El fin de semana, el pueblo chileno votó en unas elecciones históricas para elegir a los miembros de un organismo encargado de redactar una nueva Constitución que sustituya a la actual, redactada en 1980 durante la dictadura del general Augusto Pinochet.
El recuento final supuso un golpe duro para los pinochetistas, algunos de quienes forman parte de Chile Vamos —la coalición de derecha y centroderecha respaldada por el actual presidente, Sebastián Piñera—, que solo obtuvo 37 de los 155 escaños para la Convención Constitucional. Los chilenos, en especial los jóvenes, también rechazaron a los partidos tradicionales de centroizquierda por considerar insuficiente su respuesta al anhelo de la gente de una sociedad más igualitaria, además de estar demasiado comprometidos con el statu quo.
Los vencedores fueron un grupo de partidos de una nueva coalición de izquierda, Apruebo Dignidad, que tendrá a 28 representantes, y numerosos candidatos independientes que habían participado activamente durante años en protestas para exigir reformas a la educación, la salud y las pensiones, así como el fin del modelo económico neoliberal que ha dominado a Chile a lo largo de casi medio siglo. Los candidatos independientes, de izquierda y de centroizquierda obtuvieron un total de 101 escaños, más de dos tercios de la Convención Constitucional. Tendrán suficiente poder para proponer amplias reformas económicas a los derechos sobre la tierra y el agua, el sistema de pensiones y la recuperación soberana de los recursos naturales. Chile es uno de los países más desiguales de las economías avanzadas.
Todo indica que el documento fundacional que redactarán consagrará principios de participación ciudadana, justicia, igualdad de género y derechos de los pueblos originarios, urgencias que durante mucho tiempo han eludido a esta nación sudamericana.
Los resultados de las elecciones constituyen un giro sorprendente que nadie podría haber anticipado cuando un movimiento masivo de protesta sacudió al gobierno conservador de Piñera en octubre de 2019.
A medida que el estallido se hacía más gigantesco y obstinado, una demanda principal unía a sus heterogéneos participantes: la necesidad de remplazar la fraudulenta Constitución aprobada durante la letal dictadura de Pinochet, una necesidad que respondía a una crisis existencial más profunda que desde hace décadas se gestaba en la sociedad chilena corroída por una terrible desigualdad.
Incluso después de que Pinochet se vio obligado a dejar la presidencia en 1990, su Constitución siguió funcionando como una camisa de fuerza que permitió a una minoría de legisladores de derecha y a una oligarquía despiadada coartar los intentos radicales de forjar una sociedad más equitativa y menos represiva.
La revuelta de octubre de 2019 aterró a la coalición gobernante de políticos conservadores, quienes llegaron a un acuerdo con los partidos de centroizquierda, que tenían mayoría en el Congreso, a fin de convocar un plebiscito en el que se preguntara a la nación si deseaba una nueva Constitución. Los líderes derechistas pensaron que sería una manera de salvar las instituciones del país y garantizar una salida pacífica a las demandas populares.
Para asegurarse de que tendrían un veto sobre los procedimientos, un grupo de pinochetistas en el Senado y el Congreso exigieron que el documento final de la Convención Constitucional tendría que ser aprobado por una mayoría de dos tercios. Según sus cálculos, iban a poder controlar a más de un tercio de los integrantes de la Convención.
Calcularon mal, ya que Chile Vamos, a pesar de una enorme ventaja de financiamiento, perdió de manera abrumadora frente a los candidatos independientes y de la oposición, quedando así al margen de la toma de decisiones en lo que respecta a la nueva Carta Magna. La derrota llama aún más la atención porque la coalición también perdió la mayoría de las elecciones simultáneas para alcaldes y gobernadores.
La presencia de coaliciones antisistema en el organismo que redactará la nueva Constitución garantiza que habrá una serie de modificaciones drásticas en la manera en que Chile sueña con su futuro. Ya el mismo proceso electoral adelantaba con dos proposiciones cómo serían estas modificaciones.
Una estipula la paridad de género en el reparto de los 155 constituyentes, de modo que las mujeres no sean excesivamente superadas por los hombres en poderío e influencia. Una mayoría significativa de las 77 mujeres elegidas —con apoyo de aliados hombres— ahora pueden luchar por los derechos reproductivos en un país donde por tradición el aborto se ha restringido y criminalizado.
La otra disposición reserva 17 de los escaños de la Convención para los pueblos indígenas, que constituyen el nueve por ciento de los 19 millones de habitantes de Chile. A partir de ahora, Chile puede proclamarse una república plurinacional y multilingüe. Es un triunfo histórico para los habitantes originarios de esa tierra, como los mapuches, quienes han sufrido una incesante opresión desde la conquista española en el siglo XVI. Los conflictos con los mapuches, centrados especialmente en disputas en torno a los derechos ancestrales sobre la tierra, han provocado una serie de enfrentamientos, a menudo violentos, en el sur del país.
Otras reformas parecen probables: frenar la violencia policial; una reformulación de los derechos económicos y sociales que reduzca el dominio de una élite obscenamente rica; una feroz protección del medioambiente; la eliminación de la corrupción endémica, y el fin de la discriminación contra las comunidades LGBT.
Igual de fundamental es el vigoroso diálogo nacional que se avecina, abierto a la ciudadanía y atento a los aportes de aquellos que encabezaron la revuelta. No se aceptará un retorno al Chile en el que las ganancias de unos cuantos importaban más que el bienestar de la mayoría.
Existen, sin embargo, algunas señales inquietantes. Solo el 43 por ciento de la población votó en esta elección, a diferencia de más del 50 por ciento de los electores que lo hicieron el año pasado para aprobar la creación de una nueva Constitución.
Este ausentismo puede atribuirse en parte a la pandemia (que también evitó que mi esposa y yo viajáramos a Chile para emitir nuestro voto), y en parte a la apatía generalizada de enormes sectores del electorado, en especial entre las familias más pobres. Encontrar maneras de entusiasmar a quienes no confían en que los cambios los beneficien es un reto que hay que afrontar.
El otro problema es que, aunque casi el 75 por ciento de los constituyentes está a favor de una agenda progresista, están fragmentados y desunidos, descalificándose entre sí, lo que hace difícil llegar a un consenso sobre hasta dónde llevar las reformas que Chile requiere.
Nada de esto impide celebrar el mensaje y el ejemplo alentador que Chile envía al mundo en un momento en que la tentación del autoritarismo va creciendo: en estos tiempos en que la humanidad enfrenta su propia terrible crisis existencial, lo que necesitamos no es menos democracia, sino más democracia, más participación, más personas que se atrevan a creer que otro mundo es posible.
Ariel Dorfman es un escritor chileno-estadounidense, autor de la obra de teatro La muerte y la doncella y, hace poco, de la novela, Allegro, y del ensayo, Chile: juventud rebelde. Es profesor emérito de la Universidad de Duke.
Source: Elections - nytimes.com