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    Los aliados de EE. UU. impulsan el declive de la democracia en el mundo, afirma un nuevo estudio

    Los países alineados con Washington retroceden casi el doble que los no aliados, según las cifras, lo que complica las viejas suposiciones sobre la influencia estadounidense en el establecimiento de modelos democráticos.Según un nuevo análisis, Estados Unidos y sus aliados representaron una parte considerablemente grande del retroceso democrático global experimentado en la última década.Los aliados de Estados Unidos siguen siendo, en promedio, más democráticos que el resto del mundo. Pero casi todos han sufrido algún grado de erosión democrática desde 2010, lo que significa que elementos centrales como elecciones justas o independencia judicial se han debilitado, y a un ritmo que supera con creces los declives promedio entre otros países.Con pocas excepciones, los países alineados con Estados Unidos no experimentaron casi ningún crecimiento democrático en ese periodo, aunque muchos de los que están lejos de la órbita de Washington sí lo hicieron.Los hallazgos son extraídos de los datos registrados por V-Dem, una organización sin fines de lucro con sede en Suecia que rastrea el nivel de democracia de los países a través de una serie de indicadores, y fueron analizados por The New York Times.Las revelaciones dejan en claro las penurias de la democracia, una tendencia característica de la era actual. Sugieren que gran parte del retroceso del mundo no es impuesto a las democracias por potencias extranjeras, sino que es una podredumbre que está creciendo dentro de la red más poderosa de alianzas mayoritariamente democráticas del mundo.En muchos casos, las democracias como Francia o Eslovenia vieron cómo se degradaron sus instituciones, aunque solo ligeramente, en medio de políticas de desconfianza y críticas adversas. En otros, dictaduras como la de Baréin restringieron libertades que de por sí no eran plenas. Pero con frecuencia, la tendencia fue impulsada por un giro hacia la democracia no liberal.En esa forma de gobierno, los líderes elegidos se comportan como caudillos y las instituciones políticas son más débiles, pero los derechos personales permanecen en su mayoría (excepto, casi siempre, para las minorías).De manera frecuente, los aliados de Estados Unidos lideraron esta tendencia. Turquía, Hungría, Israel y Filipinas son ejemplos de eso. Varias democracias más establecidas también han dado pasos pequeños en esa dirección, incluido Estados Unidos, donde los derechos electorales, la politización de los tribunales y otros factores son motivo de preocupación para muchos estudiosos de la democracia.Los hallazgos también socavaron las suposiciones estadounidenses, ampliamente compartidas por ambos partidos, de que Estados Unidos es, por naturaleza, una fuerza democratizadora en el mundo.Desde hace mucho tiempo, Washington se ha vendido como un defensor mundial de la democracia. La realidad siempre ha sido más complicada. Sin embargo, a través de los años, una cantidad suficiente de sus aliados se ha movido hacia ese sistema como para crear la impresión de que la influencia del país genera libertades al estilo estadounidense. Estas tendencias actuales sugieren que eso quizás ya no es cierto, si es que alguna vez lo fue.“Sería demasiado fácil afirmar que todo esto puede ser explicado por la existencia de Trump”, advirtió Seva Gunitsky, politólogo de la Universidad de Toronto que estudia cómo las grandes potencias influyen en las democracias. Los datos indican que la tendencia se aceleró durante la presidencia de Donald Trump, pero es anterior a ella.En cambio, los académicos afirman que lo más probable es que este cambio esté impulsado por fuerzas a más largo plazo. Por ejemplo, la disminución de la creencia en Estados Unidos como un modelo al cual aspirar; la disminución de la creencia en la propia democracia, cuya imagen se ha visto empañada por una serie de conmociones del siglo XXI; décadas de política estadounidense en la que solo se les dio prioridad a temas a corto plazo como el antiterrorismo; y un creciente entusiasmo por la política no liberal.Debido a que el mundo alineado con Estados Unidos lidera en la actualidad el declive de un sistema que alguna vez se comprometió a promover, “el consenso internacional sobre la democratización ha cambiado”, dijo Gunitsky.Reclusos en una cárcel superpoblada en 2016 en Ciudad Quezón, en Filipinas. El presidente Rodrigo Duterte supervisó una brutal represión contra los consumidores de drogas.Daniel Berehulak para The New York TimesUna crisis globalDesde el final de la Guerra Fría, los países alineados con Estados Unidos se habían movido muy lentamente hacia la democracia pero, hasta la década de 2010, la mayoría había evitado tener retrocesos.En la década de 1990, por ejemplo, 19 aliados se volvieron más democráticos, incluidos Turquía y Corea del Sur. Solo seis, como el caso de Jordania, se volvieron más autocráticos, pero todos por márgenes muy pequeños.Eso es lo que indica el índice de democracia liberal de V-Dem, que considera decenas de métricas en una puntuación de 0 a 1. Su metodología es transparente y se considera muy rigurosa. El índice de Corea del Sur, por ejemplo, aumentó de 0,517 a 0,768 en esa década, gracias a una transición a un gobierno civil pleno. La mayoría de los cambios son más pequeños y reflejan, por ejemplo, un avance gradual en la libertad de prensa o un ligero retroceso en la independencia judicial.Durante la década de 1990, Estados Unidos y sus aliados representaron el nueve por ciento de los incrementos generales en los puntajes de democracia en todo el mundo, según las cifras del índice. En otras palabras, fueron responsables del nueve por ciento del crecimiento democrático global. Esto es mejor de lo que suena: muchos ya eran altamente democráticos.También durante esa década, los países aliados solo representaron el cinco por ciento de las reducciones globales, es decir, retrocedieron muy poco.Esas cifras empeoraron un poco en la década de 2000. Luego, en la década de 2010, cayeron a niveles