El expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva ha logrado dejar atrás una serie de acusaciones de corrupción y encabeza la lucha por la presidencia del año entrante.
RECIFE, Brasil — El antiguo limpiabotas que llegó a la presidencia dejó el cargo hace poco más de una década con la popularidad de una estrella de rock. Era la encarnación de una nación que parecía estar en la cúspide de la grandeza.
La caída de ese presidente, Luiz Inácio Lula da Silva, y de su país, Brasil, fue igual de dramática. Un escándalo de corrupción lo llevó a la cárcel y puso de manifiesto las irregularidades y los errores de cálculo que contribuyeron a frenar una era de prosperidad, abatiendo a la mayor economía de América Latina y poniendo en marcha un periodo de turbulencias políticas.
Ahora Lula, como todos lo conocen, ha vuelto.
Una serie de victorias judiciales lo han liberado y le han devuelto su derecho a postularse a la presidencia, lo que le ha permitido a da Silva volver a argumentar que él es el único camino a seguir para una nación que lucha contra el aumento del hambre, la pobreza y una división política cada vez más profunda.
“Tenemos total certeza de que es posible reconstruir el país”, afirmó recientemente.
Un retorno al poder sería un regreso sorprendente para Da Silva, de 76 años, cuya épica carrera política ha sido paralela al destino de Brasil. Empezó como líder sindical y alcanzó la fama con el movimiento que puso fin a la dictadura brasileña de 1964 a 1985. Después de perder tres veces las elecciones presidenciales, ganó en 2002 y condujo a la nación a un periodo de abundancia económica y prestigio internacional, cuando Brasil fue elegido para dar una fiesta al mundo como anfitrión de la Copa Mundial y los Juegos Olímpicos.
Los votantes le dan una amplia ventaja en la contienda presidencial del año entrante, señal de que para millones de personas el recuerdo de un Brasil próspero y en ascenso tiene más peso que su recelo ante la corrupción endémica que empañó el legado de Da Silva.
El cálido recibimiento que le dieron los presidentes de España y Francia en un viaje reciente a Europa dejó en claro que otros líderes también podrían sentir nostalgia por el Brasil de antaño.
Pero lograr una victoria podría depender de su capacidad para reformular el relato de por qué Brasil se derrumbó de forma tan espectacular tras su presidencia.
Aunque millones de brasileños salieron de la pobreza y la desigualdad bajo su mandato, muchos de los proyectos que Da Silva puso en marcha, según los críticos, eran insostenibles, suponían un despilfarro y estaban contaminados por la corrupción.
“No hicieron lo que era necesario para el país, sino lo que era necesario para mantenerse en el poder”, comentó Marina Silva, exministra de Medio Ambiente del gobierno de Da Silva, que dimitió por desacuerdos con el enfoque de gobierno del presidente. “El fin justificaba los medios”.
Da Silva no asumió ninguna responsabilidad por la recesión ni por el enorme escándalo de sobornos que golpeó a Brasil durante años después de que dejara el cargo. Y los brasileños volcaron su ira contra la sucesora elegida personalmente por Da Silva, Dilma Rousseff, que fue destituida en 2016 por el traslado indebido de fondos públicos en un intento por maquillar el estado de la economía antes de su reelección.
Dos años después, el país eligió a Jair Bolsonaro, un excapitán del ejército de extrema derecha que se presentó como el polo opuesto a Da Silva, alabando la dictadura y prometiendo mano dura contra la corrupción y el crimen.
Ahora, Bolsonaro se enfrenta a un torrente de escándalos, su gobierno está envuelto en investigaciones, su popularidad disminuye, y Da Silva se presenta como la salvación de Brasil.
Para entender el potencial de Da Silva, por qué se desintegró y si su regreso podría ofrecer la estabilidad y el crecimiento que los brasileños ansían, ayuda visitar una pequeña comunidad portuaria de pescadores artesanales que Da Silva soñaba con convertir en un próspero centro manufacturero.
‘La industria naval brasileña ha llegado para quedarse’
Cuando Da Silva asumió el cargo en 2003, la economía brasileña había logrado frenar la inflación y disfrutaba de un auge de materias primas, lo que le daba al gobierno un grado de flexibilidad fiscal muy inusual. De inmediato puso en marcha ambiciosos planes para recompensar al noreste, su lugar de nacimiento y un bastión electoral que alberga a poco más de una cuarta parte de la población del país, pero casi la mitad de sus pobres.
