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    Daniel Ortega, el hijo de Somoza

    En solo unos días, han sido detenidos líderes de la oposición en Nicaragua. ¿Acaso la diplomacia puede hacer algo eficaz para detener a un líder que ha decidido convertirse en dictador?El 17 de julio de 1979, el dictador Anastasio Somoza Debayle abandonó definitivamente Nicaragua. Esa fecha —conocida como el Día de la Alegría— parecía cerrar definitivamente una etapa terrible y sangrienta en la historia del país centroamericano. Tras años de lucha, en múltiples frentes, el pueblo había conquistado la libertad y podía comenzar a construir una vida en democracia. Daniel Ortega Saavedra, el comandante del ejército rebelde de 33 años, era uno de los líderes fundamentales de esa revolución. Cuatro décadas después, sin embargo, se convirtió en lo que ayudó a derrotar: es el nuevo Somoza que ahora oprime salvajemente a Nicaragua.Una de las de características del reciente autoritarismo latinoamericano es el descaro, la falta de pudor. Se comporta de manera obscena, con absoluta tranquilidad. Esta semana, en Nicaragua, han sido detenidos cinco líderes de la oposición, cuatro de ellos posibles adversarios a Ortega en las elecciones presidenciales de noviembre. No se trata solo de una estrategia de fuerza, de control interno, también hay un mensaje desafiante hacia el exterior: Ortega actúa con arrogante impunidad, como si la reacción de la comunidad internacional no le preocupara demasiado. Habiendo pasado el tiempo de las invasiones, ¿acaso la diplomacia puede hacer algo eficaz por detenerlo?Conocí a Daniel Ortega en una visita que hizo a Venezuela, buscando fondos para apoyar la lucha contra Somoza. Yo tenía 18 años y formaba parte de una brigada de solidaridad con Nicaragua en la ciudad de Barquisimeto. Ahí, un grupo de jóvenes nos reunimos una noche con el comandante guerrillero. Era un hombre sencillo, sin pretensiones personales, se expresaba siempre de manera directa. Nos habló de la guerra en Nicaragua pero, también, de la necesaria batalla en el exterior, de la imprescindible ayuda de los otros países de la región para lograr la caída de la dictadura de Somoza. Hoy todo es tan distinto y tan igual que la historia parece un relato absurdo.Tras la victoria de la revolución en 1979, Daniel Ortega y el Frente Sandinista de Liberación Nacional gobernaron el país hasta 1990, cuando perdieron las elecciones frente a Violeta Chamorro.Década y media pasó Daniel Ortega en la oposición hasta que logró ganar las elecciones con un mínimo margen y regresar al poder en 2007. A partir de ese momento, con la ayuda de los petrodólares venezolanos (entre 2008 y 2016, recibió alrededor de 500 millones de dólares anuales de manos del chavismo), comenzó a construir y a desarrollar un proyecto autoritario, destinado a ocupar los espacios de poder y a eliminar la institucionalidad, a someter a la sociedad civil y a garantizar su permanencia indefinida al frente del gobierno.Es un proceso que, con sus diferencias y atendiendo a sus circunstancias particulares, sigue un libreto similar al aplicado por el chavismo en Venezuela. Tiene grandes visos de nepotismo, ha secuestrado y socavado la autonomía de los poderes, limita a la prensa independiente, controla el aparato de justicia, los órganos electorales, el ejército. Es un modelo que permite que Ortega pueda reelegirse de manera ilimitada mientras sus adversarios —de forma ilegal— son inhabilitados, suspendidos o encarcelados.La crisis que comenzó en 2018, que tienen en las protestas estudiantiles un protagonista esencial, han mostrado cuán dispuesto está Ortega a emular a Anastasio Somoza. La represión, las detenciones ilegales, los juicios fraudulentos, las denuncias de tortura, el acoso más feroz a la prensa y la persecución política cada vez más implacable dibujan un cuadro crucial de violación permanente a los derechos humanos. Tampoco los diversos intentos de diálogos han logrado prosperar. El país, sin duda, está ante el peor escenario para que se puedan dar unas elecciones libres. Sergio Ramírez, extraordinario escritor y figura emblemática de la lucha contra Somoza y de la Revolución sandinista, retrata así el panorama: “El Estado de derecho dejó de existir en Nicaragua. Lo demás es ficción y remedo”.Frente la avanzada autoritaria, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos ha sancionado a tres funcionarios cercanos a Ortega y a su propia hija. Ya antes, tanto Estados Unidos como la Unión Europea, Canadá y el Reino Unido han puesto en vigencia medidas coercitivas contra el gobernante nicaragüense. También esta semana, António Guterres, secretario general de la ONU, instó a Ortega a liberar a los líderes opositores y a recuperar la credibilidad en la democracia en su país. Todas estas posturas y declaraciones, sin embargo, son cada vez más inocuas frente al desparpajo con el que actúa el poder en Nicaragua. Parecen una representación lejana en el aire, mientras los ciudadanos están cada vez más indefensos y acorralados. “Somos rehenes de la dictadura”, define acertadamente el periodista nicaragüense Carlos Fernando Chamorro.Parece evidente, al menos en la región, que urge reinventar la diplomacia. Las experiencias de Cuba, de Venezuela, ahora de Nicaragua, son más que elocuentes. Ni las sanciones económicas ni las presiones más formales, por separado o en conjunto, parecen haber tenido resultados medianamente palpables. Tampoco los organismos multilaterales o los bloques de varios países han conseguido en la mayoría de los casos alguna consecuencia positiva. El autoritarismo no solo sigue obrando a sus anchas, institucionalizando su violencia, sino que además avanza sin miramientos tratando de legitimar hoy en día las antiguas formas de tiranía militar del siglo XX latinoamericano.Hay que crear un tipo de relaciones internacionales distintas, que no terminen atrapadas entre una imposible invasión militar o la lentitud de la burocracia de las asociaciones o grupos multilaterales. Tiene que haber una manera de inventar nuevos mecanismos, pactos diferentes, que permitan otras alternativas de intervención regional que —al igual que en el siglo XX— apoyen a las ciudadanías y frenen el avance autoritario en la región.Para todo esto, es necesario comenzar a despolarizar los conflictos. No estamos ante un debate entre ideologías sino ante una pugna entre el despotismo y la democracia. En distintos niveles y en coyunturas diferentes, lo que está en riesgo es lo mismo. No importa si el gobernante se llama Nayib Bukele o Daniel Ortega. Si se define como liberal o como socialista. Lo que importa es el poder de los ciudadanos, la independencia de las instituciones, la libertad y la alternancia política. El caso de Nicaragua, en ese sentido, es proverbial: un mismo actor ha elegido jugar papeles opuestos. Quien enarboló las banderas contra la dictadura y se proclamó un orgulloso “hijo de Sandino” es hoy, por el contrario, el más perfecto y genuino hijo de Somoza.Alberto Barrera Tyszka (@Barreratyszka) es escritor venezolano. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan. More

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    López Obrador, pese a todo