desastrosos. Estados Unidos y sus aliados representaron solo el cinco por ciento de los aumentos mundiales de la democracia. Pero un impactante 36 por ciento de los retrocesos ocurrieron en países alineados con Estados Unidos.En promedio, los países aliados vieron disminuir la calidad de sus democracias casi el doble que los no aliados, según las cifras de V-Dem.El análisis define “aliado” como un país con el que Estados Unidos tiene un compromiso formal o implícito de defensa mutua, de los cuales hay 41. Aunque el término “aliado” podría definirse de varias maneras, todas ellas arrojan resultados muy similares.Este cambio se produce en medio de un periodo de agitación para la democracia, que se está reduciendo en todo el mundo.Los datos contradicen las suposiciones de Washington de que esta tendencia está impulsada por Rusia y China, cuyos vecinos y socios han visto cambiar muy poco sus puntuaciones, o por Trump, que asumió el cargo cuando el cambio estaba muy avanzado.Más bien, el retroceso es endémico en las democracias emergentes e incluso en las establecidas, dijo Staffan I. Lindberg, un politólogo de la Universidad de Gotemburgo que ayuda a supervisar el índice V-Dem. Y estos países suelen estar alineados con Estados Unidos.Esto no significa que Washington sea exactamente la causa de su retracción, subrayó Lindberg. Pero tampoco es irrelevante.Una bandera estadounidense usada para una fotografía de los presidentes Joe Biden y Recep Tayyip Erdogan en la cumbre del Grupo de los 20 celebrada en Roma el mes pasado.Erin Schaff/The New York TimesLa influencia estadounidense, para bien o para malA pesar de décadas de narrativa de la Guerra Fría en la que se consideraba a las alianzas estadounidenses como una fuerza para la democratización, esto nunca ha sido realmente cierto, afirmó Thomas Carothers, quien estudia la promoción de la democracia en el Fondo Carnegie para la Paz Internacional.Si bien Washington alentó la democracia en Europa occidental como contrapeso ideológico de la Unión Soviética, suprimió su propagación en gran parte del resto del mundo.Estados Unidos apoyó o instaló dictadores, alentó la represión violenta de elementos de izquierda, y patrocinó grupos armados antidemocráticos. A menudo, esto se realizó en países aliados, con cooperación del gobierno local. Los soviéticos hicieron lo mismo.Como resultado, cuando terminó la Guerra Fría en 1989 y disminuyó la intromisión de las grandes potencias, las sociedades tuvieron más libertad para democratizarse, y así lo hicieron, en grandes cantidades.“Muchas personas alcanzaron la mayoría de edad en esos años y pensaron que eso era lo normal”, ya que confundieron la oleada de los años noventa como el estado natural de las cosas y como algo que había logrado Estados Unidos (debido a su hegemonía mundial), dijo Carothers.“Pero entonces llegó la guerra contra el terrorismo en 2001”, explicó, y Washington nuevamente presionó para establecer autócratas dóciles y frenos a la democratización, esta vez en sociedades donde el islam es predominante.El resultado han sido décadas de debilitamiento de los cimientos de la democracia en los países aliados. Al mismo tiempo, las presiones lideradas por Estados Unidos en favor de la democracia han comenzado a desvanecerse.“La hegemonía democrática es buena para la democratización, pero no a través de los mecanismos en los que la gente suele pensar, como la promoción de la democracia”, dijo Gunitsky, estudioso de la política de las grandes potencias.En vez de alianzas o presidentes que exijan a los dictadores que se liberalicen, ninguno de los cuales tiene un gran historial, dijo, “la influencia de Estados Unidos, donde es más fuerte, es una influencia indirecta, como un ejemplo a emular”.Su investigación ha descubierto que Estados Unidos estimula la democratización cuando los líderes de otros países, los ciudadanos o ambos ven que el gobierno de estilo estadounidense promete beneficios como la prosperidad o la libertad. Algunos pueden considerar que adoptarlo, aunque sea superficialmente, es una forma de ganarse el apoyo estadounidense.Sin embargo, las impresiones de la democracia estadounidense, que solían ser positivas, se han ido deteriorando rápidamente.“Muy pocos de los encuestados piensan que la democracia estadounidense es un buen ejemplo a seguir para otros países”, reveló un estudio reciente del Centro de Investigaciones Pew. En promedio, solo el 17 por ciento de las personas en los países encuestados dijo que la democracia en Estados Unidos era digna de ser emulada, mientras que el 23 por ciento afirmó que nunca había sido un buen ejemplo.Es posible que la prosperidad estadounidense ya no parezca tan atractiva, debido a problemas cada vez mayores como la desigualdad, así como el surgimiento de China como modelo económico alternativo.Además, el conocimiento de los problemas internos de Estados Unidos —tiroteos masivos, polarización, injusticia racial— ha afectado enormemente las percepciones.Podría ser más acertado pensar que la situación actual se debe más al surgimiento de la democracia no liberal como modelo alternativo. Ese sistema parece ser cada vez más popular, mientras que ya no lo es tanto la democracia más plena, con sus protecciones para las minorías y su dependencia de las instituciones establecidas.Pero incluso las personas que quieren una democracia no liberal para su país tienden a considerarla poco atractiva en otros, gracias a sus tendencias nacionalistas. A medida que se degradan las opiniones sobre la democracia estadounidense como modelo global, también lo hace la propia democracia.“Gran parte del atractivo de la democracia en todo el mundo está vinculado al atractivo de Estados Unidos como modelo de régimen”, dijo Gunitsky. “Cuando una de esas cosas decae, hará decaer la otra”.Max Fisher es reportero y columnista de temas internacionales con sede en Nueva York. Ha reportado sobre conflictos, diplomacia y cambio social desde cinco continentes. Es autor de The Interpreter, una columna que explora las ideas y el contexto detrás de los principales eventos mundiales de actualidad. @Max_Fisher — Facebook More

