¿Qué podemos decir de este último año en Estados Unidos? Hay quien afirma que esto es el fin, o el principio del fin; que la infraestructura de nuestra democracia se está desmoronando; que los sismos de la economía auguran un colapso y que el riesgo nuclear en la guerra rusa contra Ucrania podría combustionar y provocar algo mucho mayor. En cambio, otros dicen que, a pesar de todas estas tensiones, en realidad estamos viendo cómo se sostiene el sistema, que la democracia prevalece y que el peligro se está disipando.
Esos argumentos se pueden calificar de histéricos, displicentes o ajenos a la realidad, pero también se pueden plantear de manera abierta y franca. Quizás estemos de verdad al borde de algo peor, como en algunos largos periodos del siglo XX, y quizás así era como se sentía la gente en esas épocas sobre las cuales has leído. ¿Se está acabando el mundo tal como lo conocíamos? ¿Lo sabrías, siquiera, antes de que fuera demasiado tarde, antes de que en efecto se hubiera acabado?
En 2022, podíamos ver cómo el discurso oscilaba entre el apocalipsis y la relativización, y entre el pánico y la cautela, en la política, en los medios, en Twitter e Instagram, en mensajes de texto, en persona, dentro y fuera de facciones ideológicas, sobre la guerra en Europa, el estado de la democracia estadounidense, el iliberalismo y el posible repliegue del globalismo, la violencia, la COVID-19, la inteligencia artificial, la inflación y los precios de la energía y el criptocontagio. Hay versiones profundas de este debate, y luego hay versiones reduccionistas que se entrevén en los comentarios de Instagram, o en una columna de opinión, que interpretan todo mal. Este debate incluso lo puede mantener una persona consigo misma.
Lo más probable es que ya estés al tanto de las posibilidades apocalípticas respecto a la democracia estadounidense. Fundamentalmente, este país no funciona si el traspaso pacífico del poder no funciona. Este país no funciona, y no funcionó en la memoria reciente, si la gente no puede votar. Y puede haber un umbral a partir del cual deje de funcionar si el suficiente número de personas desconfía de los resultados electorales. Estas cuestiones existenciales se han canalizado ahora en problemas concretos: en 2022, hubo gente que llamó a las oficinas de campaña electoral y dejó amenazas de muerte; gente con equipo táctico apostada ante las urnas; y oficinas de campaña que instalaron cristales antibalas. Los republicanos mandaron candidatos a Arizona y Pensilvania que se postularon con la premisa de que en este país las elecciones son una mentira. Millones de personas vieron las audiencias sobre el 6 de enero donde se indagó en lo caóticos y precarios que fueron en realidad los últimos días de la Casa Blanca de Trump.
Después, en este frágil paisaje de confianza, estaban las cortes. En verano, la Corte Suprema anuló completamente el caso Roe contra Wade, sentencia que se esperaba desde tiempo atrás, pero que aun así pareció conmocionar hasta a las personas que estaban a favor, incluso después de la surrealista publicación de un borrador de la opinión de la Corte en la primavera. Que eso llegara a suceder —que de pronto una mujer tuviera que ir a otro estado a realizarse un aborto para no arriesgarse a morir a causa de las complicaciones— no solo comportó ese tipo de consecuencias tangibles en mil momentos privados de la vida las personas, sino que también abrió un mundo de otras posibilidades que podrían ocurrir. Quizá la Corte revoque la igualdad del matrimonio. O refrende la rebuscada teoría de la “legislatura estatal independiente”, adoptada por un grupo de derechistas y que consiste en ampliar los poderes de las legislaturas estatales para celebrar elecciones, con el peligro de desestabilizar todo el sistema.
Todos estos acontecimientos fueron aparejados de un discurso desorientador, de alto riesgo, sobre cómo y cuánto hablar de las teorías de la conspiración y las amenazas antidemocráticas. Sabemos que lo que dice la gente —lo que decimos— en las redes sociales, y por supuesto en los medios de comunicación, moldea la percepción de los demás sobre la política, pero de un modo difícil de medir, y saber esto puede convertir cada artículo o mensaje en las redes en una oportunidad o un error. Hubo articulistas que sostuvieron que centrarse excesivamente en la democracia podría ahuyentar a los votantes, en vez de persuadirlos, o incluso corromper las instituciones al entremezclar las preocupaciones constitucionales con las de índole partidista.