    CIUDAD DE MÉXICO — México parece estar habitado exclusivamente por dos tipos de seres humanos, los que odian a su presidente y los que lo aman.El propio Andrés Manuel López Obrador luce fascinado con los sentimientos encontrados que provoca. Él mismo ha alimentado la polarización con su frase: “O se está con la transformación o se está en contra de la transformación del país”, sin admitir medias tintas. Y todos los días el mandatario convierte sus conferencias de prensa matutinas en arena de confrontación, señalando adversarios y construyendo el campo de batalla verbal para las siguientes 24 horas.Pero no se trata de una polarización artificial. Hace buen rato que México dejó de ser una sociedad para convertirse en dos países, por así decirlo, con una difícil convivencia en las zonas en que se traslapan. Las dos partes están genuinamente convencidas de que su idea de país es la que más conviene a México. Y tienen razón, salvo que cada cual habla de un país distinto al que la otra parte tiene en la cabeza.Este domingo, en las elecciones intermedias, habrán de confrontarse estas dos visiones en una especie de plebiscito a mitad del gobierno de López Obrador. Si bien su partido, Morena, llega con amplia ventaja en la intención de voto, no está claro que pueda conseguir la mayoría calificada en el poder legislativo que le permitiría hacer cambios en la Constitución sin necesidad de negociar con la oposición. Algunos consideran que darle ese poder a un presidente al que acusan de autoritario, pondría en riesgo a la democracia mexicana. Los obradoristas, por su parte, están convencidos de que el control del Congreso es necesario para destrabar los obstáculos interpuestos por los políticos y los grupos económicos contra la posibilidad de un cambio en favor de los pobres.Creo que hay un punto medio. Aunque estoy en desacuerdo con algunos modos y acciones de López Obrador —como el estilo personalista y los beneficios que le ha dado al ejército mexicano—, creo que su proyecto político, pese a todo, sigue siendo un legítimo intento de darle representatividad al México rural y menos favorecido por más de tres décadas de un modelo económico que los excluyó ensanchado las brechas de la desigualdad.Esta disparidad amenaza el tejido social mismo de la nación. Por razones éticas pero también por prudencia política, resulta urgente conjurar los riesgos de inestabilidad social que deriva de la difícil convivencia de estos dos Méxicos. Y dado que la oposición hasta ahora ha sido incapaz de ofrecer una alternativa a este problema, estoy convencido de que López Obrador es la única opción viable para evitar la desesperanza de las mayorías y lo que podría entrañar.Nada ejemplifica mejor la noción de estos dos Méxicos: el 56 por ciento de la población laboralmente activa trabaja en el sector informal, no es reconocida en su propio país y carece de seguridad social. Es una proporción que ha crecido a lo largo del tiempo; no se trata de un anacronismo que vaya a desaparecer con el desarrollo, sino que es producto de este tipo de desarrollo. El sistema ha sido incapaz de ofrecer una alternativa para sustentar a su población.Para entender el respaldo de la mayoría de los mexicanos en la mitad del sexenio, hay que regresar a uno de los hitos del México contemporáneo. A principios de los años noventa del siglo pasado, el presidente Carlos Salinas de Gortari propuso una apuesta ambiciosa y provocadora: firmar el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, privatizar la economía y confiar en las fuerzas del mercado para modernizar al país. La premisa tenía lógica: priorizar a los sectores y regiones punta de la economía equivalía a apostar por una locomotora poderosa capaz de arrastrar a todo el tren, incluidos los vagones más atrasados.Pero algo falló en esta apuesta. En los últimos treinta años el promedio de crecimiento de México ha sido de alrededor del 2,2 por ciento anual y con enormes disparidades internas (las diez personas más ricas de México acumulan la misma riqueza que el 50 por ciento más pobre del país, según un reporte de 2018 de Oxfam).Salinas fue incapaz de subordinar a las élites privilegiadas o no quiso hacerlo, y terminó con una apertura tropicalizada, con monopolios locales protegidos, prebendas y márgenes de utilidad extraordinarios derivados de la corrupción y la ineficiencia. El fenómeno provocó una sensación de prosperidad en unos vagones pero fue incapaz de arrastrar al país en su conjunto.En términos políticos sucedió algo similar. En los últimos treinta años México modernizó su sistema electoral y construyó instituciones democráticas, para favorecer la competencia, la transparencia y el equilibrio de poderes. Otra vez, una modernización que parecía tener sentido para una porción de mexicanos, pero con escaso efecto para quienes quedaban atrás.Para muchos, democracia solo es una palabra esgrimida en las elecciones y en el discurso de gobernantes que se han enriquecido a costa del erario. Según Latinobarómetro, en México apenas el 15,7 por ciento de los entrevistados dijeron estar satisfechos con la democracia y es uno de los países del continente con menor confianza en su sistema de gobierno.En 2018, cuando López Obrador se lanzó por tercera vez a la presidencia, la indignación y la rabia de ese México profundo parecían haber llegado a un límite. Los signos de descontento eran visibles: desaprobación a niveles históricos del desempeño del gobierno y, ante el abandono estatal, algunas comunidades empezaron a hacer justicia por mano propia. López Obrador ofreció una vía política electoral para esa crispación y obtuvo el triunfo con más del 50 por ciento de los votos.Desde entonces ha intentado gobernar en beneficio de ese México sumergido. Aumentó el salario mínimo, estableció —según declaraciones de su gobierno— transferencias sociales directas por alrededor de 33.000 millones de dólares anuales a grupos desfavorecidos e instrumentó ambiciosos proyectos para las regiones tradicionalmente obviadas por los gobiernos centrales, como el sureste del país, con los controversiales Tren Maya o la refinería Dos Bocas.Muchos califican su estilo de gobierno y sus proyectos sociales y económicos de rústicos y premodernos. Su afán de hacerse un espacio entre otros poderes bordea el límite de lo permitido por la ley, como cuando ataca a la prensa independiente. El pequeño porcentaje de la población que prosperó en estas décadas tiene razones para estar irritada o preocupada. Y, sin embargo, en casi tres años las sacudidas han sido más verbales que efectivas.AMLO no ha sido el ogro de extrema izquierda al que muchos temían. Pese a su verbo radical, la política financiera de su gobierno es prácticamente neoliberal: aversión al endeudamiento, control de la inflación, austeridad y equilibrio en el gasto público, rechazo a expropiaciones al sector privado o a la movilización de masas en contra de sus rivales.Durante la pandemia, su gobierno repartió un millón de ayudas y microcréditos de aproximadamente mil dólares con bajo interés a pequeñas empresas, pero en conjunto el presidente fue duramente criticado por todo el espectro político por su negativa a expandir el gasto fiscal para contrarrestar el impacto de la covid en el empleo y ayudar a quienes no se benefician de sus programas sociales. Con todo, es un político menos radical de lo que se le acusa y más responsable de la cosa pública de lo que se le reconoce.El 61 por ciento de la población que lo apoya, perteneciente a los sectores que más razones tienen para estar descontentos con el sistema, asume que quien habita en el Palacio Nacional habla en su nombre y opera en su beneficio. El presidente no es una amenaza para México, como dicen sus adversarios, pero sí lo es la inconformidad social que lo hizo presidente.Neutralizarlo, sin resolver el problema, es el verdadero peligro para todos. El divorcio de los dos Méxicos requiere reparación, hacer una pausa para voltear a ver a los dejados atrás, volver a enganchar los trenes y asegurar que en él viajamos todos. En este momento, solo López Obrador, pese a todo, está en condiciones de ofrecer esa posibilidad a los ciudadanos. El próximo domingo sabremos cuántos de ellos están de acuerdo.Jorge Zepeda Patterson es analista político, con estudios de doctorado de Ciencias Políticas de la Sorbona de París. Fundó el diario digital SinEmbargo y ha dirigido medios locales. Es autor, entre otros libros, de Los amos de México. More

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    Venezuela: el largo retorno a la negociación