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    U.S. Allies Drive Much of World’s Democratic Decline, Data Shows

    Washington-aligned countries backslid at nearly double the rate of non-allies, data shows, complicating long-held assumptions about American influence.The United States and its allies accounted for a significantly outsize share of global democratic backsliding in the last decade, according to a new analysis.American allies remain, on average, more democratic than the rest of the world. But nearly all have suffered a degree of democratic erosion since 2010, meaning that core elements like election fairness or judicial independence have weakened, and at rates far outpacing average declines among other countries.With few exceptions, U.S.-aligned countries saw almost no democratic growth in that period, even as many beyond Washington’s orbit did.The findings are reflected in data recorded by V-Dem, a Sweden-based nonprofit that tracks countries’ level of democracy across a host of indicators, and analyzed by The New York Times.The revelations cast democracy’s travails, a defining trend of the current era, in a sharp light. They suggest that much of the world’s backsliding is not imposed on democracies by foreign powers, but rather is a rot rising within the world’s most powerful network of mostly democratic alliances.In many cases, democracies like France or Slovenia saw institutions degrade, if only slightly, amid politics of backlash and distrust. In others, dictatorships like Bahrain curtailed already-modest freedoms. But, often, the trend was driven by a shift toward illiberal democracy.In that form of government, elected leaders behave more like strongmen and political institutions are eroded, but personal rights mostly remain (except, often, for minorities).U.S. allies often led this trend. Turkey, Hungary, Israel and the Philippines are all examples. A number of more established democracies have taken half-steps in their direction, too, including the United States, where voting rights, the politicization of courts, and other factors are considered cause for concern by many democracy scholars.The findings also undercut American assumptions, widely held in both parties, that U.S. power is an innately democratizing force in the world.Washington has long sold itself as a global champion for democracy. The reality has always been more complicated. But enough of its allies have moved toward that system to create an impression that American influence brings about American-style freedoms. These trends suggest that may no longer be true — if it ever was.“It would be too easy to say this can all be explained by Trump,” cautioned Seva Gunitsky, a University of Toronto political scientist who studies how great powers influence democracies. Data indicates that the trend accelerated during his presidency but predated it.Rather, scholars say this change is likely driven by longer-term forces. Declining faith in the United States as a model to aspire to. Declining faith in democracy itself, whose image has been tarnished by a series of 21st century shocks. Decades of American policy prioritizing near-term issues like counterterrorism. And growing enthusiasm for illiberal politics.With the American-aligned world now a leader in the decline of a system it once pledged to promote, Dr. Gunitsky said, “The international consensus for democratization has shifted.”Inmates in an overcrowded jail in 2016 in Quezon City, in the Philippines. President Rodrigo Duterte oversaw a brutal crackdown on drug users.Daniel Berehulak for The New York TimesA Global CrisisSince the Cold War’s end, American-aligned countries have shifted toward democracy only slowly but, until the 2010s, mostly avoided backsliding.In the 1990s, for instance, 19 allies grew more democratic, including Turkey and South Korea. Only six, like Jordan, became more autocratic, but all by very small amounts.That’s according to V-Dem’s liberal democracy index, which factors dozens of metrics into a score from 0 to 1. Its methodology is transparent and considered highly rigorous. South Korea’s, for example, rose from 0.517 to 0.768 in that decade, amid a transition to full civilian rule. Most shifts are smaller, reflecting, say, an incremental advance in press freedom or slight step back in judicial independence.During the 1990s, the United States and its allies accounted for 9 percent of the overall increases in democracy scores worldwide, according to the figures. In other words, they were responsible for 9 percent of global democratic growth. This is better than it sounds: Many were already highly democratic.Also that decade, allied countries accounted for only 5 percent of global decreases — they backslid very little.Those numbers worsened a little in the 2000s. Then, in the 2010s, they became disastrous. The U.S. and its allies accounted for only 5 percent of worldwide increases in democracy. But a staggering 36 percent of all backsliding occurred in U.S.-aligned countries.On average, allied countries saw the quality of their democracies decline by nearly double the rate of non-allies, according to V-Dem’s figures.The analysis defines “ally” as a country with which the United States has a formal or implied mutual defense commitment, of which there are 41. While “ally” could be plausibly defined in several different ways, all produce largely similar results.This shift comes amid a period of turmoil for democracy, which is retrenching worldwide.The data contradicts assumptions in Washington that this trend is driven by Russia and China, whose neighbors and partners have seen their scores change very little, or by Mr. Trump, who entered office when the shift was well underway.Rather, backsliding is endemic across emerging and even established democracies, said Staffan I. Lindberg, a University of Gothenburg political scientist who helps oversee V-Dem. And such countries tend to be American-aligned.This does not mean Washington is exactly causing their retrenchment, Dr. Lindberg stressed. But it isn’t irrelevant, either.An American flag used for a photo-op between President Biden and Mr. Erdogan at the Group of 20 summit meeting in Rome last month.Erin Schaff/The New York TimesAmerican Influence, for Better or WorseDespite decades of Cold War messaging calling American alliances a force for democratization, this has never really been true, said Thomas Carothers, who studies democracy promotion at the Carnegie Endowment for International Peace.While Washington encouraged democracy in Western Europe as an ideological counterweight to the Soviet Union, it suppressed its spread in much of the rest of the world.It backed or installed dictators, encouraged violent repression of left-wing elements, and sponsored anti-democratic armed groups. Often, this was conducted in allied countries in cooperation with the local government. The Soviets did the same.As a result, when the Cold War ended in 1989 and great power meddling receded, societies became freer to democratize and, in large numbers, they did.“A lot of people came of age in those years and thought that was normal,” Mr. Carothers said, mistaking the 1990s wave as both the natural state of things and, because the United States was global hegemon, America’s doing.“But then the war on terror hit in 2001,” he said, and Washington again pressed for pliant autocrats and curbs on democratization, this time in societies where Islam is predominant.The result has been decades of weakening the foundations of democracy in allied countries. At the same time, American-led pressures in favor of democracy have begun falling away.“Democratic hegemony is good for democratization, but not through the mechanisms that people usually think about, like democracy promotion,” said Dr. Gunitsky, the scholar of great power politics.Rather than alliances or presidents demanding that dictators liberalize, neither of which have much of a track record, he said, “The U.S. influence, where it’s strongest, is an indirect influence, as an example to emulate.”His research has found that the United States spurs democratization when other countries’ leaders, citizens or both see American-style governance as promising benefits like prosperity or freedom. Some may see adopting it, even superficially, as a way to win American support.But once-positive impressions of American democracy have been rapidly declining.“Very few in any public surveyed think American democracy is a good example for other countries to follow,” a recent Pew Research Center study found. On average, only 17 percent of people in surveyed countries called U.S. democracy worth emulating, while 23 percent said it had never offered a good example.American prosperity may no longer look so appealing either, because of growing problems, like inequality, as well as the rise of China as an alternate economic model.And awareness of the United States’ domestic problems — mass shootings, polarization, racial injustice — has greatly affected perceptions.It may be more precise to think of what’s happening now as the rise of illiberal democracy as an alternate model. That system appears to be increasingly popular. Fuller democracy, with its protections for minorities and reliance on establishment institutions, is becoming less so. But even people who want illiberal democracy for their country tend to find it unappealing in others, thanks to its nationalist tendencies. As impressions of U.S. democracy as a global model degrade, so does democracy itself.“A lot of the appeal of democracy around the world is tied to appeal of the U.S. as a regime type,” Dr. Gunitsky said. “When one of those things decline, the other will decline.” More

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    Will 2024 Be the Year American Democracy Dies?

