Hay que prestar atención al declive institucional.
No tengo idea de cómo llegué a mi oficina esta mañana. Quiero decir, sí lo sé: caminé a la estación del metro que está cerca de mi casa, me subí a un tren, unas paradas después transbordé a otro, me bajé cerca de mi oficina y luego entré al edificio, aunque antes fui rápido a una cafetería para comprar un sándwich para el desayuno.
Pero esa lista de pasos describe el límite de mi conocimiento. No tengo ni idea de quién abrió la estación de metro ni de lo que se necesita para mantenerla en funcionamiento. (O, como fue el caso, por qué uno de los torniquetes estaba atascado a medio abrir y zumbaba a nadie en particular una quejumbrosa alarma sobre su situación). No sé conducir un tren y, desde luego, no sé cómo es su mantenimiento. Y estoy segura de que los londinenses están muy agradecidos de que yo nunca haya tenido que plantearme cómo excavar un túnel de metro o instalar una línea de tren.
Y, sin embargo, si esas cosas no hubieran sucedido en el orden correcto, tal como las diseñaron los expertos y las llevaron a cabo los profesionales, Londres se paralizaría. De hecho, la semana pasada estuvo a punto de producirse ese colapso, debido a una huelga de transportes que se suspendió en el último momento.
Lo mágico de las instituciones es esto: existen para que los procesos complejos puedan automatizarse, para que grandes grupos de personas puedan colaborar sin tener que crear nuevos sistemas para hacerlo y para que personas como yo podamos confiar en su pericia sin poseer ni un ápice de esa experiencia.
Pero como las instituciones suelen funcionar en segundo plano, sin que se note, a veces es difícil determinar el momento en que empiezan a desmoronarse. Y, lo que es frustrante para mí, es que es aún más difícil escribir sobre el declive progresivo sin que suene tremendamente aburrido.
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Source: Elections - nytimes.com