    Con la designación de nuevas autoridades electorales, Venezuela inicia, otra vez, la posibilidad de una negociación para salir de la crisis.Los planes opositores —desde la imposición de un gobierno interino hasta una supuesta implosión dentro del sector militar, pasando por la fantasía de una invasión desde Estados Unidos comandada por Donald Trump— fracasaron rotundamente. Y las maniobras del chavismo por conseguir alguna mínima legitimidad internacional y por lograr eliminar las sanciones internacionales al régimen no han tenido ningún éxito. Ambos bandos, nuevamente, están obligados a regresar a lo que detestan: reconocerse y tratar de llegar a un acuerdo.Las dudas, entonces, vuelven a dar vueltas en el aire: ¿Es posible, acaso, confiar en el chavismo, que ha desarrollado un modelo autoritario y ha demostrado que solo usa la negociación para ganar tiempo y buscar legitimidad? ¿Es posible confiar en una oposición dividida, con planes muy diversos, que ya ha demostrado que no es capaz de negociar ni siquiera consigo misma? En ambos casos, la respuesta es no.Quizás ninguno de los dos lados entiende algo indispensable: sobre la mesa de negociación no están las intenciones. La confianza no se debe poner en lo que piensa o en lo que desea cada bando sino en los acuerdos concretos que se establezcan para mejorar, aunque sea poco, las condiciones de los venezolanos; y en los procedimientos y en las garantías que haya para que estos acuerdos se cumplan. No es lo ideal. Es lo posible.Una de las consecuencias más peligrosas y nefastas de la polarización política es el purismo moral: el proceso que sacraliza la propia opción política convirtiendo cualquier postura diferente en una suerte de pecado ético, de enfermedad social. Tanto el chavismo como la oposición hablan desde el “lado correcto de la historia”, se proclaman y declaran como estandartes de verdades inamovibles, como destinos religiosos. Desde estas perspectivas, obviamente, cualquier tipo de acuerdo con un adversario solo es una forma de traición.Pensar que la única negociación posible implica la salida de Nicolás Maduro de la presidencia y la renuncia del chavismo a todas sus cuotas de poder es tan ingenuo e irreal como, del otro lado, proponer como condiciones para la negociación el levantamiento inmediato de las sanciones sobre Venezuela y el reconocimiento internacional de los poderes ilegalmente constituidos. Hay que comenzar por cambiar el punto de partida. “Todavía ninguna de las partes quiere terminar de aceptar que la negociación no es una opción sino que es la única opción verdadera”, ha dicho el experto en políticas públicas Michael Penfold.La tragedia del país en tan enorme como compleja: abarca una crisis política que mantiene dos gobiernos paralelos, dos asambleas y un proyecto en marcha de un parlamento comunal; una debacle económica casi absoluta, con cifras récord de inflación y un aparato productivo destruido. La situación social es alarmante, a nivel de emergencia humanitaria, agravada además por las sanciones y la pandemia. Y a esto habría que sumarle los problemas con el crimen organizado, con el narcotráfico, con la guerrilla colombiana, con la minería ilegal en el Amazonas venezolano…El empleo sistemático de la represión y de la censura estatal, la persecución institucional de cualquier disidencia, el ataque a medios de comunicación y organizaciones no gubernamentales, han permitido al chavismo consolidar una dictadura eficaz, que garantice su permanencia en el poder. Pero sigue siendo gobierno pésimo, corrupto y negligente, incapaz de resolver los problemas del país. El chavismo puede administrar el caos pero no puede conjurarlo ni solucionarlo.Este país inviable forma parte del dilema interno del chavismo y también de cualquier posible negociación. La situación de la gran mayoría de la población, sometida por la pobreza y con el riesgo de la pandemia, es cada vez más crítica. Durante un tiempo, tanto el chavismo como la oposición usaron esta realidad como elemento de presión. Por fin, ahora el primer punto del acuerdo parece estar centrado en la atención a la urgente necesidad de atención médica y alimenticia de los venezolanos. Un programa de vacunación masiva solo debe ser el inicio de un plan conjunto, que reúna a todos los sectores de la sociedad alrededor de esa prioridad.Nada garantiza que estos esfuerzos, sin embargo, signifiquen el inicio del camino hacia la reinstitucionalización o hacia la vuelta a la democracia en el país. Venezuela no parece estar cerca de una transición. Pero ciertamente hay un cambio importante en el escenario político. Aunque el chavismo se encuentre más consolidado internamente en su modelo autoritario, sigue sin poder resolver su problema con la comunidad internacional. Eso lo obliga a negociar.La oposición está en una posición menos ventajosa. Necesita negociar para, entre otras cosas, reinventarse. Y tal vez debería empezar por dar la cara ante la ciudadanía, por ofrecer una disculpa y un argumento que haga más digerible el salto que va del “cese de la usurpación” a la “mesa de negociación”. El largo retorno al verbo negociar supone un cambio profundo en el ánimo colectivo y demanda una explicación.La designación de las nuevas autoridades del Consejo Nacional Electoral, aun teniendo una mayoría chavista, abre la posibilidad de garantizar unas elecciones más equilibradas y transparentes, confiables, con observación internacional; permite retomar el camino de la política y del voto. También vuelve a abrir un viejo dilema: La negociación con el chavismo y la participación de la oposición en un proceso electoral ¿legitiman la dictadura? Sí, probablemente. Pero también permiten conquistar otros espacios, crear y establecer otras relaciones, interactuar de otra manera con la sociedad civil organizada, generar una comunicación distinta y directa con la población. No solo es un tema de estrategia sino de redefinición del proceso, de la acción política. Como dice la politóloga Maryhen Jiménez: “Si la democracia es el destino, la democracia también tiene que ser la ruta hacia ella”.Una mesa de negociación no es una fiesta. Es una reunión forzada, donde además intervienen muchos otros actores, donde existen distintos niveles de interacción y debate. ¿Hasta dónde está dispuesto a ceder y a perder el chavismo? Es muy difícil saberlo. De entrada, de seguro solo intenta eliminar las sanciones sin arriesgar su control autoritario en el país. La oposición y la ciudadanía pueden enfrentar esto negociando y presionando.No hay otra manera de hacer política que la impureza. La única forma de intervenir en la historia es contaminándose con ella. No existe otra alternativa.Alberto Barrera Tyszka (@Barreratyszka) es escritor venezolano. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan. More

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    México y la decadencia de la política

