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    Cómo fue que cuentas rusas ayudaron a desmantelar la Marcha de las Mujeres

    Linda Sarsour despertó el 23 de enero de 2017, entró a internet y sintió náuseas.El fin de semana anterior, había ido a Washington para estar al frente de la Marcha de las Mujeres, una movilización contra el entonces presidente Donald Trump que superó todas las expectativas. Las multitudes se habían congregado antes del amanecer y para cuando ella subió al escenario, se extendían a lo lejos.Más de cuatro millones de personas de todo Estados Unidos habían participado, según cálculos posteriores de los expertos, que decían que esta marcha era una de las protestas de un solo día más grandes en la historia del país.Pero luego algo cambió, al parecer de la noche a la mañana. Lo que ella vio en Twitter ese lunes fue un torrente de quejas centradas en ella. En sus 15 años de activista, en su mayoría defendiendo los derechos de las personas musulmanas, había enfrentado respuestas negativas, pero esto era de otra magnitud. Una pregunta comenzó a formarse en su mente: ¿realmente me odian tanto?Esa mañana, sucedían cosas que Sarsour no podía ni imaginarse.A casi 6500 kilómetros de distancia, organizaciones vinculadas con el gobierno ruso habían asignado equipos para actuar en contra de la Marcha de las Mujeres. En los escritorios de las anodinas oficinas de San Petersburgo, los redactores estaban probando mensajes en las redes sociales que criticaban el movimiento de la Marcha de las Mujeres, haciéndose pasar por estadounidenses comunes y corrientes.Publicaron mensajes como mujeres negras que criticaban el feminismo blanco, mujeres conservadoras que se sentían excluidas y hombres que se burlaban de las participantes como mujeres quejumbrosas de piernas peludas. Pero uno de los mensajes funcionó mejor con el público que cualquier otro.En él se destacaba un elemento de la Marcha de las Mujeres que, en principio, podría parecer un simple detalle: entre las cuatro copresidentas del evento estaba Sarsour, una activista palestinoestadounidense cuyo hiyab la señalaba como musulmana practicante.Linda Sarsour, una de las líderes de la Marcha de las Mujeres, en enero de 2017. A los pocos días, los troles rusos la atacaron en internet.Theo Wargo/Getty ImagesDurante los 18 meses siguientes, las fábricas rusas de troles y su servicio de inteligencia militar se esforzaron por desacreditar el movimiento mediante la difusión de relatos condenatorios, a menudo inventados, en torno a Sarsour, cuyo activismo la convirtió en un pararrayos para la base deTrump y también para algunos de sus más ardientes opositores.Ciento cincuenta y dos cuentas rusas distintas produjeron material sobre ella. Los archivos públicos de las cuentas de Twitter que se ha comprobado que son rusas contienen 2642 tuits sobre Sarsour, muchos de los cuales llegaron a grandes audiencias, según un análisis de Advance Democracy Inc., una organización sin fines de lucro y apartidista que realiza investigaciones y estudios de interés público.Muchas personas conocen la historia sobre cómo se fracturó el movimiento de la Marcha de las Mujeres, que dejó cicatrices perdurables en la izquierda estadounidense.Una coalición frágil al principio, entró en crisis por la asociación de sus copresidentas con Louis Farrakhan, el líder de la Nación del Islam, ampliamente condenado por sus declaraciones antisemitas. Cuando esto salió a la luz, los grupos progresistas se distanciaron de Sarsour y de las copresidentas de la marcha, Carmen Pérez, Tamika Mallory y Bob Bland, y algunos pidieron que dimitieran.Pero también hay una historia que no se ha contado, que solo apareció años después en la investigación académica, de cómo Rusia se insertó en este momento.Durante más de un siglo, Rusia y la Unión Soviética trataron de debilitar a sus adversarios en Occidente al avivar las tensiones raciales y étnicas. En la década de 1960, oficiales de la KGB con base en Estados Unidos pagaron a agentes para que pintaran esvásticas en las sinagogas y profanaran los cementerios judíos. Falsificaron cartas racistas, supuestamente de supremacistas blancos, a diplomáticos africanos.No inventaron estas divisiones sociales, Estados Unidos ya las tenía. Ladislav Bittman, quien trabajó para la policía secreta en Checoslovaquia antes de desertar a Estados Unidos, comparó los programas de desinformación soviéticos con un médico malvado que diagnostica con pericia las vulnerabilidades del paciente y las explota, “prolonga su enfermedad y lo acelera hasta una muerte prematura en lugar de curarlo”.Hace una década, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, supervisó un renacimiento de estas tácticas, con el fin de socavar las democracias de todo el mundo desde las sombras.Las redes sociales proporcionaban ahora una forma fácil de alimentar las ideas en el discurso estadounidense, algo que, durante medio siglo, la KGB había luchado por hacer. Y el gobierno ruso canalizó secretamente más de 300 millones de dólares a partidos políticos en más de dos docenas de países en un esfuerzo por influir en sus políticas a favor de Moscú desde 2014, según una revisión de la inteligencia estadounidense hecha pública la semana pasada.El efecto que estas intrusiones tuvieron en la democracia estadounidense es una cuestión que nos acompañará durante años. Las redes sociales ya estaban amplificando los impulsos políticos de los estadounidenses, dejando tras de sí un rastro de comunidades dañadas. La confianza en las instituciones estaba disminuyendo y la rabia aumentaba en la vida pública. Estas cosas habrían sido ciertas aun sin la interferencia