Hijo de trabajadores agrícolas analfabetos, Da Silva, que creció en una pequeña choza sin electricidad ni cañerías, vio la oportunidad de transformar a las familias como la suya invirtiendo a manos llenas en industrias generadoras de empleo.
El Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, gestionado por el gobierno, autorizó un préstamo de 1900 millones de dólares para un ferrocarril de 1754 kilómetros que conectaría el corazón agrícola con dos puertos, uno de ellos justo al sur de Recife, la ciudad más grande del noreste y la capital del estado de Pernambuco.
Junto a la zona portuaria de Recife —en el extremo oriental del continente, con fácil acceso a los mercados europeos y africanos— se iniciaron dos proyectos de gran envergadura. Una nueva refinería señalaba la ambición de Brasil de convertirse en un gran productor de petróleo. Los planes para un astillero, Estaleiro Atlântico Sul, presumían que sería el mayor y más moderno del hemisferio sur.
“La industria naval brasileña ha llegado para quedarse”, proclamó Da Silva en 2005, esbozando planes para una red de astilleros. “Brasil se está preparando para los próximos diez años: crecimiento crecimiento crecimiento”.
El frenesí de la construcción fue bien recibido por los residentes de la isla de Tatuoca, una pequeña comunidad de pescadores artesanales de la zona. Las obras, dijeron, les permitieron mejorar sus chozas con lujos que antes habían estado fuera de su alcance.
“Era una buena vida, con buenos muebles, televisores y equipos de música”, recordó José Rodrigo da Silva, un pescador nacido en la isla.
El gobierno de Lula Da Silva creó un popurrí de aranceles e incentivos financieros para que los astilleros consiguieran contratos por miles de millones de dólares, asegurando así trabajo durante al menos dos décadas.
“El plan era usar la industria naval para generar empleos en el nordeste”, dijo Nicole Terpins, presidenta del astillero cerca de Recife.
Pero había muchos motivos para el escepticismo, comentó Ecio Costa, economista en la Universidad Federal de Pernambuco.
“No había mano de obra capacitada, no había suministros”, dijo. “Para construir barcos hace falta toda una cadena de suministro, un sector tecnológico, y nada de eso sucede de la noche a la mañana”.
Las 75 familias que vivían en la isla de Tatuoca empezaron a cuestionar los beneficios de la ampliación del puerto en 2009, cuando una draga empezó a arrancar trozos del lecho marino para dar cabida a grandes barcos.
“Comenzó la devastación”, comentó el pescador Da Silva. “Desaparecieron los cangrejos, los peces, todo empezó a morir, y ya no teníamos forma de llegar a fin de mes”.
En 2010, a los residentes de la isla les dijeron que serían desalojados para dar paso a la expansión de las operaciones de construcción naval. Todos acabaron por abandonar sus hogares en la isla a cambio de modestas pagas y simples casas adosadas en el territorio continental.
“Muchos de los que vivían allí no sabían qué era una calle”, afirmó el pescador de 37 años. “Nos prohibieron volver a Tatuoca”.
‘Podemos ser un gran país’
El desplazamiento forzoso fue visto por casi todos como parte del precio que hay que pagar por el crecimiento de una nación en ascenso.
Los empleos en Pernambuco de pronto eran abundantes, y más brasileños podían acceder a ellos. Las inversiones en educación y los nuevos programas de discriminación positiva permitieron que un número sin precedentes de brasileños negros fueran a la universidad.
En 2007, el descubrimiento de vastas reservas de petróleo en alta mar llevó a un extasiado Da Silva a proclamar, en un discurso: “Dios es brasileño”.
Ese año, el Banco de Desarrollo Brasileño emitió una las mayores líneas de crédito de su historia: 1200 millones de dólares para construir diez buques petroleros. El banco también financió con 252 millones de dólares la construcción del astillero Atlântico Sul, que el banco proyectaba emplearía a alrededor de 5000 personas y crearía 20.000 empleos indirectos.