    La política cayó al terreno del freak show en México. El mercado electoral del país es un espectáculo que nada más parece necesitar los personajes rimbombantes de Federico Fellini.Ahí está Lucía Pino, una modelo apodada la Grosera, que promete implantes de senos si la eligen diputada. O Samuel García, un muchacho que dice haber sufrido la mano dura de su padre cuando lo despertaba de madrugada para ir al campo de golf y ahora ha reclutado a roqueros avejentados para que oficien de claque musical de su candidatura a gobernador del estado de Nuevo León. Y luego está el Tinieblas, el luchador de la máscara dorada, otro ejemplo del ridículo normalizado. Su partido, Redes Sociales Progresistas, el mismo que promueve a La Grosera, dice defender los derechos de las minorías, pero cuando le preguntaron cómo integraría a la comunidad LGTBIQ+ a su gobierno en la delegación Venustiano Carranza de Ciudad de México, el Tinieblas no supo qué responder. Después de que le repitieron la pregunta, dijo que protegería a las mujeres.Una panoplia de outsiders —actores, luchadores, cantantes o influencers en las listas de candidatos— se ofrece en las elecciones del 6 de junio en México como alternativa a la omnipotencia del presidente Andrés Manuel López Obrador y a una oposición sospechosa de casi todo. Ese circo prefigura un futuro desastroso para México. El nihilismo, combinado con la dinámica de las redes sociales, está creando un escenario desalentador y degradante. Más que democracia, vodevil electoral.Internet ha permitido la movilización de causas loables como el activismo de justicia racial, pero también, como decía Umberto Eco, le dio una audiencia a idiotas e imbéciles, y al vecino enojado. Su impulso a la rabia social y apatía general podría alimentar un voto suicida: elegir a quien sea con tal de acabar con la clase política tradicional.Estas candidaturas silvestres, posibles en buena medida por las redes —dice mucho que un partido se llame Redes Sociales Progresistas— han banalizado la política cuando más se necesita vigilancia democrática, debates programáticos y planes concretos para resolver los problemas de fondo de México.Claro, si esa oferta electoral está ahí es porque alguien ha sospechado —quizás con certeza— que el absurdo suma votos. No hay nada consolador en eso: México se apresta a definir una elección crítica —que dé la mayoría absoluta a AMLO en el Congreso o introduzca resistencia a su determinación hegemónica— con votantes agobiados de una clase política decadente y una degradación general de la discusión pública. La campaña electoral mexicana, además de sangrienta e insegura (han sido asesinados más de una decena de candidatos) es un programa de televisión de variedades largo y malo. Y mientras la política del show atrae la atención y el morbo, López Obrador avanza sus ataques contra sus críticos y los organismos de control.La mismísima política creó las condiciones para que la antipolítica se apropie de la política. Partidos que por décadas abusaron del poder para entronizar una casta autorrenovable (el PRI), formaciones incapaces de ofrecer un cambio sostenible (el PAN) y opositores que fracasaron en crear una vía progresista (el PRD), lanzaron al electorado hacia Morena, un movimiento personalista creado por López Obrador, quien cree ser un padre fundador.Suele suceder: cuando la oferta electoral tradicional defrauda sin cesar, las sociedades se corren al margen, y hasta 2018, AMLO era el outsider. Pero cuando también falla esa opción limítrofe, la gente puede saltar los límites. Entonces brota el freak show de la Grosera y su oferta de cirugías, golfistas roqueros, luchadores desinformados. Poco se discute de ideas. La conversación gira alrededor de lo estrambótico y febril; estéril para el debate pero productivo para la distracción.El Tinieblas, un luchador que está en la contienda por la alcaldía de la delegación Venustiano Carranza en Ciudad de MéxicoMario Guzman/EPA vía ShutterstockEl nihilismo preinternet se agotaba en las discusiones de los cafés, pero ahora las redes sociales le han dado un amplificador inigualable. No las demonizaré, porque sus costados positivos son significativos, pero Twitter, Facebook e Instagram han facilitado tanto la aparición de figuras escasas de planes y motivadas por los likes como la propagación del ciudadano desencantado, ese elector al que le da igual votar a cualquiera nuevo porque lo viejo está podrido.No es nuevo. En 2001, miles de indignados desafiaron a la clase política en Argentina con su grito “Que se vayan todos”. Pero el fenómeno es todavía más antiguo. En los años cuarenta del siglo pasado, el periodista romano Guglielmo Giannini creó la publicación L’Uomo Qualunque (El hombre común), una usina contra las élites políticas. Su lenguaje era sencillo y su eslogan, un canto al nihilismo: “Abajo todos”. El movimiento que engendró el semanario de Giannini legó un término que se sigue usando, el qualunquismo, que se convirtió en sinónimo de apatía política.La apatía y el enojo siempre buscan un camino y cuando no hay canales, se hará uno. Las candidaturas más o menos espontáneas son buenas para vehiculizar el hartazgo del momento pero no para resolver la gestión de la cosa pública. Candidatos milagreros siempre hubo; hoy son más porque la crisis de representatividad es extendida y son más visibles porque la posibilidad de hacerse oír es ubicua gracias a internet.Es una situación arriesgada. Manejar un Estado requiere burocracias entrenadas y capacidad de generar consensos. El qualunquista no ofrece eso; nada más acabar con lo conocido. Un eslogan, no un plan. Implantes, rocanrol, máscaras vacías.Cacarear en las redes para obtener votos no es difícil, pero ofrecerse como candidato antisistema, ganar y luego decepcionar en el poder por incapacidad o conveniencia —siendo cooptado o absorbido por las viejas dinámicas sistémicas— llevará la desazón social mucho más lejos. Si los candidatos outsiders potencializados por las redes sociales, como la Grosera, el Tinieblas o García, representan ya saltarse los márgenes del sistema, ¿qué queda?: ¿Autócratas francos? ¿Militares? ¿O una vuelta a partidos renovados?México no tiene una salida fácil en la elección de junio. La apatía política y el voto suicida llevados al extremo con el freak show de la política del espectáculo no es la solución a la rabia de los ciudadanos. Es apenas un escalón más para un “que se vayan todos” aún más nocivo.Diego Fonseca (@DiegoFonsecaDF) es escritor y editor. Es director del Seminario Iberoamericano de Periodismo Emprendedor en CIDE-México y maestro de la Fundación Gabo. Voyeur es su libro más reciente. More

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    How the Storming of the Capitol Became a ‘Normal Tourist Visit’

