiendo cualquier intento de reemplazar el Colegio Electoral con el voto popular nacional. (Algunas veces apoyaron otras reformas, como la división proporcional de los votos electorales de cada estado, pero esos son hilos argumentales diferentes de un cuento multifacético). El razonamiento detrás de esta oposición fue directo, aunque inquietante. Después de la Reconstrucción, los gobiernos blancos “redentores” que llegaron al poder en los estados del sur se convirtieron en los beneficiarios políticos de lo que equivalía a una cláusula de “cinco quintos”: los afroamericanos contaban plenamente para la representación (y, por lo tanto, los votos electorales), pero volvieron a ser privados de sus derechos a pesar de las protecciones formales descritas en el decimoquinta enmienda, ratificada en 1870, que declararon que no se podía negar el derecho al voto “por motivos de raza, color o condición previa de servidumbre”. Los sureños blancos, en consecuencia, obtuvieron un beneficio aún mayor del Colegio Electoral que el que tenían antes de la Guerra de Secesión.

Un voto popular nacional habría eliminado ese beneficio. Como reconocieron los líderes políticos de la región, la aprobación de una enmienda constitucional que instituyese un voto nacional popular habría generado fuertes presiones legales y políticas para otorgar derechos a los afroestadounidenses. Incluso si se pudieran resistir esas presiones, un folleto de la campaña de Alabama señaló en 1914 que “con la mitad negra de nuestra gente sin votar, nuestra voz en las elecciones nacionales, que ahora se basa en la población total, se apoyaría únicamente en nuestra población votante y, por lo tanto, se reduciría a la mitad”. Las consecuencias políticas de un voto nacional popular simplemente no podían ser toleradas.

Hacia la década de 1940, muchos sureños también llegaron a creer que su peso desproporcionado en las elecciones presidenciales, gracias al Colegio Electoral, era un bastión fundamental contra las crecientes presiones del norte para ampliar los derechos civiles y políticos de los afroestadounidenses. En 1947, el influyente tratado Whither Solid South? de Charles Collins, sobre los derechos y el segregacionismo de los estados, imploró a los sureños rechazar “cualquier intento de acabar con el Colegio porque solo este puede permitir que los estados del sur conserven sus derechos dentro de la Unión”. El libro, que se convirtió en una lectura obligada entre los Dixiecrats —del segregacionista Partido Demócrata de los Derechos de los Estados— que huyeron del Partido Demócrata en 1948, fue muy elogiado y distribuido de forma gratuita por (entre otros) el segregacionista de Mississippi James Eastland, quien sirvió en el Senado de 1943 a 1978.

Impulsados por tales convicciones, los regímenes de supremacía blanca del sur se mantuvieron como un obstáculo en el camino de un voto popular nacional desde las últimas décadas del siglo XIX hasta la década de 1960, cuando la Ley de Derechos Electorales y otras medidas obligaron a la región a otorgar derechos a los afroestadounidenses. Hubo, por supuesto, resistencia a la idea de un voto nacional en otras partes del país, pero fue la bien conocida actitud inflexible del sur —y el hecho de que solo los estados del sur podrían estar cerca de bloquear una enmienda constitucional en el Congreso— lo que mantuvo la idea en los márgenes del debate público durante décadas. Numerosos líderes políticos que personalmente favorecieron el voto popular nacional, como el senador republicano Henry Cabot Lodge, Jr. de Massachusetts en la década de 1940, concluyeron que tal reforma no tenía posibilidades realistas de éxito, y cambiaron su defensa a medidas menos radicales.

La política de raza y región también tuvo un lugar destacado en la derrota punzante de una enmienda al voto popular nacional en el Senado en 1970, lo más cerca que Estados Unidos ha estado de transformar su sistema de elecciones presidenciales desde 1821. El apoyo popular y de élite a la idea había proliferado en la década de 1960, lo que llevó a que en 1969 la Cámara de Representantes votase abrumadoramente a favor de una enmienda constitucional que habría abolido el Colegio Electoral. La propuesta se empantanó en el Senado durante un año en que las tensiones regionales eran altas: dos candidatos del sur a la Corte Suprema fueron rechazados por el Senado, y la Ley de Derechos Electorales se renovó por encima de la fuerte oposición de los senadores del sur. Mientras tanto, la enmienda del voto popular nacional se estancó en el Comité Judicial, que fue presidido nada menos que por el senador Eastland.

Cuando la resolución de la enmienda finalmente llegó al pleno del Senado en septiembre de 1970, gracias a los prodigiosos esfuerzos de un senador de Indiana, Birch Bayh, fue recibida por las maniobras obstruccionistas dirigidas por los segregacionistas Sam Ervin y Strom Thurmond (con la ayuda del republicano de Nebraska Roman Hruska). Aunque las cosas cambiaban en el sur, sus líderes políticos seguían inmersos en los valores y las perspectivas que habían fundamentado su hostilidad al movimiento de los derechos civiles y a la Ley de Derechos Electorales. “El Colegio Electoral”, escribió el senador James Allen de Alabama en 1969, “es una de las pocas salvaguardias políticas que quedan en el sur. Vamos a conservarlo”.

Las maniobras obstruccionistas tuvieron éxito: los intentos de invocar la clausura —para terminar el debate y votar sobre la enmienda en sí misma— quedaron unos pocos votos por debajo de la mayoría de dos tercios que entonces se necesitaban para acabar con la obstrucción. Las alineaciones regionales en los votos cruciales (hubo dos) fueron claramente visibles. Más del 75 por ciento de los senadores del sur votaron en contra de la clausura; una proporción similar de senadores que no pertenecían al sur votaron a favor.

De ese modo, los líderes políticos del sur —formados por la segregación y las creencias de la supremacía blanca— mantuvieron la idea de un voto popular nacional fuera de discusión durante muchas décadas y desempeñaron un papel crucial en el bloqueo de su paso por el Congreso en una coyuntura histórica cuando el cambio realmente parecía posible. Sin duda, una reforma electoral es casi siempre un proceso complejo y difícil, con diversos actores que compiten por defender sus ideas e intereses. Pero si la política de la raza hubiera sido menos destacada, tanto en el siglo XIX como en el siglo XX, el Colegio Electoral probablemente habría sido relegado hace mucho tiempo al estado de curiosidad histórica. Es posible que deseemos tener en cuenta ese hecho aleccionador mientras miramos hacia una elección cuyo resultado es cuestionable solo por la forma peculiar en el que elegimos a nuestros presidentes.

Alexander Keyssar (@AlexKeyssar), profesor de historia y política social en Harvard, es el autor de Why Do We Still Have the Electoral College? y The Right to Vote: The Contested History of Democracy in the United States.


Source: Elections - nytimes.com

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