Después estuvo el mundo más allá del discurso, donde nadie pudo controlar gran cosa más allá de un solo hombre. Desde la anexión de Crimea en 2014 y la tibieza con que respondió Occidente a ella, la gente llevaba meses, y años, advirtiendo de que Vladimir Putin ordenaría la invasión total de Ucrania. Y entonces ocurrió. No hay muchas personas, en Rusia u otras partes, que parezcan querer esto, más allá de Putin, pero eso no impidió que Ucrania se convirtiera en el tipo de lugar donde un niño tiene que averiguar por sí mismo que los soldados han fusilado a su madre y a su padrastro porque nadie sabe cómo decírselo; donde la gente tenía que beberse el agua de los radiadores para mantenerse con vida; donde, al reflexionar sobre las salvajes muertes en la ciudad, alguien puede acabar señalando con tristeza que “en teoría, los organismos internacionales tienen la autoridad de procesar los crímenes de guerra donde y cuandoquiera que se produzcan”.
La rápida transición desde la invasión como algo esperado pero hipotético a algo muy real, con muertes innecesarias y millones de ucranianos y rusos teniendo que dejar sus casas quizá para siempre, abrió otras siniestras posibilidades. Parecía una cuestión existencial, primero para Ucrania, y después para el resto de Europa del este. La alianza de la OTAN podía fracturarse, en el caso de una escalada. La posibilidad de que China invadiera Taiwán —y de una guerra total a escala mundial— pareció de pronto más fácil de concebir, incluso de esperar. Las armas nucleares pasaron a ser algo en lo que gente piensa, en serio. Y, de forma más inmediata, pareció que las interrupciones en el suministro de gas y baterías y en la producción y distribución del grano iban a causar estragos a lo largo y ancho de los países.
De debatir si la inflación pospandémica podría ser transitoria se pasó a plantear si podría parecerse a la de la década de 1970, con las dificultades de la estanflación y las escaseces de energía; después, de si la quiebra de las criptomonedas podría recordar a la del mercado inmobiliario en la década de 2000; qué consecuencias políticas y de otro tipo podría tener el disparo de los precios; y, peor aún, que los precios del grano puedan provocar una ola de hambrunas en todo el mundo. En Odd Lots, el pódcast sobre finanzas de Bloomberg, los presentadores señalan con frecuencia que se ha producido una “tormenta perfecta” de condiciones para la crisis: en la logística del comercio marítimo, en los precios del café, en la menor producción de cobre, en las dificultades de empezar a extraer más petróleo. Todo parece haberse estropeado o torcido un poco al mismo tiempo. ¿Se trata de un intenso periodo de acontecimientos inusuales, o de un momento de calma antes de que todas las piezas interconectadas colapsen?
Y esto sin contar otras preocupaciones más profundas que tienen las personas, y que también contribuyen a generar la sensación de desintegración social: la depresión y la ansiedad entre los adolescentes, el descenso de nivel en lectura y matemáticas, la omnipresencia del fentanilo y el resurgimiento del antisemitismo y la violencia anti-LGBTQ. La policía tardó una hora en intervenir mientras un joven disparaba contra niños. Jóvenes que disparan a los clientes de una tienda de comestibles porque eran negros; clientes que lo hacen en un club gay y trans; y también jugadores de fútbol universitario, después de una excursión para ver un partido. Vidas truncadas en un contexto de normalidad, y pocas cosas pueden hacer sentir más a la gente que el mundo se acaba.
Existe una razón por la que a muchas personas les preocupa una mayor soledad social, la cual es difícil de definir y más aún de subsanar. Existe una razón por la que muchas personas dicen que es como caminar en medio de la niebla. “Por ahora, estamos vivos en el fin del mundo, traumatizados por los titulares y las alarmas del reloj”, escribió el poeta Saeed Jones en su poemario más reciente.
