Durante las últimas 10 semanas, los seguidores del expresidente de extrema derecha Jair Bolsonaro habían acampado afuera de la sede del ejército brasileño, exigiendo que los militares revirtieran las elecciones presidenciales de octubre. Y, durante las últimas 10 semanas, los manifestantes encontraron poca oposición por parte del gobierno.
Luego, el domingo, muchos de los ocupantes del campamento salieron de sus carpas en Brasilia, la capital del país, condujeron algunos kilómetros y, al unirse cientos de otros manifestantes, invadieron el Congreso, el Supremo Tribunal Federal y las oficinas presidenciales.
Para la mañana del lunes, las autoridades estaban barriendo el campamento. Desmantelaron las carpas, retiraron pancartas y detuvieron a 1200 de los manifestantes, llevándoselos en autobuses para interrogarlos.
Por qué se había permitido que un campamento que exigía un golpe militar creciera durante más de 70 días era parte de un conjunto más amplio de preguntas que los funcionarios enfrentaban el lunes, entre ellas:
¿Por qué se permitió que las protestas se acercaran tanto a las sedes del poder de Brasil? ¿Y por qué las fuerzas de seguridad habían sido superadas de tal manera que multitudes de manifestantes pudieron irrumpir fácilmente en las instalaciones gubernamentales?
El ministro de Justicia de Brasil, Flávio Dino, indicó que varias agencias de seguridad se habían reunido el viernes para prepararse ante la posibilidad de violencia en las protestas previstas para el domingo. Pero, dijo, la estrategia de seguridad urdida en la reunión, que incluía mantener a los manifestantes alejados de los principales edificios estatales, para el domingo había sido parcialmente abandonada y había muchos menos agentes de la ley de lo previsto.
“El contingente policial no fue lo que se había acordado”, dijo, y añadió que no estaba claro por qué se habían cambiado los planes.
Algunos en el gobierno federal culpaban al gobernador de Brasilia, Ibaneis Rocha, y sus funcionarios, dando a entender que habían sido negligentes o cómplices en la falta de personal de las fuerzas de seguridad alrededor de las protestas.
El domingo por la noche, Alexandre de Moraes, juez del Supremo Tribunal Federal, suspendió a Rocha de su cargo como gobernador durante al menos 90 días, argumentando que el levantamiento “solo podía ocurrir con el consentimiento, e incluso la participación efectiva, de las autoridades de seguridad e inteligencia”.
Independientemente de los fallos de seguridad que hayan ocurrido, los disturbios del domingo dejaron al desnudo de forma sorprendente el principal desafío que enfrenta la democracia de Brasil. A diferencia de otros intentos por derrocar gobiernos en la historia de América Latina, los ataques del domingo no fueron ordenados por un solo gobernante autoritario o un ejército decidido a tomar el poder, sino que más bien fueron impulsados por una amenaza más insidiosa y arraigada: un engaño masivo.
Millones de brasileños parecen estar convencidos de que las elecciones presidenciales de octubre estuvieron amañadas en detrimento de Bolsonaro, a pesar de que las auditorias y los análisis realizados por expertos no han hallado nada de ese tipo. Dichas creencias en parte son producto de años de teorías conspirativas, afirmaciones engañosas y falsedades explícitas que Bolsonaro y sus aliados propagaron al afirmar que el sistema de votación totalmente electrónico de Brasil estaba plagado de fraude.
Los partidarios de Bolsonaro han estado repitiendo las afirmaciones durante meses, y luego las ampliaron con nuevas teorías de conspiración transmitidas en chats grupales de WhatsApp y Telegram, muchos de los cuales se enfocaron en la idea de que el software de las máquinas de votación electrónica fue manipulado para hacer fraude a la elección. El domingo, los manifestantes se pararon en el techo del Congreso con una pancarta que tenía una sola exigencia: “Queremos el código fuente”.