    It is no wonder that Republican leaders in the House do not want to convene a truth and reconciliation commission to scrutinize the Jan. 6 attack on the Capitol. The more attention drawn to the events of that day, the more their party has to lose.Immediately after the riot, support for President Donald Trump fell sharply among Republicans, according to surveys conducted by Kevin Arceneaux of Sciences Po Paris and Rory Truex of Princeton.The drop signaled that Republicans would have to pay a price for the Trump-inspired insurrection, the violent spirit of which was captured vividly by Peter Baker and Sabrina Tavernise of The Times:The pure savagery of the mob that rampaged through the Capitol that day was breathtaking, as cataloged by the injuries inflicted on those who tried to guard the nation’s elected lawmakers. One police officer lost an eye, another the tip of his finger. Still another was shocked so many times with a Taser gun that he had a heart attack. They suffered cracked ribs, two smashed spinal disks and multiple concussions. At least 81 members of the Capitol force and 65 members of the Metropolitan Police Department were injured.Republican revulsion toward the riot was, however, short-lived.Arceneaux and Truex, in their paper “Donald Trump and the Lie,” point out that Republican voter identification with Trump had “rebounded to pre-election levels” by Jan. 13. The authors measured identification with Trump by responses to two questions: “When people criticize Donald Trump, it feels like a personal insult,” and “When people praise Donald Trump, it makes me feel good.”The same pattern emerged in the Republican Party’s favorability ratings, which dropped by 13 points between the beginning and the end of January, but gained 11 points back by April, according to NBC/Wall Street Journal surveys.Mitch McConnell himself was outraged. In a Feb. 13 speech on the Senate floor he said:January 6th was a disgrace. American citizens attacked their own government. They used terrorism to try to stop a specific piece of democratic business they did not like. Fellow Americans beat and bloodied our own police. They stormed the Senate floor. They tried to hunt down the Speaker of the House. They built a gallows and chanted about murdering the vice president.Memorably, McConnell went on:There is no question that President Trump is practically and morally responsible for provoking the events of that day. The people who stormed this building believed they were acting on the wishes and instructions of their president.McConnell’s indignation was also short-lived. Less than two weeks later, on Feb. 25, McConnell told Fox News that if Trump were the nominee in 2024, he would “absolutely” support the former president.Representative Andrew Clyde of Georgia nearly matched McConnell’s turn-on-a-dime. As The Washington Post reported on Tuesday,Clyde last week downplayed the Jan. 6 assault on the Capitol, comparing the mob’s breaching of the building to a “normal tourist visit.” But photos from that day show the congressman, mouth agape, rushing toward the doors to the House gallery and helping barricade them to prevent rioters from entering.McConnell and Clyde’s turnabouts came as no surprise to students of the Senate minority leader or scholars of American politics.Gary Jacobson of the University of California-San Diego wrote in an email that “the public’s reaction to the riot, like everything else these days, is getting assimilated into the existing polarized configuration of political attitudes and opinions.”Jacobson added:Such things as the absurd spectacle (of the vote recount) in Arizona, Trump’s delusory rantings, the antics of the House crackpot caucus, and the downplaying of the riot in the face of what everyone saw on TV, may weigh on the Republican brand, marginally eroding the party’s national stature over time. But never underestimate the power of motivated reasoning, negative partisanship and selective attention to congenial news sources to keep unwelcome realities at bay.Along similar lines, Paul Frymer, a political scientist at Princeton, suggested that voters have developed a form of scandal fatigue:At a certain point, the scandals start to blur together — Democrats have scandals, Republicans have scandals, no one is seemingly above or below such behavior. One of the reason’s President Trump survived all his scandals and shortcomings is because the public had seen so many of these before and has reached the point of a certain amount of immunity to being surprised.While this mass amnesia seem incomprehensible to some, an August 2019 paper, “Tribalism Is Human Nature,” by Cory Jane Clark, executive director the Adversarial Collaboration Research Center at the University of Pennsylvania, and three fellow psychologists, provides fundamental insight into the evanescing impact of Jan. 6 on the electorate and on Republicans in particular:Selective pressures have consistently sculpted human minds to be “tribal,” and group loyalty and concomitant cognitive biases likely exist in all groups. Modern politics is one of the most salient forms of modern coalitional conflict and elicits substantial cognitive biases. Given the common evolutionary history of liberals and conservatives, there is little reason to expect pro-tribe biases to be higher on one side of the political spectrum than the other.The human mind, Clark and her colleagues wrote,was forged by the crucible of coalitional conflict. For many thousands of years, human tribes have competed against each other. Coalitions that were more cooperative and cohesive not only survived but also appropriated land and resources from other coalitions and therefore reproduced more prolifically, thus passing their genes (and their loyalty traits) to later generations. Because coalitional coordination and commitment were crucial to group success, tribes punished and ostracized defectors and rewarded loyal members with status and resources (as they continue to do today).In large-scale contemporary studies, the authors continue,liberals and conservatives showed similar levels of partisan bias, and a number of pro-tribe cognitive tendencies often ascribed to conservatives (e.g., intolerance toward dissimilar others) have been found in similar degrees in liberals. We conclude that tribal bias is a natural and nearly ineradicable feature of human cognition, and that no group — not even one’s own — is immune.Within this framework, there are two crucial reasons that politics is “one of the most fertile grounds for bias,” Clark and her co-authors write:Political contests are highly consequential because they determine how society will allocate coveted resources such as wealth, power, and prestige. Winners gain control of cultural narratives and the mechanisms of government and can use them to benefit their coalition, often at the expense of losers ….We call this the evolutionarily plausible null hypothesis, and recent research has supported it.Clark argues further, in an email, that rising influence of “tribalism” in politics results in part from the growing “clarity and homogeneity of the Democrat and Republican coalitions,” with the result that “people are better able to find their people, sort into their ideological bubbles, find their preferred news sources, identify their preferred political elites and follow them, and signal their political allegiance to fellow group members (and attain friends and status that way).”Sarah Binder, a political scientist at George Washington University, adds some detail:My sense is that the move by Republican office holders to muddy the waters over what happened at the Capitol (and Trump’s role instigating the events) likely contributes to the waning of G.O.P. voters’ concerns. We heard a burst of these efforts to rewrite the history this past week during the House oversight hearing, but keep in mind that those efforts came on the heels of earlier efforts to downplay the violence, whitewash Trump’s role, and to cast doubt on the identities of the insurrectionists. No doubt, House G.O.P. leaders’ stalling of Democrats’ effort to create a “9/11 type” commission to investigate the events of Jan. 6 has also helped to diffuse G.O.P. interest and to keep the issue out of the headlines. No bipartisan inquiry, no media spotlight to keep the issue alive.In this context, Kevin McCarthy’s announcement on May 18 that the House Republican leadership opposes the creation of a Jan. 6 commission is of a piece with the ouster of Liz Cheney from her position as chair of the House Republican Conference, according to Binder.Doug Mills/The New York TimesAt the end of the day, Binder continued,We probably shouldn’t be surprised that public criticism of the Jan. 6 events only briefly looked bipartisan in the wake of the violence. G.O.P. elites’ decision to make loyalty to Trump a party litmus test (e.g., booting Rep. Cheney from her leadership post) demands that Republicans downplay and whitewash Trump’s role, the violence that day, and the identity of those who stormed the Capitol. Very little of American political life can escape being viewed in a partisan lens.Alexander G. Theodoridis of the University of Massachusetts-Amherst wrote in an email that “the half-life of Jan. 6 memory has proven remarkably short given the objectively shocking nature of what took place at the Capitol that day.” This results in part from the fact thatthere is now seemingly no limit to the ability of partisans to see the world through thick, nearly opaque red and blue colored lenses. In this case, that has Republicans latching onto a narrative that downplays the severity of the Capitol insurrection, attributes blame everywhere but where it belongs, and endorses the Big Lie that stoked the pro-Trump mob that day.A UMass April 21-23 national survey asked voters to identify the person or group “you hold most responsible for the violence that occurred at the Capitol building.” 45 percent identified Trump, 6 percent the Republican Party and 11 percent white nationalists. The surprising finding was the percentage that blamed the left, broadly construed: 16 percent for the Democratic Party, 4 percent for Joe Biden and 11 percent for “antifa,” for a total of 31 percent.The refusal of Republicans to explore the takeover of the Capitol reflects a form of biased reasoning that is not limited to the right or the left, but may be more dangerous on the right.Ariel Malka, a professor at Yeshiva University and an author of “Who is open to authoritarian governance within western democracies?” agreed in an email that both liberals and conservatives “engage in biased reasoning on the basis of partisanship,” but, he argued, there is still a fundamental difference between left and right:There is convincing evidence that cultural conservatives are reliably more open to authoritarian and democracy-degrading action than cultural liberals within Western democracies, including the United States. Because the Democratic Party is the party of American cultural liberals, I believe it would be far more difficult for a Democratic politician who favors overtly anti-democratic action, like nullifying elections, to have political success.These differences are “transforming the Republican Party into an anti-democratic institution,” according to Malka:What we are seeing in the Republican Party is that mass partisan opinion is making it politically devastating for Republican elites to try to uphold democracy. I think that an underappreciated factor in this is that the Republican Party is the home of cultural conservatives, and cultural conservatives are disproportionately open to authoritarian governance.In the paper, Malka, Yphtach Lelkes, Bert N. Bakker and Eliyahu Spivack, of the University of Pennsylvania, the University of Amsterdam and Yeshiva University, ask: “What type of Western citizens would be most inclined to support democracy-degrading actions?”Their answer is twofold.First,Westerners with a broad culturally conservative worldview are especially open to authoritarian governance. For what is likely a variety of reasons, a worldview encompassing traditional sexual morality, religiosity, traditional gender roles, and resistance to multicultural diversity is associated with low or flexible commitment to democracy and amenability to authoritarian alternatives.Second,Westerners who hold a protection-based attitude package — combining a conservative cultural orientation with redistributive and interventionist economic views — are often the most open to authoritarian governance. Notably, it was the English-speaking democracies where this combination of attitudes most consistently predicted openness to authoritarian governance.Julie Wronski of the University of Mississippi replied to my inquiry about Jan. 6 suggesting that Democrats appear to have made a strategic decision against pressing the issue too hard:If voters’ concerns over Jan. 6 are fading, it is because political elites and the media are not making this issue salient. I suspect that Democrats have not made the issue salient recently in order to avoid antagonizing Republicans and exacerbating existing divides. Democrats’ focus seems more on collective action goals related to Covid-19 vaccine rollout and economic infrastructure.Democrats, Wronski continued, appear to have takena pass on the identity-driven zero-sum debate regarding the 2020 election since there is no compromise on this issue — you either believe the truth or you believe the big lie. Once you enter the world of pitting people against each other who believe in different realities of win/lose outcomes, it’s going to be nearly impossible to create bipartisan consensus on sweeping legislative initiatives (like HR1 and infrastructure bills).In a twist, Wronski suggests that it may be to Democrats’ advantage to stay out of the Jan. 6 debate in order to let it fester within Republican ranks:Not all Republican identifiers are strong partisans. Some people may align with the party for specific issue, policy reasons. Their identity is not as tied up in partisanship that an electoral loss becomes a loss to self-identity. This means there are intraparty fractures in the Republican Party regarding the big lie.Republican leaners “seem to be moving away from the party when hearing about intraparty conflict regarding the legitimacy of Joe Biden’s win,” Wronski wrote, citing a May 14 paper by Katherine Clayton, a graduate student in political science at Stanford.Clayton finds thatthose who call themselves “not very strong Republicans” or who consider themselves political independents that lean closer to the Republican Party demonstrate less favorable opinions of their party, reduced perceptions that the Democratic Party poses a threat, and even become more favorable toward the Democratic Party, as a result of exposure to information about conflict within their party.Wronski writes thatthe implication of these results would be for the Democratic Party to do nothing with regards to their messaging of January 6 and let the internal Republican conflict work to their benefit. In a two-party system, voters who do not espouse the big lie and are anti-Trump would eventually align with the Democratic Party.Jeff Greenfield, writing in Politico, takes an opposing position in his May 12 article, “A G.O.P. Civil War? Don’t Bet On It”:It’s getting harder to detect any serious division among rank-and-file Republicans. In Congress, and at the grass roots, the dominance of Donald Trump over the party is more or less total.More significant, Greenfield continued,History is littered with times that critics on the left, and in the pundit class, were positive the Republican Party was setting itself up for defeat by embracing its extremes, only to watch the party comfortably surge into power.Despite Trump’s overt attempt to subvert the election, Greenfield observes, anddespite his feeding the flames that nearly led to a physical assault of the vice president and speaker of the House, the Republican Party has, after a few complaints and speed bumps, firmly rallied behind Trump’s argument that he was robbed of a second term.The challenge facing Democrats goes beyond winning office. They confront an adversary willing to lie about past election outcomes, setting the stage for Republican legislatures to overturn future election returns; an opponent willing to nurture an insurrection if the wrong people win; a political party moving steadily from democracy to authoritarianism; a party that despite its liabilities is more likely than not to regain control of the House and possibly even the Senate in the 2022 midterm elections.The advent of Trump Republicans poses an unprecedented strategic quandary for Democrats, a quandary they have not resolved and that may not lend itself to resolution.The Times is committed to publishing a diversity of letters to the editor. We’d like to hear what you think about this or any of our articles. Here are some tips. And here’s our email: letters@nytimes.com.Follow The New York Times Opinion section on Facebook, Twitter (@NYTopinion) and Instagram. More