En el escenario internacional Lula Da Silva hacía olas.
Ayudó a lanzar una alianza diplomática de las principales economías emergentes que incluía a China, India, Rusia y Sudáfrica. Argumentó ante Naciones Unidas que Brasil merecía más voz y un asiento permanente en el Consejo de Seguridad.
Quizá lo que mejor capturó la sensación de posibilidad y euforia del momento fue cuando miles de brasileños estallaron en celebraciones de júbilo en octubre de 2009, después de que Brasil diera la sorpresa en el concurso para organizar los Juegos Olímpicos de 2016. Fue un logro supremo para Da Silva.
“Nunca me he sentido más orgulloso de Brasil”, exclamó Da Silva. “Ahora vamos a demostrar al mundo que podemos ser un gran país”.
‘La corrupción se convirtió en un medio para gobernar’
Da Silva dejó el cargo a finales de 2010 con un índice de aprobación del 80 por ciento y con Rousseff en posición para continuar su legado.
Sin embargo, la mandataria empezó a flaquear cuando los precios de las materias primas cayeron y las facciones del Congreso, conocidas por operar de forma muy transaccional, empezaron a romper filas con el partido gobernante.
Rousseff fue reelegida por un estrecho margen en 2014, cuando la economía entró a un periodo de contracción que pronto se convertiría en una profunda recesión. Ese año, las fuerzas del orden federales llevaron a cabo las primeras detenciones del mayor escándalo de corrupción de la historia del país.
La investigación sacó a la luz esquemas de sobornos en los que estaban implicados algunos de los políticos más poderosos del país y grandes empresas a las que se les habían concedido miles de millones en contratos gubernamentales. Entre ellas, el gigante petrolero estatal Petrobras —el principal cliente del astillero de Pernambuco— y el coloso de la construcción Odebrecht.
Varias personalidades implicadas, entre ellas estrechos colaboradores de Da Silva, llegaron a acuerdos de colaboración con los fiscales a cambio de clemencia. Su cooperación puso de manifiesto el impresionante alcance de los delitos cometidos durante la presidencia de Da Silva, lo que condujo a acuerdos históricos con los fiscales de Brasil y Estados Unidos. Odebrecht aceptó pagar 3500 millones de dólares, el mayor acuerdo en un caso de corrupción extranjero investigado por el Departamento de Justicia de Estados Unidos, y Petrobras aceptó pagar 853 millones de dólares.
Deltan Dallagnol, uno de los fiscales brasileños que dirigió la investigación, dijo en un correo electrónico que los gobiernos de Da Silva y Rousseff permitieron “un patrón de corrupción estructural y sistémica”. Añadió que los miles de millones de dólares que las empresas aceptaron devolver a las arcas del gobierno, así como el testimonio de los acusados que se sinceraron, demostraron “que la corrupción se convirtió en un medio para gobernar el país”.
Los investigadores no tardaron en centrarse en Da Silva, que finalmente fue acusado en once causas penales relacionadas con supuestos sobornos y lavado de dinero.
Las crisis política y económica coincidentes allanaron el camino para la destitución de Rousseff y se extendieron por todo el país, destruyendo varios sectores, entre ellos la incipiente industria de construcción naval.
El astillero Atlântico Sul se vino abajo. Petrobras canceló de manera abrupta los pedidos de barcos. Su línea de crédito fue suspendida. Y los principales ejecutivos de las dos empresas que lo construyeron se encuentran entre los acusados de corrupción. De la noche a la mañana, miles de constructores navales fueron despedidos.
Y no fue un caso aislado para nada, dijo Samuel Pessôa, economista de la Fundación Getulio Vargas en São Paulo.
“Todas las iniciativas fracasaron”, dijo de los proyectos emblemáticos de la era Da Silva. “La corrupción no fue el factor principal; eran proyectos mal planeados y la desconexión entre los emprendimientos lanzados y las condiciones de la economía y la sociedad de Brasil”.
‘Prenderle fuego’
Cuando los brasileños acudieron a las urnas en 2018, Da Silva estaba en la cárcel, condenado por aceptar renovaciones a un departamento frente al mar como soborno de parte de una empresa constructora.