La mañana del lunes, Orlando Pinheiro Farias, de 40 años, salía del campamento de manifestantes y dijo que había ingresado a los despachos presidenciales el domingo junto a otros compañeros en busca de documentos relacionados con “las investigaciones del código fuente, que legitiman que Jair Messias Bolsonaro es el presidente de Brasil”.
Recitó varias siglas gubernamentales e investigaciones secretas sobre las que había leído en internet, y luego dijo que tenía que volver a su tienda de campaña para recuperar una bandera brasileña que se había robado del edificio.
Los delirios sobre las elecciones también se extendían a las explicaciones de muchos manifestantes sobre lo que había sucedido en los disturbios. Las personas que salían del campamento el lunes por la mañana, con colchones de aire enrollados, cables de extensión y taburetes, tenían un mensaje claro: los partidarios de Bolsonaro no habían saqueado los edificios. Más bien, dijeron, los que causaron el daño eran izquierdistas radicales disfrazados, empeñados en difamar a su movimiento.
“¿Escuchaste alguna vez del Caballo de Troya?”, preguntó Nathanael S. Viera, de 51 años, que había viajado más de 1400 kilómetros para participar en las protestas del domingo. “Los infiltrados fueron y armaron todo y la maldita prensa le mostró a la nación brasileña que nosotros los patriotas somos vándalos”.
Las escenas del domingo —manifestantes de derecha envueltos en la bandera nacional deambulando por los pasillos del poder— resultaban sorprendentemente similares a las del asalto al Capitolio de los Estados Unidos el 6 de enero, al igual que las creencias confusas que llevaron a los manifestantes en ambos países a invadir edificios federales y a filmarse mientras lo hacían.
“A Donald Trump lo sacaron con una elección amañada, sin duda, y en aquel momento lo sacaron y yo dije ‘al presidente Bolsonaro lo van a derrocar’”, dijo Wanderlei Silva, de 59 años, trabajador hotelero retirado que estaba el lunes afuera del campamento.
Silva hallaba sus propias similitudes entre los disturbios del domingo y los del 6 de enero de 2021. “Los demócratas armaron eso e invadieron el Capitolio”, dijo. “Igual que aquí lo armaron”.
Durante mucho tiempo, Brasil se ha visto a sí mismo como un país similar a Estados Unidos: diverso y vasto, rico en recursos naturales, distribuido en una colección de estados federales y gobernado por un gobierno federal fuerte. Pero su tumultuosa historia política nunca imitó verdaderamente el sistema estadounidense, hasta los últimos años.
“Sin Trump no habría Bolsonaro en Brasil. Y sin la invasión al Capitolio no habría la invasión que vimos ayer”, dijo Guga Chacra, comentarista en la mayor cadena de televisión de Brasil, quien vive en Nueva York y monitorea la política en ambos países. “El bolsonarismo intenta copiar al trumpismo y los seguidores de Bolsonaro en Brasil intenta copiar lo que hacen los seguidores de Trump en Estados Unidos”.
Incluso una descripción de las elecciones presidenciales de Brasil de 2022 se lee como un resumen de las elecciones estadounidenses de 2020: un mandatario populista de extrema derecha con gusto por los insultos y tuits improvisados contra un contrincante septuagenario de izquierda que se postula con su probada trayectoria política y una promesa de unir a una nación dividida.
Pero lo que pasó después de cada elección fue distinto.
Si bien el expresidente Donald Trump luchó para revertir los resultados y llamó a sus seguidores a descender al Capitolio el 6 de enero, Bolsonaro de hecho se había rendido y marchado a Florida para cuando sus votantes entraban a la fuerza a las oficinas que había ocupado alguna vez.
Según dijo su esposa en redes sociales, Bolsonaro pasó parte del lunes en un hospital de Florida debido a dolores abdominales derivados de un apuñalamiento que sufrió en 2018. Bolsonaro planea quedarse en Florida durante las próximas semanas o meses, con la esperanza de que se enfríen las investigaciones en Brasil sobre su actividad como presidente, según un amigo.