A pesar de todo este dolor y esta nefasta posibilidad, algunas noticias han desafiado las expectativas. Rusia no se ha llevado Ucrania por delante; Estados Unidos y Europa se mantienen unidos; la gente celebra en la retirada de las tropas rusas de sus ciudades sin luz. Muchos de los grandes exponentes de las teorías conspirativas sobre las elecciones en Estados Unidos —y en especial quienes querían hacerse con las riendas de la burocracia electoral— perdieron en los estados más importantes de cara al traspaso de poderes presidenciales. El colapso de las grandes plataformas de intercambio de criptomonedas no se ha extendido, por ahora, a todo el sistema financiero. La Corte Suprema pareció escéptica este mes respecto a la teoría de las legislaturas estatales, aunque en realidad no podremos confirmarlo hasta el año que viene. No ha habido violencia o agitación generales en la jornada electoral o en reacción a los resultados.
Tal vez a los seres humanos se nos ha infravalorado frente a la inteligencia artificial, como apuntó mi colega Farhad Manjoo; hubo un avance en la fusión nuclear, aunque el desarrollo a partir de ahí podría ser verdaderamente complicado; es muy probable que pronto se administre una vacuna contra la malaria que pueda transformar el modo de propagación de la enfermedad. Algunas de las predicciones más funestas sobre el cambio climático podrían resultar al final haber sido demasiado funestas. Como escribió mi colega David Wallace-Wells este año: “El margen de posibles futuros climáticos se está reduciendo, y, por tanto, nos estamos haciendo una mejor idea de lo que vendrá: un nuevo mundo, lleno de disrupciones, pero también de miles de millones de personas que vivirán con un clima que distará de ser normal, pero también, afortunadamente, del verdadero apocalipsis climático”.
Él sostiene que, en parte, algunos de esos mejores resultados se derivan de la movilización a causa de un profundo temor. Esto va ligado a la misteriosa relación entre las advertencias ominosas y los resultados positivos, a ese miedo que puede mitigar la causa del miedo. Quizá fue eso lo que impidió ganar las elecciones a los teóricos conspirativos a ultranza: que los votantes indecisos visualizaron el funesto panorama de lo que podría pasar y decidieron actuar. O quizá solo quieren más estabilidad; quizá mucha gente la quiere.
Esta es, en teoría, la razón por la que la gente debate sobre el carácter de nuestros problemas y su gravedad en Twitter y en lugares como The New York Times: la respuesta. El debate científico privado y público sobre, por ejemplo, la gravedad de una nueva variante de un virus tiene el potencial de guiar la respuesta del gobierno y de la sociedad.
Pero no puede bastar con eso, ciertamente, porque la mayoría de este tipo de conversaciones no se mantienen con la expectativa de que Joe Biden esté escuchándolas.
Oír hablar de que el mundo se acaba, o que te digan que deberías calmarte, puede ser absolutamente exasperante si no tienes el ánimo para ello: la persona que parece demasiado alarmista, cuyo pánico te crispa los nervios o se filtra en tu psique y se adhiere a todas tus preocupaciones menores; o ese tipo de argumentos que dicen que la democracia está perdida: derribarán sin excepción cualquier cosa que digas que pueda hacer más compleja la imagen. O la persona que es demasiado displicente, incapaz de reconocer una preocupación genuina de la gente, que en última instancia no te reconoce a ti; que no ve, o se niega a ver, que la crisis está aquí ya.
Preocuparse sobre el fin de todo, desdeñar eso, debatirlo, apostar por lo que vendrá después: esta podría ser una manera de ejercer control sobre lo incontrolable, de afirmar nuestra propia voluntad de acción o marcar distancias entre nosotros y lo inesperado. Las cosas simplemente suceden ahora, más allá de las creencias, la racionalidad y, a veces, las palabras. Y tiene algo de esperanzador —en cuanto validación de que estamos vivos y podemos influir en los acontecimientos— que intentemos darle sentido a todo ello.
Katherine Miller es redactora y editora de Opinión.
Source: Elections - nytimes.com