Se elige entre democracia y autocracia.
Así es como el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, de centroizquierda, enmarca las elecciones que se celebrarán este domingo. Cuando justificó su convocatoria de elecciones anticipadas, Sánchez estableció paralelismos entre España y otros países cuyas recientes elecciones estuvieron dominadas por el fantasma de un régimen iliberal de derechas. “Hay que aclarar”, dijo sobre la decisión de los españoles, “si quieren un presidente del gobierno de España al lado de Biden o de Trump, si quieren un presidente del gobierno del lado de Lula o de Bolsonaro”. Para no ser menos, Alberto Núñez Feijóo, principal oponente de Sánchez al frente del Partido Popular, conservador, lo acusó a él y a sus socios de coalición de izquierdas de actuar como “un régimen totalitario” y arropar a las autocracias latinoamericanas.
Ambos mensajes se inscriben en un discurso más general que ve las elecciones como una contienda entre dos bloques polarizados —derecha e izquierda—, cada uno de los cuales alberga sectores extremos que condenarán al país. Gran parte de la inquietud se centra en Vox, un partido de extrema derecha que podría entrar en el gobierno como socio de coalición del Partido Popular y con ello, según algunas opiniones, poner en peligro la propia democracia española. Pero estos mensajes son desmesurados. Las elecciones del domingo determinarán el rumbo político de España en los próximos años, no la suerte que correrá su democracia.
Para empezar, Sánchez no se enfrenta a un candidato trumpista. Feijóo, expresidente del gobierno de la región de Galicia, es un político conservador a la antigua usanza, que se caracteriza por su talante tranquilo y discreto. Desde que llegó a la presidencia del Partido Popular el año pasado, tras el liderazgo, propenso al escándalo y derechista, de Pablo Casado, ha dirigido el partido hacia el centro al tiempo que se ha ganado la fama de aburrido. “La alternativa serena”, es el lema no oficial de la campaña de Feijóo.
Según los sondeos, Feijóo solo podría arrebatarle el poder a Sánchez en coalición con Vox, la tercera fuerza en el Congreso español, que ronda el 13 por ciento en las encuestas. Es la posibilidad de una coalición del Partido Popular y Vox lo que ha hecho saltar las alarmas, y con razón: Vox se opone al feminismo, los derechos LGBTQ+ y a cualquier intento de reexaminar las atrocidades contra los derechos humanos durante la Guerra Civil española y la dictadura del general Francisco Franco. También aboga por levantar una muralla alrededor de los enclaves españoles de Ceuta y Melilla para impedir la entrada de los migrantes del norte de África. De manera ominosa, ha planteado la propuesta de celebrar un referéndum nacional para prohibir los partidos separatistas.
El altisonante lenguaje de Vox y sus propuestas políticas tóxicas suponen una grave amenaza para la democracia española, pero no tan existencial como muchos creen. Su entrada en un gobierno conservador convencional podría normalizar el partido, por ejemplo. Aun si esto obedeciese más al deseo que a la realidad, ayuda a no perder la perspectiva de las cosas. Vox entró en el Congreso español en 2019, y por primera vez en un gobierno regional en 2022, en una coalición liderada por el Partido Popular. Son logros importantes, sobre todo porque, hasta entonces, la extrema derecha carecía de representación en el poder legislativo nacional de España. Sin embargo, eso atestigua la inexperiencia del partido, que ocuparía una posición subalterna en una coalición.
Hay una cuestión más general. El surgimiento de Vox —por llamativo que sea— no supuso ningún cambio significativo para la derecha española y la política en España. Contrariamente a lo que se suele pensar, la extrema derecha no desapareció con la muerte de Franco. Durante la transición a la democracia, entre 1977 y 1982, se aglutinó en torno a Alianza Popular, un partido neofranquista que obtuvo 16 escaños en las elecciones parlamentarias de 1977. A sus fundadores, derechistas ultracatólicos, se los llamaba “los siete magníficos” porque los siete eran antiguos ministros de Franco, entre ellos Manuel Fraga, ministro franquista de Información y Turismo que, siendo diputado, ayudó a redactar la Constitución española de 1978.
A finales de la década de 1980, con la fundación del Partido Popular, la extrema derecha se incorporó al nuevo partido y pasó a influir en los futuros gobiernos conservadores y, entre otras cosas, impulsó durante el gobierno de José María Aznar un plan de humanidades que blanqueaba el papel de los conservadores en el ascenso de la dictadura de Franco y alentó el fallido intento de Mariano Rajoy de restringir los derechos de aborto. Animada por el auge de los partidos populistas de derechas en todo el mundo, la extrema derecha española ha decidido que puede salir tranquilamente de su escondite. Pero siempre estuvo ahí.
Y lo que es más importante: la democracia española es lo bastante fuerte para soportar la participación de un partido de extrema derecha en un gobierno conservador. Aunque haya dejado de ser la excepción en Europa en lo que respecta a la extrema derecha, España sigue siendo diferente por una importante razón: es notablemente ajena a la temida patología política conocida como retroceso democrático, o erosión de las normas democráticas. La ausencia de dichos problemas en España se refleja en el “Freedom in the World Report”, de Freedom House, que clasifica la democracia española entre las más desarrolladas del mundo. Esto es especialmente reseñable, puesto que España cumple las dos condiciones que suelen reunir los países en retroceso democrático: una corta historia como democracia y una polarización extrema. Sin embargo, la democracia española, respaldada por un liderazgo estable, progresos sociales y económicos y una dinámica cultura política pluripartidista, se ha mantenido firme.
Por supuesto, no es inmune a las amenazas. Una gran incógnita es qué papel desempeñará el separatismo en el próximo gobierno, incluso en el futuro del país. Todas sus fuerzas políticas explotan el separatismo para obtener ventajas partidistas. En los últimos años, la derecha —incluido el Partido Popular— ha ganado elecciones arremetiendo contra los separatistas, aunque eso le costase su hundimiento en Cataluña y el País Vasco, las regiones que albergan a los principales movimientos separatistas. La izquierda, a su vez, utiliza a Vox como espantajo para despertar los fantasmas del franquismo, sobre todo en las regiones separatistas, con la esperanza de espolear a sus partidarios. Por su parte, los separatistas enfrentan a la derecha con la izquierda en pro de sus muy estrictos objetivos, al tiempo que presentan injustamente a Madrid como opresora para reforzar sus reivindicaciones victimistas.
Nada de esto es bueno para la democracia; de hecho, es francamente peligroso. En 2017, los separatistas catalanes sumieron a España en su crisis política más grave desde la muerte de Franco al celebrar un referéndum ilegal sobre la independencia. Que el país lograra capear la crisis —gracias en gran parte al hábil liderazgo de Sánchez— demostró al mundo que la democracia española, aunque fracturada, pude seguir funcionando mejor que bien. Sin embargo, también sirvió como advertencia de que uno de los mayores peligros en una sociedad democrática, incluso en una tan exitosa como la española, es dar por sentada la democracia.
Omar G. Encarnación es profesor de Ciencias Políticas en el Bard College y autor de Democracy Without Justice in Spain: The Politics of Forgetting, entre otros libros.
Source: Elections - nytimes.com