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La lección más importante de la victoria de Javier Milei

La elección como presidente de Argentina de Javier Milei —un personaje peculiar, fanfarrón de cabello indomable, con cinco mastines clonados y una costumbre de comunión psíquica con la difunta mascota que les dio origen— ha suscitado un gran debate sobre la verdadera naturaleza del populismo de derecha en nuestra era de descontento general.

En Milei hay muchas manifestaciones de una política trumpiana: la energía extravagante y poco convencional, la crítica a las élites corruptas, los ataques a la izquierda, el apoyo de los conservadores sociales y religiosos. Al mismo tiempo, en política económica es mucho más un libertario doctrinario que un mercantilista o populista al estilo Trump, es una versión más extrema de Barry Goldwater y Paul Ryan que un defensor del gasto público y los aranceles. Mientras que el movimiento al que derrotó, la formación peronista que gobernó Argentina durante la mayor parte del siglo XXI, es de hecho más nacionalista y populista en lo económico, pues llegó al poder tras la crisis financiera de 2001 que puso fin al experimento más notable de Argentina con la economía neoliberal.

La divergencia entre Trump y Milei puede interpretarse de varias maneras. Una lectura es que el estilo del populismo de derecha es la esencia del asunto, que su sustancia política es negociable siempre que presente figuras que prometan el renacimiento nacional y encarnen algún tipo de rebelión bufonesca, por lo general masculina, contra las normas del progresismo cultural.

Otra lectura es que, sí, la política es bastante negociable, pero en realidad hay profundas afinidades ideológicas entre el nacionalismo económico de derecha y lo que podría llamarse paleolibertarismo, a pesar de que no coinciden en cuestiones específicas. En términos estadounidenses, esto significa que el trumpismo lo anticiparon de diferentes maneras Ross Perot y Ron Paul; en términos globales, significa que cabe esperar que los partidos de la derecha populista se muevan constantemente entre tendencias de regulación y libertarias, dependiendo del contexto económico y de los vaivenes políticos.

He aquí una tercera interpretación: mientras que el descontento popular debilitó el consenso neoliberal de las décadas de 1990 y 2000 en todo el mundo desarrollado, la era del populismo está creando alineamientos muy distintos en la periferia latinoamericana que en el núcleo euro-estadounidense.

En Europa Occidental y Estados Unidos, ahora se ve de manera sistemática a un partido de centroizquierda de las clases profesionales enfrentarse a una coalición populista y de la clase trabajadora de derecha. Los partidos de centroizquierda se han vuelto más progresistas en política económica en comparación con la era de Bill Clinton y Tony Blair, pero se han movido mucho más a la izquierda en cuestiones culturales, sin perder su liderazgo influyente y meritocrático, su sabor neoliberal. Y, en su mayoría, han sido capaces de contener, derrotar o cooptar a aspirantes de izquierda más radicales: Joe Biden al superar a Bernie Sanders en las elecciones primarias demócratas de 2020, Keir Starmer al marginar al corbynismo en el Partido Laborista británico y Emmanuel Macron al forzar a los izquierdistas franceses a votar a su favor en la segunda vuelta contra Marine Le Pen con la estrategia del menor de los males.

Por su parte, la derecha populista ha conseguido muchas veces moderar sus impulsos libertarios para apartar a los votantes de clase baja de la coalición progresista, dando lugar a una política de centroderecha que suele favorecer ciertos tipos de proteccionismo y redistribución. Eso podría significar una defensa trumpiana de los programas de prestaciones sociales, los tibios intentos de los conservadores de Boris Johnson de invertir en el desatendido norte de Inglaterra o el gasto en prestaciones familiares de Viktor Orbán en Hungría, así como la recién desbancada coalición populista en Polonia.

Te puedes imaginar que el abismo entre estas dos coaliciones mantendrá a Occidente en un estado de crisis latente, en especial teniendo en cuenta la personalidad de Trump, tan propensa a las crisis. Pero también es posible imaginar un futuro en el que este orden se estabilice y normalice un poco y la gente deje de hablar de un terremoto cada vez que un populista asciende al poder o de que la democracia se salva cada vez que un partido del establishment gana unas elecciones.

La situación es muy distinta en América Latina. Allí el consenso neoliberal siempre fue más endeble, el centro más frágil, y por ende la era de la rebelión populista ha creado una polarización más clara entre quien esté más a la izquierda y más a la derecha (con la izquierda culturalmente progresista, pero por lo general más expresamente socialista que Biden, Starmer o Macron y la derecha culturalmente tradicional, pero por lo general más libertaria que Trump, Orbán o Le Pen).

La nueva alineación en Argentina, con su libertario revolucionario que supera a una izquierda populista-nacionalista, es un ejemplo de este patrón; la contienda entre Luiz Inácio Lula da Silva y Jair Bolsonaro en Brasil el año pasado fue otro. Pero los recientes vaivenes de la política chilena son de especial interés. A principios de la década de 2010, Chile parecía tener un entorno político más o menos estable, con un partido de centroizquierda que gobernaba a través de una Constitución favorable al mercado y una oposición de centroderecha que luchaba por distanciarse de la dictadura de Pinochet. Entonces, las protestas populares echaron por tierra este orden y crearon un giro abrupto hacia la izquierda, además de un intento de imponer una nueva Constitución de izquierda que, a su vez, provocó una reacción adversa, que dejó al país dividido entre un impopular gobierno de izquierda encabezado por un antiguo activista estudiantil y una oposición de derecha en ascenso temporal liderada por un apologista de Pinochet.

En cada caso, en relación con las divisiones de Francia y Estados Unidos, se observa un centro más débil y una polarización más profunda entre extremos populistas rivales. Y ahora, si la cuestión para América Latina es qué tan estable será la propia democracia en condiciones tan polarizadas, la cuestión para Europa y Estados Unidos es si la situación argentina o chilena es un presagio de su propio futuro. Tal vez no de inmediato, pero sí después de una nueva ronda de rebeliones populistas, que podría aguardar más allá de alguna crisis o catástrofe o simplemente al otro lado del cambio demográfico.

En tal futuro, figuras como Biden, Starmer y Macron ya no podrían gestionar coaliciones de gobierno y la iniciativa en la izquierda pasaría a partidos más radicales como Podemos en España o los Verdes en Alemania, a los progresistas al estilo de Alexandria Ocasio-Cortez en el Congreso de Estados Unidos, a cualquier tipo de política que surja del encuentro entre la izquierda europea y las crecientes poblaciones árabes y musulmanas del continente. Esto daría a la derecha populista la oportunidad de prometer estabilidad y reclamar el centro, pero también crearía incentivos para que la derecha se radicalice aún más, lo que produciría mayores oscilaciones ideológicas cada vez que perdiera una coalición en el poder.

Esta es, en cierto modo, la lección más clara de la victoria aplastante de Milei: si no se puede alcanzar la estabilidad tras una ronda de convulsiones populistas, no hay límites inherentes a lo desenfrenado que puede llegar a ser el siguiente ciclo de rebelión.

Ross Douthat es columnista de opinión del Times desde 2009. Es autor, más recientemente, de The Deep Places: A Memoir of Illness and Discovery. @DouthatNYT • Facebook


Source: Elections - nytimes.com


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