Ned Price, el vocero del Departamento de Estado de EE. UU., no quiso hacer comentarios sobre el estatus de la visa de Bolsonaro, aludiendo a las leyes de privacidad. Pero indicó que se esperaba que cualquier persona que ingresara al país con una visa diplomática y que “ya no esté involucrada en asuntos oficiales en nombre de su gobierno” saliera del país o solicitara otro tipo de visa dentro de 30 días.
“Si un individuo no tiene bases para estar en Estados Unidos, dicho individuo es sujeto de ser expulsado”, dijo Price.
En un discurso grabado en los últimos días de su presidencia, Bolsonaro dijo que había intentado y fracasado en usar la ley para anular las elecciones de 2022, y sugirió que sus seguidores deberían seguir adelante. “Vivimos en una democracia o no”, dijo. “Nadie quiere una aventura”. El domingo, publicó un mensaje en Twitter condenando la violencia.
Pero sus años de retórica contra las instituciones democráticas de Brasil, y su estrategia política de infundir miedo a la izquierda entre sus seguidores, ya habían dejado una marca imborrable.
Entrevistas con manifestantes realizadas en semanas recientes parecían mostrar que el movimiento de Bolsonaro avanzaba sin él. Ahora es impulsado por creencias profundamente arraigadas entre muchos brasileños de derecha según las cuales las élites políticas amañaron el voto para instalar como presidente a Luiz Inácio Lula da Silva, a quien consideran un comunista que convertirá a Brasil en un estado autoritario como Venezuela.
Lula, el nuevo presidente, es un izquierdista pero no un comunista. Y los expertos de seguridad independientes dijeron que no había pruebas de irregularidades en las votaciones de 2022. Un análisis aparte realizado por el ejército de Brasil solo halló una posible vulnerabilidad en el sistema de votación de Brasil, que es completamente digital. Dicha vulnerabilidad requeriría la coordinación de numerosos funcionarios electorales, un escenario que según los expertos en seguridad era extremadamente improbable.
Lula, que había hecho campaña para unificar a un país dividido, se enfrenta ahora a la investigación y el enjuiciamiento de muchos de los seguidores de sus oponentes políticos apenas a una semana de haber juramentado. Las autoridades indicaron que, hasta el lunes por la noche, alrededor de 1500 manifestantes habían sido detenidos y que serían retenidos al menos hasta terminar la investigación.
El lunes, Lula habló con el presidente Joe Biden, quien le transmitió “el apoyo inquebrantable de Estados Unidos para la democracia de Brasil y la libre voluntad del pueblo brasileño”, según funcionarios de la Casa Blanca. Biden invitó a Lula a la Casa Blanca para principios de febrero. (Con Bolsonaro le tomó más de 18 meses llevar a cabo un encuentro en una cumbre en Los Ángeles).
En un discurso televisado la noche del lunes, Lula dijo que su gobierno procesaría a quienquiera que haya atacado la democracia de Brasil el domingo. “Ellos quieren un golpe de Estado y golpe no habrá”, dijo. “Tienen que aprender que la democracia es lo más complicado que podemos hacer, porque nos exige aguantar a los demás, nos exige convivir con los que no nos caen bien”.
Él y muchos de los principales funcionarios del gobierno de Brasil luego fueron caminando juntos desde los despachos presidenciales hasta el Supremo Tribunal Federal, cruzando la misma plaza que un día antes estaba atestada de turbas que pedían derrocar a su gobierno.
Ana Ionova, André Spigariol, Yan Boechat, Leonardo Coelho y Michael D. Shear colaboraron en este reportaje.
Jack Nicas es el jefe de la corresponsalía en Brasil, que abarca Brasil, Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay. Antes reportó de tecnología desde San Francisco y, antes de integrarse al Times en 2018, trabajó siete años en The Wall Street Journal. @jacknicas • Facebook
Source: Elections - nytimes.com