Los proyectos emblemáticos que había emprendido, como el ferrocarril en el noreste y los astilleros, se habían vuelto insolventes y habían quedado paralizados.
Un índice de desempleo de dos dígitos y un número récord de homicidios en 2017 hicieron que el electorado se enfadara… y aceptara a un contendiente presidencial disruptivo.
Bolsonaro, que había sido un legislador marginal durante décadas, canalizó la rabia de los votantes, presentándose como un político incorruptible. Derrotó fácilmente al candidato del Partido de los Trabajadores, consiguiendo un apoyo impresionante en las regiones pobres, incluida la base de Lula Da Silva en el noreste.
El alcalde de Recife, João Campos, que pertenece a un partido de centroizquierda, dijo que tres años después, millones de votantes se han arrepentido de ese voto.
“Es como si tuvieras una casa llena de ratas y cucarachas, y la solución que encuentras es prenderle fuego”, explicó Campos. “Eso es lo que hizo Brasil”.
Desde que asumió el cargo en enero de 2019, Bolsonaro ha mantenido a Brasil en crisis, buscando peleas con aliados políticos y discutiendo con los jueces del Supremo Tribunal que supervisan las investigaciones sobre su gobierno y miembros de su familia.
Bajo su mandato, el desempleo aumentó, millones volvieron a caer en la pobreza, la inflación volvió a ser de dos dígitos y la pandemia mató a más de 600.000 personas.
Sondeos de opinión pública muestran que si la elección se realizara ahora, Bolsonaro perdería frente a todos sus posibles rivales.
Un enfrentamiento entre ambos líderes realizado por la encuestadora Datafolha mostró que Da Silva —quien rehusó varios pedidos de entrevista— ganaba por un enorme 56 por ciento frente al 31 por ciento de Bolsonaro.
Algunos de los casos penales contra Da Silva se han desbaratado en tanto los protagonistas de la cruzada anticorrupción cayeron en desgracia. Uno de los principales fue Sergio Moro, el juez detrás de la condena que mandó al expresidente a prisión.
La imparcialidad de Moro fue cuestionada cuando se unió al gabinete de Bolsonaro como ministro de Justicia y después de que se filtraron mensajes intercambiados con fiscales durante la investigación que mostraban que les había brindado asesoría estratégica de manera ilegal.
Al mancharse la reputación otrora intachable del exmagistrado, varias cortes, entre ellas la Suprema Corte de Brasil, emitieron una gran cantidad de fallos a favor de Da Silva. Los fallos, en gran parte procedimentales, no lo exculparon. Pero en la práctica básicamente le otorgaron un expediente legal limpio.
‘Nos dio prioridad’
Ante el torrente de escándalos de la era de Bolsonaro, un electorado que antes estaba ansioso por crucificar a Da Silva y a su partido ha adoptado un enfoque más optimista, dijo John French, un profesor de Historia de la Universidad de Duke que escribió una biografía de Da Silva.
“Se les acusó de no haber sido capaces de eliminar el dinero y la corrupción de un sistema político en el que eso siempre ha sido la esencia de la política”, expresó, argumentando que los votantes brasileños, en general, se han resignado al chanchullo político. “Si asumes que todo el mundo es corrupto, la pregunta es: ¿quién se preocupa realmente por ti? ¿Quién siente por ti? ¿Quién es capaz de hacer algo por ti, algo concreto?”.
Esas preguntas han hecho que personas como José Rodrigo da Silva, el pescador, se mantengan fieles a Da Silva.
El astillero en el que el pescador alguna vez se puso un uniforme con orgullo ahora está invadido de maleza. La oficina de contratación está cerrada y al letrero exterior le faltan varias letras. La empresa ha empezado a reparar barcos para pagar a los acreedores, pero no tiene planes de construirlos.
Lleva en el paro desde 2017. Su factura de la luz tiene pagos atrasados de meses. Las aguas residuales sin tratar burbujean a menudo fuera de su casa. Pero sus ojos se iluminaron cuando habló del regreso del expresidente que comparte su apellido.
“El periodo en el que más trabajé fue cuando él era presidente”, aseguró. “Todo el mundo roba. Pero él nos dio prioridad”.
Lis Moriconi colaboró con este reportaje desde Río de Janeiro.
Source: Elections - nytimes.com