    This article is part of the Debatable newsletter. You can sign up here to receive it on Tuesdays and Thursdays.Nearly nine months after rioters stormed the U.S. Capitol to stop the certification of the 2020 presidential election, a question still lingers over how to place it in history: Were the events of Jan. 6 the doomed conclusion of an unusually anti-democratic moment in American political life, or a preview of where the country is still heading?Richard L. Hasen, a professor at the University of California, Irvine, School of Law and an expert in election law, believes the second possibility shouldn’t be ruled out. In a paper published this month, he wrote that “The United States faces a serious risk that the 2024 presidential election, and other future U.S. elections, will not be conducted fairly, and that the candidates taking office will not reflect the free choices made by eligible voters under previously announced election rules.”It could be a bloodless coup, he warns, executed not by rioters with nooses but “lawyers in fine suits”: Between January and June, Republican-controlled legislatures passed 24 laws across 14 states to increase their control over how elections are run, stripping secretaries of state of their power and making it easier to overturn results.How much danger is American democracy really in, and what can be done to safeguard it? Here’s what people are saying.How democracy could collapse in 2024In Hasen’s view, there are three mechanisms by which the 2024 election could be overturned:State legislatures, purporting to exercise the authority of either the Constitution or an 1887 federal law called the Electoral Count Act, swapping in their own slate of electors for president, potentially with the blessing of a conservative Supreme Court and a Republican-controlled Congress.Fraudulent or suppressive election administration or vote counting by norm- or law-breaking officials.Vigilante action that prevents voting, interferes with ballot counting or interrupts the legitimate transfer of power.These mechanisms are not outside the realm of possibility:Recent reporting from Robert Costa and Bob Woodward revealed that the previous administration had a plan, hatched by the prominent conservative lawyer John Eastman, for former Vice President Pence to throw out the electoral votes of key swing states on the basis that they had competing slates of electors. Next time around, “with the right pieces in place, Trump could succeed,” the Times columnist Jamelle Bouie writes. “All he needs is a rival slate of electoral votes from contested states, state officials and state legislatures willing to intervene on his behalf, a supportive Republican majority in either house of Congress, and a sufficiently pliant Supreme Court majority.”On top of passing voting administration laws, Republicans have also recruited candidates who espouse election conspiracy theories to run for positions like secretary of state and county clerk. According to Reuters, 10 of the 15 declared Republican candidates for secretary of state in five swing states have either declared the 2020 election stolen or demanded its invalidation or investigation.Skepticism of or hostility toward election administration is widespread among Republican voters as well, 78 percent of whom still say that President Biden did not win in November. That conviction, Reuters reported in June, has sparked a nationwide intimidation campaign against election officials and their families, who continue to face threats of hanging, firing squads, torture and bomb blasts with vanishingly little help from law enforcement. One in three election officials feel unsafe because of their job and nearly one in five listed threats to their lives as a job-related concern, according to an April survey from the Brennan Center.“The stage is thus being set for chaos,” Robert Kagan argues in The Washington Post. Given a more strategically contested election, “Biden would find himself where other presidents have been — where Andrew Jackson was during the nullification crisis, or where Abraham Lincoln was after the South seceded — navigating without rules or precedents, making his own judgments about what constitutional powers he does and doesn’t have.”Some experts worry about democratic backsliding even in the event of a legitimate Republican victory in 2024, Ashley Parker reports for The Washington Post. In such a scenario, Trump or a similarly anti-democratic figure might set about remaking the political and electoral system to consolidate power.“We often think that what we should be waiting for is fascists and communists marching in the streets, but nowadays, the ways democracies often die is through legal things at the ballot box — so things that can be both legal and antidemocratic at the same time,” said Daniel Ziblatt, a Harvard political scientist. “Politicians use the letter of the law to subvert the spirit of the law.”Experts told Parker that perhaps the most proximate example is Hungary under Viktor Orban, who returned to power in 2010 after being ousted in 2002 and over the past decade has transformed the country into a soft autocracy. Admirers of the country’s government include Tucker Carlson, who in August extolled it as a model for the United States, and the high-profile Conservative Political Action Committee, which will host its next gathering in Budapest.Brian Klaas, a political scientist at University College London, believes there are many reasons — the threat of primary challenges against Republicans who defy “Stop the Steal” orthodoxy, gerrymandering, the influence of social media — that the Republican Party’s anti-democratic turn might not just continue but accelerate: “There are no countervailing forces. There’s nothing that rewards being a sober moderate who believes in democracy and tries to govern by consensus.”‘The quicksand we’re already in’Could a plan of the kind Eastman devised to manipulate the Electoral College count really have succeeded? Teri Kanefield, a lawyer, doesn’t think so. The plan was “alarming,” to be sure, but “It was never within the realm of possibility that Americans would passively tolerate” a de facto dictatorship, she writes in The Washington Post, “and at any rate, U.S. military leaders had no interest in using force to keep Trump in power, either.”The same argument could apply to the other methods of subversion Hasen outlines. After all, if Republicans feel they must change election rules to win, might they not be said to be operating from a place of weakness rather than strength? “The only person or party that attempts a coup d’état is the one that cannot win by other means,” Jack Shafer writes in Politico. “It would only inspire a counter-coup by the majority, and maybe a counter-counter coup, and a counter-counter-counter coup.”But some analysts worry that U.S. elections are already so undemocratic that an anti-democratic movement doesn’t need to subvert them. Consider, for example, that the Senate now heavily favors, more than it has before, a minority of voters controlling a majority of the seats, while the Electoral College has become more likely to deny victory to the winner of the popular vote. Conceivably, an Orban-like candidate without a popular mandate could win legitimately in 2024, without violence or fraud, and feel little need to transform these institutions much further.“As things already stand today, the Republican Party can return to power in Washington without the support of the majority of the American electorate,” Osita Nwanevu writes in The New Republic. “Democrats, by contrast, had to win more than simple majorities or pluralities to gain the power they tenuously hold now — if Joe Biden had defeated Donald Trump by any less than 3.2 points in the popular vote, he would have lost outright in November. None of this is privileged information; these and other related facts have been widely disseminated in recent years by academics, analysts, and journalists who also tend to imply, nevertheless, that an undemocratic America is merely a hypothetical looming ahead of us. It isn’t. It is the quicksand we’re already in.”What happens next? It’s up to the DemocratsThe partisan biases of the Electoral College and the Senate are not easily altered, and whether they should be is a debate all its own. But at the very least, members of Congress could act to prevent the kind of explicit subversion of existing election rules that Hasen warns of: In the House of Representatives, Democrats have passed a new voting rights act aimed at stemming the tide of restrictive new election laws from Republican state legislatures. It would reverse two Supreme Court rulings that gutted the Voting Rights Act of 1965, reviving the Justice Department’s power to bar some discriminatory election changes and easing the path to challenge others in court.In the Senate, Amy Klobuchar of Minnesota has introduced a bill that promises to “expand protections for election administrators by extending existing prohibitions on intimidating or threatening voters to include election officials engaged in the counting of ballots, canvassing, and certifying election results.”To guard against an Eastman-style plan to overturn the Electoral College vote, Congress could modernize the ambiguous Electoral Count Act that governs the counting procedure — far too ambiguously, Meredith McGehee and Elise Wirkus argue in The Hill.All of these measures would require changing the Senate filibuster, but doing so is completely within Democrats’ power, as the Times columnist Ezra Klein has noted. “In that way,” he argues, “Republicans perceive the threat correctly: A country that is far closer to being truly democratic, where the unpopularity of their ideas would expose them to punishing electoral consequences.” More