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    Félix Salgado Macedonio es Morena

    División, polarización y violencia discursiva, como sucede ahora en México, rara vez son el final del camino, sino el comienzo del descenso a un abismo.El cuasicancelado Michel Foucault decía que el discurso es tanto capaz de esconder sus intenciones políticas —sobre todo cuando proviene del poder— como de fijar significados. De esa manera puede pretenderse ahistórico o científico y con vocación universal cuando es un producto de una época e individuos particulares. O puede decirse no violento cuando, sin mucha máscara, lo es.Bienvenidos a los días la retórica enmascaradora de Andrés Manuel López Obrador y el discurso violento de Félix Salgado Macedonio. Paso a paso, el gobierno de López Obrador ha ido asentando cimientos autoritarios de manera abierta o sutil para lograr que Morena, su movimiento, se consolide como proyecto hegemónico.Tras cuestionar a numerosas instituciones —como el organismo de información y transparencia— estos últimos días AMLO puso la mira en el Instituto Nacional Electoral (INE) justo cuando México entró en la campaña para las elecciones intermedias. El gobierno parece temer que las autoridades electorales sean un escollo en su deseo de obtener una mayoría determinante que permita a AMLO controlar el sexenio, y diseñar su continuidad.Hace días, Félix Salgado Macedonio amenazó con persecuciones y acosó públicamente a los siete consejeros del INE que votaron contra la validez de su candidatura a gobernador del estado de Guerrero. “Si no se reivindican los vamos a hallar”, dijo. Y fue directo sobre el titular del instituto: “¿No le gustaría al pueblo de México saber dónde vive Lorenzo Córdova? […] ¿Cómo está su casita de lámina negra?”.Hubo ataúdes con las imágenes de los consejeros, una corona de flores junto a una imagen de Córdova y una turba reclamando el final del organismo que vela por la legalidad electoral. Con todo el afán provocador, Félix Salgado Macedonio vociferó sus amenazas enfrente de las puertas mismas del INE. La bravuconada no fue circunstancial: él es una muestra desembozada de un proyecto autoritario oculto bajo el poncho del caciquismo paternalista.La violencia debe ser condenada, en discurso y, sobre todo, en acto. La justicia, por ejemplo, debe actuar de oficio contra Macedonio por amenazas directas de violencia. Y Morena debiera cortar vínculos y expulsarlo del partido. Pero no sucederá, pues Macedonio es Morena.En pocas palabras, Félix Salgado Macedonio desnuda el sentimiento íntimo de la organización: caudillismo conservador hijo de otra época, incapaz de convivir con la prensa, la oposición, la sociedad civil y las instituciones democráticas del siglo XXI.El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en marzo de 2021José Méndez/EPA vía ShutterstockEste año, AMLO tiene serias chances de obtener mayoría absoluta en el Congreso, pero no ha dejado de sugerir que las autoridades electorales piensan arruinarle el plan. Es un comportamiento paranoico. Ya había señalado al INE como cómplice de su derrota en las elecciones presidenciales de 2006 y por eso cuando Félix Salgado Macedonio los atacó siguió dudando de su probidad: aunque no avalaba las palabras de su aliado, llamó a “luchar contra el fraude”.Hay una línea, visible o no, entre esos comportamientos. La política de símbolos, sugería Foucault, crea política, no ficciones. Produce sentidos. La gente toma decisiones porque los dichos suelen ser sucedidos por actos. La convocatoria al acoso o la violencia no son gratuitos del mismo modo que los ataques a un organismo regulador como el INE pueden minar la creencia social en sus capacidades y enlodar el proceso electoral.Cuando es el poder —o sus aliados— el que prescribe el discurso, esos actos expresan niveles variados de violencia institucional. El último ejemplo: la prórroga del periodo del presidente de la Suprema Corte de Justicia, cercano a AMLO. Es inconstitucional y una provocación: el gobierno cree que la justicia debe ser permeable a las decisiones presidenciales. AMLO ya dejó clara esa vocación cuando anunció que quería someter la continuidad de la candidatura de Félix Salgado Macedonio a una encuesta telefónica después de que fuera cancelada por el INE.El gobierno de México está nervioso. AMLO acusa sistemáticamente a sus críticos de querer derrumbar su autopromocionada Cuarta Transformación. En los últimos tiempos algunas encuestas sugirieron la posibilidad de que no logre una mayoría determinante en las elecciones intermedias de junio, escenario que le obligaría a dialogar con una oposición a la que aborrece (el sentimiento es mutuo).La creciente pérdida de autocontrol del presidente actualiza peligrosas y nada distantes experiencias de autoritarismo abierto. Hace dos años escribí sobre las coincidencias entre AMLO y Donald Trump. El expresidente de Estados Unidos, como ahora AMLO, atacó al sistema desde los márgenes y llevó la discusión política a un territorio dominado por sus ocurrencias y enemistades. Ambos alimentan la idea de que los medios y la prensa independiente son enemigos y abonan antagonismos. Como AMLO, Trump dejaba que sus subordinados lanzaran globos de ensayos para medir la tolerancia de la opinión pública. Como Trump, también AMLO acusa a los organismos de control electoral y a sus opositores de tolerar o preparar un complot contra él.El parecido es evidente porque filosofía y método son similares. Del mismo modo que supremacistas, como Stephen Miller, fueron parte del gobierno de Trump, hombres como Félix Salgado Macedonio tienen cabida natural en Morena. A menudo promueven un personalismo autoritario para ocupar el poder por la vía electoral y luego minan el sistema desde dentro, muchas veces modificando las normas para eternizarse.Es riesgoso dar por seguro que habrá una crisis institucional en México porque la futurología es proclive al error y el ridículo. Pero las señales no pueden desdeñarse; el país está en riesgo. Cuando los funcionarios en el poder plantean la convivencia en términos de enfrentamiento, crece la posibilidad de la violencia. También cuando se aviva la tensión por acción u omisión minando la integridad de los contrapesos instituciones. Salgado Macedonio y AMLO saben lo que hacen: enlodar la imagen de una institución todavía creíble lleva la disputa a su terreno: sin control, gana el poder. El poder, decía Foucault, no es puramente coercitivo sino discursivo.No hay salida fácil para el camino que encara México. Un gobierno autoritario se enfrentará en las elecciones a partidos opositores castigados por el descredito. Las elecciones legislativas de México no se resolverán por el mal menor sino optando por escalones aun más bajos: quién, de todos, es menos peor. División, polarización y violencia discursiva rara vez son el final del camino, sino el comienzo del descenso a un abismo.Diego Fonseca (@DiegoFonsecaDF) es escritor y director del Seminario Iberoamericano de Periodismo Emprendedor en CIDE-México y del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur es su último libro. More