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    The Gavin Newsom Recall Is a Farce

    After a slow start, California ranks 10th in the nation for coronavirus vaccinations. It’s down to about three cases per 100,000 residents. Its economy is booming. According to Bloomberg, the state “has no peers among developed economies for expanding G.D.P., creating jobs, raising household income, manufacturing growth, investment in innovation, producing clean energy and unprecedented wealth through its stocks and bonds.” State coffers are flush: The governor’s office estimates a $76 billion budget surplus. The Legislative Analyst’s Office puts it at $38 billion. (The difference turns on the definition of the word “surplus.”) More

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    The Rest of the World Is Worried About America

    This weekend, American skies will be aflame with fireworks celebrating our legacy of freedom and democracy, even as Republican legislature after Republican legislature constricts the franchise and national Republicans have filibustered the expansive For The People Act. It will be a strange spectacle. More

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    Trump and the Republican Party's Cruel Logic

    Donald Trump has claimed credit for any number of things he benefited from but did not create, and the Republican Party’s reigning ideology is one of them: a politics of cruelty and exclusion that strategically exploits vulnerable Americans by portraying them as an existential threat, against whom acts of barbarism and disenfranchisement become not only justified but worthy of celebration. This approach has a long history in American politics. The most consistent threat to our democracy has always been the drive of some leaders to restrict its blessings to a select few.This is why Joe Biden beat Mr. Trump but has not vanquished Trumpism. Mr. Trump’s main innovation was showing Republicans how much they could get away with, from shattering migrant families and banning Muslim travelers to valorizing war crimes and denigrating African, Latino and Caribbean immigrants as being from “shithole countries.” Republicans have responded with zeal, even in the aftermath of his loss, with Republican-controlled legislatures targeting constituencies they identify either with Democrats or with the rapid cultural change that conservatives hope to arrest. The most significant for democracy, however, are the election laws designed to insulate Republican power from a diverse American majority that Republicans fear no longer supports them. The focus on Mr. Trump’s — admittedly shocking — idiosyncrasies has obscured the broader logic of this strategy.After more than a decade in which Barack Obama and Hillary Clinton provided fruitful targets for an audience fearful of cultural change, conservative media has struggled to turn the older white president who goes to Mass every Sunday into a compelling villain. Yet the apocalypse remains nigh, threatened by the presence of those Americans they consider unworthy of the name.On Fox News, hosts warn that Democrats want to “replace the current electorate” with “more obedient voters from the third world.” In outlets like National Review, columnists justify disenfranchisement of liberal constituencies on the grounds that “it would be far better if the franchise were not exercised by ignorant, civics-illiterate people.” Trumpist redoubts like the Claremont Institute publish hysterical jeremiads warning that “most people living in the United States today — certainly more than half — are not Americans in any meaningful sense of the term.”Under such an ideology, depriving certain Americans of their fundamental rights is not wrong but praiseworthy, because such people are usurpers.*The origin of this politics can arguably be found in the aftermath of the Civil War, when Radical Republicans sought to build a multiracial democracy from the ashes of the Confederacy. That effort was destroyed when white Southerners severed emancipated Black Americans from the franchise, eliminating the need to win their votes or respect their rights. The founders had embedded protections for slavery in the Constitution, but it was only after the abolition war, during what the historian Eric Foner calls the Second Founding, that nonracial citizenship became possible.The former Confederates had failed to build a slave empire, but they would not accept the demise of white man’s government. As the former Confederate general and subsequent six-term senator from Alabama John T. Morgan wrote in 1890, democratic sovereignty in America was conferred upon “qualified voters,” and Black men, whom he accused of “hatred and ill will toward their former owners,” did not qualify and were destroying democracy by their mere participation. Disenfranchising them, therefore, was not merely justified but an act of self-defense protecting democracy against “Negro domination.”In order to wield power as they wanted, without having to appeal to Black men for their votes, the Democratic Party and its paramilitary allies adopted a theory of liberty and democracy premised on exclusion. Such a politics must constantly maintain the ramparts between the despised and the elevated. This requires fresh acts of cruelty not only to remind everyone of their proper place but also to sustain the sense of impending doom that justifies these acts.As the historian C. Vann Woodward wrote, years after the end of Reconstruction, Southern Democrats engaged in “intensive propaganda of white supremacy, Negrophobia and race chauvinism” to purge Black men from politics forever, shattering emerging alliances between white and Black workers. This was ruthless opportunism, but it also forged a community defined by the color line and destroyed one that might have transcended it.The Radical Republicans believed the ballot would be the ultimate defense against white supremacy. The reverse was also true: Severed from that defense, Black voters were disarmed. Without Black votes at stake, the party of Lincoln was no longer motivated to defend Black rights.*Contemporary Republicans are far less violent and racist than the Democrats of the Reconstruction era and the Gilded Age. But they have nevertheless adopted the same political logic, that the victories of the rival party are illegitimate, wrought by fraud, coercion or the support of ignorant voters who are not truly American. It is no coincidence that Mr. Obama’s rise to power began with a lyrical tribute to all that red and blue states had in common and that Mr. Trump’s began with him saying Mr. Obama was born in Kenya.In this environment, cruelty — in the form of demonizing religious and ethnic minorities as terrorists, criminals and invaders — is an effective political tool for crushing one’s enemies as well as for cultivating a community that conceives of fellow citizens as a threat, resident foreigners attempting to supplant “real” Americans. For those who believe this, it is no violation of American or democratic principles to disenfranchise, marginalize and dispossess those who never should have had such rights to begin with, people you are convinced want to destroy you.Their conviction in this illegitimacy is intimately tied to the Democratic Party’s reliance on Black votes. As Mr. Trump announced in November, “Detroit and Philadelphia — known as two of the most corrupt political places anywhere in our country, easily — cannot be responsible for engineering the outcome of a presidential race.” The Republican Party maintains this conviction despite Mr. Trump’s meaningful gains among voters of color in 2020.Even as Republicans seek to engineer state and local election rules in their favor, they accuse the Democrats of attempting to rig elections by ensuring the ballot is protected. Senator Ted Cruz of Texas, who encouraged the mob that attacked the Capitol on Jan. 6 with his claims that the 2020 election had been stolen, tells brazen falsehoods proclaiming that voting rights measures will “register millions of illegal aliens to vote” and describes them as “Jim Crow 2.0.”But there are no Democratic proposals to disenfranchise Republicans. There are no plans to deny gun owners the ballot, to disenfranchise white men without a college education, to consolidate rural precincts to make them unreachable. This is not because Democrats or liberals are inherently less cruel. It is because parties reliant on diverse coalitions to wield power will seek to win votes rather than suppress them.These kinds of falsehoods cannot be contested on factual grounds because they represent ideological beliefs about who is American and who is not and therefore who can legitimately wield power. The current Democratic administration is as illegitimate to much of the Republican base as the Reconstruction governments were to Morgan.*This brand of white identity politics can be defeated. In the 1930s, a coalition of labor unions, urban liberals and Northern Black voters turned the Democratic Party from one of the nation’s oldest white supremacist political institutions — an incubator of terrorists and bandits, united by stunning acts of racist cruelty against Black Americans in the South — into the party of civil rights. This did not happen because Democratic Party leaders picked up tomes on racial justice, embraced jargon favored by liberal academics or were struck by divine light. It happened because an increasingly diverse constituency, one they were reliant on to wield power, forced them to.That realignment shattered the one-party system of the Jim Crow South and ushered in America’s fragile experiment in multiracial democracy since 1965. The lesson is that politicians change when their means of holding power change and even the most authoritarian political organization can become devoted to democracy if forced to.With their fragile governing trifecta, Democrats have a brief chance to make structural changes that would even the playing field and help push Republicans to reach beyond their hard-core base to wield power, like adding states to the union, repairing the holes the Supreme Court under Chief Justice John Roberts blew in the Voting Rights Act, preventing state governments from subverting election results and ending partisan control over redistricting. Legislation like the PRO Act would spur unionization and the cross-racial working-class solidarity that comes with it. Such reforms would make Republican efforts to restrict the electorate less appealing and effective and pressure the party to cease its radicalization against democracy.We know this can work because of the lessons of not only history but also the present: In states like Maryland and Massachusetts, where the politics of cruelty toward the usual targets of Trumpist vitriol would be self-sabotaging, Republican politicians choose a different path.The ultimate significance of the Trump era in American history is still being written. If Democrats fail to act in the face of Republican efforts to insulate their power from voters, they will find themselves attempting to compete for an unrepresentative slice of the electorate, leaving the vulnerable constituencies on whom they currently rely without effective representation and democratic means of self-defense that the ballot provides.As long as Republicans are able to maintain a system in which they can rely on the politics of white identity, as the Democratic Party once did, their politics will revolve around cruelty, rooted in attempts to legislate their opponents out of existence or to use the state to crush communities associated with them. Americans will always have strong disagreements about matters such as the role of the state, the correct approach to immigration and the place of religion in public life. But the only way to diminish the politics of cruelty is to make them less rewarding.Adam Serwer (@AdamSerwer) is a staff writer at The Atlantic and the author of the forthcoming “The Cruelty Is the Point: The Past, Present and Future of Trump’s America.”The Times is committed to publishing a diversity of letters to the editor. We’d like to hear what you think about this or any of our articles. Here are some tips. And here’s our email: letters@nytimes.com.Follow The New York Times Opinion section on Facebook, Twitter (@NYTopinion) and Instagram. More

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    Daniel Ortega, el hijo de Somoza