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    Los expresidentes de América Latina tienen demasiado poder

    Es hora de bajarlos de sus pedestales.El domingo, los votantes de Ecuador eligieron a Guillermo Lasso, un exbanquero que está a favor de las políticas de libre mercado, como presidente. Votaron por él en lugar de por Andrés Arauz, un populista de izquierda. Algunos analistas lamentan el fin del progresismo, pero lo que realmente vimos fue un bienvenido golpe a una extraña forma de política del hombre fuerte: el fenómeno de expresidentes que buscan extender su control e influencia eligiendo y respaldando a sus “delfines” en elecciones nacionales.Arauz fue designado personalmente por el expresidente Rafael Correa, un economista semiautoritario que gobernó Ecuador de 2007 a 2017. La elección no fue solo un referendo sobre el papel del Estado en la economía, sino de manera más fundamental sobre la siguiente pregunta: ¿Qué papel deben desempeñar los expresidentes en la política, si es que acaso deben desempeñar alguno?En América Latina se ha vuelto normal que exmandatarios impulsen a candidatos sustitutos. Se trata de una forma extraña de caudillismo, o política del hombre fuerte, combinada con continuismo, o continuidad de linaje, pensada para mantener a los rivales al margen.Los expresidentes son los nuevos caudillos: pretenden extender su mandato a través de los herederos que escogen, algo llamado delfinismo, de “delfín”, el título dado al príncipe heredero al trono de Francia entre los siglos XIV y XIX.En la última década, al menos siete presidentes elegidos democráticamente en Latinoamérica fueron escogidos por su predecesor. El más reciente, Luis Arce, llegó al poder en Bolivia en 2020, patrocinado por el exmandatario Evo Morales. Estos candidatos sustitutos le deben mucho de su victoria a la bendición de su jefe, la cual tiene un precio: se espera que el nuevo presidente se mantenga leal a los deseos de su patrocinador.Esta práctica ata con esposas de oro a aquellos recién electos y socava la democracia en el proceso. Más que pasar la estafeta, los expresidentes emiten una especie de contrato de no competencia. En Argentina, una expresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, contendió como compañera de fórmula de su candidato presidencial escogido, Alberto Fernández.Después de ser la primera dama de Argentina y luego convertirse en presidenta, Cristina Fernández de Kirchner, a la derecha, se convirtió en vicepresidenta de su candidato elegido, Alberto Fernández, a la izquierda.Foto de consorcio de Natacha PisarenkoEste estilo actual de política caudillista es la actualización de una actualización. En la versión clásica de la política del hombre fuerte —que dominó la política latinoamericana tras las guerras de independencia del siglo XIX y hasta la década de los setenta— muchos caudillos buscaban mantener su poder al prohibir o amañar las elecciones una vez que llegaban a la presidencia, una maniobra que usó famosamente el dictador mexicano Porfirio Díaz, o simulando golpes de Estado si no podían ganar, una estrategia empleada por el dictador cubano Fulgencio Batista en 1952.Este modelo clásico de continuismo era traumático. En México y en Cuba, incitó ni más ni menos que dos revoluciones históricas que resonaron en el mundo entero.Latinoamérica actualizó este modelo de caudillismo. Los golpes de Estado y las prohibiciones de elecciones se volvieron obsoletos en la década de 1980 y, en lugar de abolir la democracia, se volvió usual que los líderes comenzaran a reescribir las constituciones y a manipular las instituciones para permitir la reelección. Comenzó el auge de las reelecciones. Desde Joaquín Balaguer en la República Dominicana en 1986 hasta Sebastián Piñera en Chile en 2017, Latinoamérica tuvo a 15 expresidentes que volvieron a la presidencia.No obstante, el modelo del continuismo a través de la reelección ha enfrentado obstáculos de manera reciente debido a que varios expresidentes se han visto envueltos en problemas legales.Tan solo en Centroamérica, 21 de 42 expresidentes han tenido problemas legales. En Perú, seis expresidentes de los últimos 30 años han enfrentado cargos de corrupción. En Ecuador, Correa fue sentenciado por recibir financiamiento para su campaña a cambio de contratos estatales. Él afirma que es una víctima de persecución política. Su respuesta fue usar la campaña de Arauz como boleto para recuperar su influencia. En cierto momento de la campaña, el candidato promovió la idea de que un voto por él era un voto por Correa.Durante la campaña presidencial de Ecuador, el candidato Andrés Arauz promovió la idea de que un voto por él era un voto por el expresidente Rafael Correa.Dolores Ochoa/Associated PressEstas complicaciones legales alientan a los expresidentes a tratar de respaldar a sustitutos que, como mínimo, podrían darles un indulto si resultan electos.Los expresidentes parecen pensar que la versión más reciente del caudillismo libera al país del trauma. El presidente Alberto Fernández aseguró que cuando su jefa, la expresidenta Fernández de Kirchner, lo eligió como su candidato porque, argumentó, el país no necesitaba a alguien como ella, “que divido”, sino a alguien como él, “que suma”. A su vez, Fernández de Kirchner fue elegida heredera por su difunto esposo, el expresidente Néstor Kirchner.No obstante, esta subrogación política difícilmente resuelve el trauma asociado con su continuismo inherente. De hecho, lo hace más tóxico. Con excepción de los simpatizantes del expresidente, el país ve el truco como lo que es: una tentativa evidente de restauración.Los problemas del delfinismo van más allá de intensificar la polarización al exacerbar el fanatismo político y puede conducir a consecuencias aún más graves. En el México de antes del año 2000, en el que los presidentes prácticamente escogían personalmente a sus sucesores, los exmandatarios solían seguir la norma de retirarse de la política, por lo que concedían suficiente autonomía al sucesor.Sin embargo, en la versión más reciente del delfinismo, los sucesores no son tan afortunados. Los expresidentes que los patrocinaron siguen entrometiéndose. Esta interferencia produce tensiones para gobernar. El mandatario en funciones pierde su relevancia de manera prematura, con todos los ojos puestos en las opiniones del presidente anterior, o en algún momento busca romper con su jefe. La separación puede detonar guerras civiles terribles.Estas rupturas a menudo son inevitables. Los delfines electos enfrentan nuevas realidades con las que sus impulsores nunca lidiaron. Además, con frecuencia tienen que arreglar el desastre que dejaron sus jefes.Lenín Moreno, el actual presidente de Ecuador, quien fue seleccionado por Correa, tuvo desacuerdos con él respecto a una serie de políticas autoritarias de izquierda impulsadas por revelaciones de corrupción. El resultado fue una lucha de poderes que dividió a la coalición gobernante y entorpeció la capacidad del gobierno de lidiar con la crisis económica y luego con la pandemia de la COVID-19.Una lucha similar ocurrió en Colombia cuando el entonces presidente Juan Manuel Santos, escogido por Álvaro Uribe, decidió llegar a un acuerdo de paz con las guerrillas, con lo que desafío la postura de Uribe. El resultado fue una especie de guerra civil entre ambos hombres que rivalizó en intensidad con la guerra contra las guerrillas a la que el gobierno intentaba poner fin.No hay una solución sencilla a este tipo de continuismo. Los partidos deben dejar de poner a sus expresidentes en un pedestal. Necesitan reformar las precandidaturas para asegurarse de que otros líderes, no solo los exmandatarios, tengan los medios para competir de manera interna. Los países latinoamericanos han hecho mucho para garantizar que haya una fuerte competencia entre partidos, pero mucho menos para garantizar la competencia dentro de los partidos.Nada huele más a oligarquía y corrupción que un expresidente que intenta mantenerse vigente a través de candidatos sustitutos. Y Ecuador ha demostrado que esta manipulación política puede acabar por empoderar precisamente a las mismas ideologías políticas que los expresidentes pretendían contener.Javier Corrales (@jcorrales2011) es escritor y profesor de Ciencias Políticas en Amherst College. Su obra más reciente es Fixing Democracy: Why Constitutional Change Often Fails to Enhance Democracy in Latin America. More