    En solo unos días, han sido detenidos líderes de la oposición en Nicaragua. ¿Acaso la diplomacia puede hacer algo eficaz para detener a un líder que ha decidido convertirse en dictador?El 17 de julio de 1979, el dictador Anastasio Somoza Debayle abandonó definitivamente Nicaragua. Esa fecha —conocida como el Día de la Alegría— parecía cerrar definitivamente una etapa terrible y sangrienta en la historia del país centroamericano. Tras años de lucha, en múltiples frentes, el pueblo había conquistado la libertad y podía comenzar a construir una vida en democracia. Daniel Ortega Saavedra, el comandante del ejército rebelde de 33 años, era uno de los líderes fundamentales de esa revolución. Cuatro décadas después, sin embargo, se convirtió en lo que ayudó a derrotar: es el nuevo Somoza que ahora oprime salvajemente a Nicaragua.Una de las de características del reciente autoritarismo latinoamericano es el descaro, la falta de pudor. Se comporta de manera obscena, con absoluta tranquilidad. Esta semana, en Nicaragua, han sido detenidos cinco líderes de la oposición, cuatro de ellos posibles adversarios a Ortega en las elecciones presidenciales de noviembre. No se trata solo de una estrategia de fuerza, de control interno, también hay un mensaje desafiante hacia el exterior: Ortega actúa con arrogante impunidad, como si la reacción de la comunidad internacional no le preocupara demasiado. Habiendo pasado el tiempo de las invasiones, ¿acaso la diplomacia puede hacer algo eficaz por detenerlo?Conocí a Daniel Ortega en una visita que hizo a Venezuela, buscando fondos para apoyar la lucha contra Somoza. Yo tenía 18 años y formaba parte de una brigada de solidaridad con Nicaragua en la ciudad de Barquisimeto. Ahí, un grupo de jóvenes nos reunimos una noche con el comandante guerrillero. Era un hombre sencillo, sin pretensiones personales, se expresaba siempre de manera directa. Nos habló de la guerra en Nicaragua pero, también, de la necesaria batalla en el exterior, de la imprescindible ayuda de los otros países de la región para lograr la caída de la dictadura de Somoza. Hoy todo es tan distinto y tan igual que la historia parece un relato absurdo.Tras la victoria de la revolución en 1979, Daniel Ortega y el Frente Sandinista de Liberación Nacional gobernaron el país hasta 1990, cuando perdieron las elecciones frente a Violeta Chamorro.Década y media pasó Daniel Ortega en la oposición hasta que logró ganar las elecciones con un mínimo margen y regresar al poder en 2007. A partir de ese momento, con la ayuda de los petrodólares venezolanos (entre 2008 y 2016, recibió alrededor de 500 millones de dólares anuales de manos del chavismo), comenzó a construir y a desarrollar un proyecto autoritario, destinado a ocupar los espacios de poder y a eliminar la institucionalidad, a someter a la sociedad civil y a garantizar su permanencia indefinida al frente del gobierno.Es un proceso que, con sus diferencias y atendiendo a sus circunstancias particulares, sigue un libreto similar al aplicado por el chavismo en Venezuela. Tiene grandes visos de nepotismo, ha secuestrado y socavado la autonomía de los poderes, limita a la prensa independiente, controla el aparato de justicia, los órganos electorales, el ejército. Es un modelo que permite que Ortega pueda reelegirse de manera ilimitada mientras sus adversarios —de forma ilegal— son inhabilitados, suspendidos o encarcelados.La crisis que comenzó en 2018, que tienen en las protestas estudiantiles un protagonista esencial, han mostrado cuán dispuesto está Ortega a emular a Anastasio Somoza. La represión, las detenciones ilegales, los juicios fraudulentos, las denuncias de tortura, el acoso más feroz a la prensa y la persecución política cada vez más implacable dibujan un cuadro crucial de violación permanente a los derechos humanos. Tampoco los diversos intentos de diálogos han logrado prosperar. El país, sin duda, está ante el peor escenario para que se puedan dar unas elecciones libres. Sergio Ramírez, extraordinario escritor y figura emblemática de la lucha contra Somoza y de la Revolución sandinista, retrata así el panorama: “El Estado de derecho dejó de existir en Nicaragua. Lo demás es ficción y remedo”.Frente la avanzada autoritaria, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos ha sancionado a tres funcionarios cercanos a Ortega y a su propia hija. Ya antes, tanto Estados Unidos como la Unión Europea, Canadá y el Reino Unido han puesto en vigencia medidas coercitivas contra el gobernante nicaragüense. También esta semana, António Guterres, secretario general de la ONU, instó a Ortega a liberar a los líderes opositores y a recuperar la credibilidad en la democracia en su país. Todas estas posturas y declaraciones, sin embargo, son cada vez más inocuas frente al desparpajo con el que actúa el poder en Nicaragua. Parecen una representación lejana en el aire, mientras los ciudadanos están cada vez más indefensos y acorralados. “Somos rehenes de la dictadura”, define acertadamente el periodista nicaragüense Carlos Fernando Chamorro.Parece evidente, al menos en la región, que urge reinventar la diplomacia. Las experiencias de Cuba, de Venezuela, ahora de Nicaragua, son más que elocuentes. Ni las sanciones económicas ni las presiones más formales, por separado o en conjunto, parecen haber tenido resultados medianamente palpables. Tampoco los organismos multilaterales o los bloques de varios países han conseguido en la mayoría de los casos alguna consecuencia positiva. El autoritarismo no solo sigue obrando a sus anchas, institucionalizando su violencia, sino que además avanza sin miramientos tratando de legitimar hoy en día las antiguas formas de tiranía militar del siglo XX latinoamericano.Hay que crear un tipo de relaciones internacionales distintas, que no terminen atrapadas entre una imposible invasión militar o la lentitud de la burocracia de las asociaciones o grupos multilaterales. Tiene que haber una manera de inventar nuevos mecanismos, pactos diferentes, que permitan otras alternativas de intervención regional que —al igual que en el siglo XX— apoyen a las ciudadanías y frenen el avance autoritario en la región.Para todo esto, es necesario comenzar a despolarizar los conflictos. No estamos ante un debate entre ideologías sino ante una pugna entre el despotismo y la democracia. En distintos niveles y en coyunturas diferentes, lo que está en riesgo es lo mismo. No importa si el gobernante se llama Nayib Bukele o Daniel Ortega. Si se define como liberal o como socialista. Lo que importa es el poder de los ciudadanos, la independencia de las instituciones, la libertad y la alternancia política. El caso de Nicaragua, en ese sentido, es proverbial: un mismo actor ha elegido jugar papeles opuestos. Quien enarboló las banderas contra la dictadura y se proclamó un orgulloso “hijo de Sandino” es hoy, por el contrario, el más perfecto y genuino hijo de Somoza.Alberto Barrera Tyszka (@Barreratyszka) es escritor venezolano. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan. More

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    López Obrador, pese a todo