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    Latin America’s Former Presidents Have Way Too Much Power

    It’s time to take them down from their pedestals.On Sunday, voters elected Guillermo Lasso, a former banker and a supporter of free-market policies, as president of Ecuador over Andrés Arauz, a left-wing populist. Some analysts are decrying the end of progressivism, but what we are really seeing is a welcome setback for a strange form of strongman politics: the phenomenon of former presidents seeking to extend their control and influence by choosing and backing their protégés in national elections.Mr. Arauz was handpicked by former President Rafael Correa, a semiauthoritarian economist who governed Ecuador from 2007 to 2017. The election was a referendum not just on the role of the state in the economy but also more fundamentally on the question, “What, if any, role should former presidents play in politics?”In Latin America, it has become normal for former presidents to promote surrogate candidates. This is a bizarre form of caudillismo, or strongman politics, combined with continuismo, or lineage continuity, intended to keep rivals at bay.Today, former presidents are the new caudillos, and they are hoping to extend their rule through their chosen heirs — in what is called delfinismo, from “dauphin,” the title given to the heir apparent to the French throne in the 14th through 19th centuries.In the last decade, at least seven democratically elected presidents in Latin America were handpicked by a predecessor. The most recent, Luis Arce, came to power in Bolivia in 2020, sponsored by former strongman Evo Morales. These surrogate candidates owe much of their victory to their patron’s blessing, which comes with a price. The new presidents are expected to stay loyal to their patron’s wishes.The practice binds those newly elected in golden handcuffs, undermining democracy in the process. More than passing the torch, former presidents issue a sort of noncompete contract. In Argentina, a former president, Cristina Fernández de Kirchner, ran as vice president with her chosen candidate, Alberto Fernández.After serving as Argentina’s first lady and then president, Cristina Fernández de Kirchner, right, became vice president under her chosen candidate, Alberto Fernández, left.Pool photo by Natacha PisarenkoThis current style of strongman politics is an update of an update. In the classic version of the strongman politics, which dominated Latin American politics after the wars of independence during the 19th century until the 1970s, many caudillos sought to stay in office by banning or rigging elections, a tactic famously utilized by the Mexican dictator Porfirio Díaz, or by staging coups if they couldn’t win office, a tradition employed by the Cuban dictator Fulgencio Batista in 1952.This classic model of continuismo was intensely traumatic. In Mexico and Cuba, the model incited nothing less than two world-historic revolutions.Latin America updated this model of caudillismo. Coups and election bans became unfashionable by the 1980s, and so rather than abolish democracy, it became more common for leaders to rewrite constitutions and manipulate institutions to permit re-election. A re-election boom followed. From Joaquín Balaguer in the Dominican Republic in 1986 to Sebastián Piñera in Chile in 2017, Latin America saw 15 former presidents return to the presidency.But lately, the model of continuismo through re-election has run into trouble after a number of former presidents found themselves entangled in legal troubles.In Central America alone, 21 of 42 former presidents have had brushes with the law. In Peru, six ex-presidents from the past 30 years have faced corruption charges. In Ecuador, Mr. Correa was convicted of trading campaign finance contributions for state contracts. He claimed he was a victim of political persecution. His response was to use Mr. Arauz’s campaign as the ticket back to influence. At some point during the campaign, the candidate even promoted the idea that a vote for him was a vote for Mr. Correa.During Ecuador’s presidential campaign, the candidate Andrés Arauz promoted the idea that a vote for him was a vote for former President Rafael Correa.Dolores Ochoa/Associated PressThese legal complications encourage former presidents to promote surrogates who might, at the very least, pardon them if elected.Former presidents seem to think that this latest update of caudillismo liberates the country from trauma. President Alberto Fernández claimed that when her sponsor, former president Fernández de Kirchner, chose him as her candidate, she justified her decision by arguing that the country didn’t need someone like her, “who divides,” but someone like him, who can “draw people together.” Ms. Fernández de Kirchner was herself chosen as an heir by her late husband, former president Néstor Kirchner.But this political surrogacy hardly solves the trauma associated with its inherent continuismo. In fact, that makes it more toxic. Except for the former president’s followers, the country sees the gimmick for what it is: an obvious effort at restoration.The problems with delfinismo go beyond intensified polarization by exacerbating political fanaticism and can lead to even greater problems. In Mexico until the 1990s, where presidents essentially handpicked their successors, former presidents typically observed the norm of retiring from politics, granting the successor sufficient autonomy.But in the most recent version of delfinismo, successors are not that lucky. The sponsoring former presidents keep meddling. This interference produces governance travails. The sitting presidents either become premature lame ducks, with all eyes turned to the former presidents’ views, or eventually seek a break from their patrons. Splits can unleash nasty civil wars.Such breaks are often inevitable. Elected delfines face new realities that sponsors never confronted. Frequently they have to clean up messes their sponsors left behind.Lenín Moreno, the current president of Ecuador, who was selected by Mr. Correa, broke with him on a number of leftist-authoritarian policies, prompted by revelations of corruption. The result was a power struggle that splintered the ruling coalition and hindered the government’s ability to cope with the economic crisis and then the Covid-19 pandemic.A similar battle occurred in Colombia when President Juan Manuel Santos, chosen by the then president Álvaro Uribe, decided to make peace with guerrillas, defying Mr. Uribe’s preference. The result was a near civil war between those men that rivaled in intensity the war against guerrillas that the government was trying to settle.There is no easy solution to this type of continuismo. Parties need to stop placing their former presidents on a pedestal. They need to reform primaries to ensure leaders other than former presidents have the means to compete internally. Latin American countries have done a lot to ensure strong competition among parties, but less so within parties.Nothing screams oligarchy and corruption like a former president trying to stay alive through surrogate candidates. And Ecuador has demonstrated that this political maneuver may end up also empowering rather than weakening the very same political ideologies the former presidents were trying to contain.Javier Corrales is a professor and the chair of the political science department at Amherst College.The Times is committed to publishing a diversity of letters to the editor. We’d like to hear what you think about this or any of our articles. Here are some tips. And here’s our email: letters@nytimes.com.Follow The New York Times Opinion section on Facebook, Twitter (@NYTopinion) and Instagram. More