    CIUDAD DE MÉXICO — México parece estar habitado exclusivamente por dos tipos de seres humanos, los que odian a su presidente y los que lo aman.El propio Andrés Manuel López Obrador luce fascinado con los sentimientos encontrados que provoca. Él mismo ha alimentado la polarización con su frase: “O se está con la transformación o se está en contra de la transformación del país”, sin admitir medias tintas. Y todos los días el mandatario convierte sus conferencias de prensa matutinas en arena de confrontación, señalando adversarios y construyendo el campo de batalla verbal para las siguientes 24 horas.Pero no se trata de una polarización artificial. Hace buen rato que México dejó de ser una sociedad para convertirse en dos países, por así decirlo, con una difícil convivencia en las zonas en que se traslapan. Las dos partes están genuinamente convencidas de que su idea de país es la que más conviene a México. Y tienen razón, salvo que cada cual habla de un país distinto al que la otra parte tiene en la cabeza.Este domingo, en las elecciones intermedias, habrán de confrontarse estas dos visiones en una especie de plebiscito a mitad del gobierno de López Obrador. Si bien su partido, Morena, llega con amplia ventaja en la intención de voto, no está claro que pueda conseguir la mayoría calificada en el poder legislativo que le permitiría hacer cambios en la Constitución sin necesidad de negociar con la oposición. Algunos consideran que darle ese poder a un presidente al que acusan de autoritario, pondría en riesgo a la democracia mexicana. Los obradoristas, por su parte, están convencidos de que el control del Congreso es necesario para destrabar los obstáculos interpuestos por los políticos y los grupos económicos contra la posibilidad de un cambio en favor de los pobres.Creo que hay un punto medio. Aunque estoy en desacuerdo con algunos modos y acciones de López Obrador —como el estilo personalista y los beneficios que le ha dado al ejército mexicano—, creo que su proyecto político, pese a todo, sigue siendo un legítimo intento de darle representatividad al México rural y menos favorecido por más de tres décadas de un modelo económico que los excluyó ensanchado las brechas de la desigualdad.Esta disparidad amenaza el tejido social mismo de la nación. Por razones éticas pero también por prudencia política, resulta urgente conjurar los riesgos de inestabilidad social que deriva de la difícil convivencia de estos dos Méxicos. Y dado que la oposición hasta ahora ha sido incapaz de ofrecer una alternativa a este problema, estoy convencido de que López Obrador es la única opción viable para evitar la desesperanza de las mayorías y lo que podría entrañar.Nada ejemplifica mejor la noción de estos dos Méxicos: el 56 por ciento de la población laboralmente activa trabaja en el sector informal, no es reconocida en su propio país y carece de seguridad social. Es una proporción que ha crecido a lo largo del tiempo; no se trata de un anacronismo que vaya a desaparecer con el desarrollo, sino que es producto de este tipo de desarrollo. El sistema ha sido incapaz de ofrecer una alternativa para sustentar a su población.Para entender el respaldo de la mayoría de los mexicanos en la mitad del sexenio, hay que regresar a uno de los hitos del México contemporáneo. A principios de los años noventa del siglo pasado, el presidente Carlos Salinas de Gortari propuso una apuesta ambiciosa y provocadora: firmar el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, privatizar la economía y confiar en las fuerzas del mercado para modernizar al país. La premisa tenía lógica: priorizar a los sectores y regiones punta de la economía equivalía a apostar por una locomotora poderosa capaz de arrastrar a todo el tren, incluidos los vagones más atrasados.Pero algo falló en esta apuesta. En los últimos treinta años el promedio de crecimiento de México ha sido de alrededor del 2,2 por ciento anual y con enormes disparidades internas (las diez personas más ricas de México acumulan la misma riqueza que el 50 por ciento más pobre del país, según un reporte de 2018 de Oxfam).Salinas fue incapaz de subordinar a las élites privilegiadas o no quiso hacerlo, y terminó con una apertura tropicalizada, con monopolios locales protegidos, prebendas y márgenes de utilidad extraordinarios derivados de la corrupción y la ineficiencia. El fenómeno provocó una sensación de prosperidad en unos vagones pero fue incapaz de arrastrar al país en su conjunto.En términos políticos sucedió algo similar. En los últimos treinta años México modernizó su sistema electoral y construyó instituciones democráticas, para favorecer la competencia, la transparencia y el equilibrio de poderes. Otra vez, una modernización que parecía tener sentido para una porción de mexicanos, pero con escaso efecto para quienes quedaban atrás.Para muchos, democracia solo es una palabra esgrimida en las elecciones y en el discurso de gobernantes que se han enriquecido a costa del erario. Según Latinobarómetro, en México apenas el 15,7 por ciento de los entrevistados dijeron estar satisfechos con la democracia y es uno de los países del continente con menor confianza en su sistema de gobierno.En 2018, cuando López Obrador se lanzó por tercera vez a la presidencia, la indignación y la rabia de ese México profundo parecían haber llegado a un límite. Los signos de descontento eran visibles: desaprobación a niveles históricos del desempeño del gobierno y, ante el abandono estatal, algunas comunidades empezaron a hacer justicia por mano propia. López Obrador ofreció una vía política electoral para esa crispación y obtuvo el triunfo con más del 50 por ciento de los votos.Desde entonces ha intentado gobernar en beneficio de ese México sumergido. Aumentó el salario mínimo, estableció —según declaraciones de su gobierno— transferencias sociales directas por alrededor de 33.000 millones de dólares anuales a grupos desfavorecidos e instrumentó ambiciosos proyectos para las regiones tradicionalmente obviadas por los gobiernos centrales, como el sureste del país, con los controversiales Tren Maya o la refinería Dos Bocas.Muchos califican su estilo de gobierno y sus proyectos sociales y económicos de rústicos y premodernos. Su afán de hacerse un espacio entre otros poderes bordea el límite de lo permitido por la ley, como cuando ataca a la prensa independiente. El pequeño porcentaje de la población que prosperó en estas décadas tiene razones para estar irritada o preocupada. Y, sin embargo, en casi tres años las sacudidas han sido más verbales que efectivas.AMLO no ha sido el ogro de extrema izquierda al que muchos temían. Pese a su verbo radical, la política financiera de su gobierno es prácticamente neoliberal: aversión al endeudamiento, control de la inflación, austeridad y equilibrio en el gasto público, rechazo a expropiaciones al sector privado o a la movilización de masas en contra de sus rivales.Durante la pandemia, su gobierno repartió un millón de ayudas y microcréditos de aproximadamente mil dólares con bajo interés a pequeñas empresas, pero en conjunto el presidente fue duramente criticado por todo el espectro político por su negativa a expandir el gasto fiscal para contrarrestar el impacto de la covid en el empleo y ayudar a quienes no se benefician de sus programas sociales. Con todo, es un político menos radical de lo que se le acusa y más responsable de la cosa pública de lo que se le reconoce.El 61 por ciento de la población que lo apoya, perteneciente a los sectores que más razones tienen para estar descontentos con el sistema, asume que quien habita en el Palacio Nacional habla en su nombre y opera en su beneficio. El presidente no es una amenaza para México, como dicen sus adversarios, pero sí lo es la inconformidad social que lo hizo presidente.Neutralizarlo, sin resolver el problema, es el verdadero peligro para todos. El divorcio de los dos Méxicos requiere reparación, hacer una pausa para voltear a ver a los dejados atrás, volver a enganchar los trenes y asegurar que en él viajamos todos. En este momento, solo López Obrador, pese a todo, está en condiciones de ofrecer esa posibilidad a los ciudadanos. El próximo domingo sabremos cuántos de ellos están de acuerdo.Jorge Zepeda Patterson es analista político, con estudios de doctorado de Ciencias Políticas de la Sorbona de París. Fundó el diario digital SinEmbargo y ha dirigido medios locales. Es autor, entre otros libros, de Los amos de México. More