rusa.Pero rastrear las intrusiones rusas durante los meses que siguieron a esa primera Marcha de las Mujeres es ser testigo de un persistente esfuerzo por empeorarlas todas.Después de las elecciones de 2016, la operación de desinformación rusa de la Agencia de Investigación de Internet cambió el enfoque de Donald Trump y Hillary Clinton a objetivos más amplios de Estados Unidos.James Hill para The New York Times‘Refrigeradores y clavos’A principios de 2017, la operación de troleo se encontraba en su fase imperial y rebosaba confianza.Las cuentas de la Agencia de Investigación de Internet, una organización cuya sede se encuentra en San Petersburgo y es controlada por un aliado de Putin, se había ufanado de impulsar a Trump a la victoria. Ese año, el presupuesto del grupo casi se había duplicado, según comunicaciones internas hechas públicas por los fiscales estadounidenses. Pasó más de un año antes de que las plataformas de las redes sociales realizaran una amplia purga de cuentas de títeres respaldados por Rusia.Para los troles, era una hora clave.En estas condiciones propicias, sus objetivos pasaron de la política electoral a algo más general: la meta de agudizar las fisuras en la sociedad estadounidense, dijo Alex Iftimie, un exfiscal federal que trabajó en un caso de 2018 contra un administrador del Proyecto Lakhta, que supervisaba la Agencia de Investigación de Internet y otras operaciones de troleo ruso.“Ya no se trataba exclusivamente de Trump y Clinton”, dijo Iftimie, ahora socio de Morrison Foerster. “Era más profundo y más siniestro y más difuso en su enfoque de explotar las divisiones dentro de la sociedad en cualquier número de niveles diferentes”.Había una rutina: al llegar a su turno, los trabajadores escudriñaban los medios de comunicación de los márgenes ideológicos, de la extrema izquierda y de la extrema derecha, en busca de contenido extremo que pudieran publicar y amplificar en las plataformas, alimentando las opiniones extremas en las conversaciones principales.Artyom Baranov, quien trabajó en una de las filiales del Proyecto Lakhta de 2018 a 2020, concluyó que sus compañeros de trabajo eran, en su mayoría, personas que necesitaban el dinero, indiferentes a los temas sobre los que se les pedía que escribieran.“Si se les asignaba un texto sobre refrigeradores, escribían sobre refrigeradores, o, digamos, sobre clavos, escribían sobre clavos”, dijo Baranov, uno de un puñado de antiguos troles que han hablado públicamente sobre sus actividades. Pero en lugar de refrigeradores y clavos, era “Putin, Putin, luego Putin, y luego sobre Navalny”, en referencia a Alekséi Navalny, el líder de la oposición encarcelado.El trabajo no consistía en exponer argumentos, sino en provocar una reacción visceral y emocional, idealmente de “indignación”, explicó Baranov, psicoanalista de formación, a quien se le asignó escribir publicaciones en línea sobre política rusa. “La tarea es hacer una especie de explosión, causar controversia”, agregó.Cuando una publicación lograba enfurecer a un lector, dijo, un compañero de trabajo comentaba a veces, con satisfacción, Liberala razorvala. Un liberal fue destrozado. “No se trataba de discutir hechos o dar nuevos argumentos”, dijo. “Siempre es una forma de hurgar en los trapos sucios”.El feminismo era un objetivo obvio, porque se consideraba una “agenda occidental” y hostil a los valores tradicionales que representaba Rusia, dijo Baranov, quien habló de su trabajo con la esperanza de advertir a las personas de que fueran más escépticas con el material que hay en línea. Desde hace meses, las cuentas rusas que pretenden pertenecer a mujeres negras han estado investigando las divisiones raciales dentro del feminismo estadounidense:“El feminismo blanco parece ser la tendencia más estúpida del 2k16”“Mira cómo Muhammad Ali calla a una feminista blanca que critica su arrogancia”“No tengo tiempo para tu basura de feminista blanca”“Por qué las feministas negras no le deben su apoyo a Hillary Clinton”“UN POCO MÁS FUERTE PARA LAS FEMINISTAS BLANCAS DE ATRÁS”En enero de 2017, mientras se acercaba la Marcha de las Mujeres, probaron distintos enfoques con distintas audiencias, como lo habían hecho previo a las elecciones presidenciales de 2016. Publicaban como mujeres trans resentidas, mujeres pobres y mujeres contra el aborto. Desacreditaban a quienes marchaban por ser peones del multimillonario judío George Soros.Y se burlaron de las mujeres que planeaban participar, a menudo en términos crudamente sexuales. En coordinación, a partir del 19 de enero, 46 cuentas rusas lanzaron 459 sugerencias originales para #RenameMillionWomenMarch, un hashtag creado por un conductor de pódcast de derecha de Indiana:La Marcha de: ¿Por qué nadie me quiere?La marcha de las mujeres fuertes que se hacen las víctimas constantementeLa Marcha de la Solitaria Señora de los GatosEl campamento de los cólicosLa Convención de Mujeres BarbudasViejas rotas arengandoEl camino de las lágrimas liberalesEl festival de las perras de Coyote UglyMientras tanto, otra línea de mensajes más efectiva se desarrollaba.Sarsour recordó el abrumador torrente de ataques. “Imagínese que todos los días al levantarse son un monstruo”, dijo.Brad Ogbonna/Redux‘Fue como una avalancha’Como una de las cuatro copresidentas de la Marcha de las Mujeres, Sarsour llegó con un historial, y con carga.Sarsour, hija de un tendero palestinoestadounidense de Crown Heights, en Nueva York, se había convertido en la voz de los derechos de los musulmanes después de los atentados del 11 de septiembre. En 2015, cuando tenía 35 años, un perfil del New York Times la ungió —“una chica de Brooklyn con hiyab”— como algo raro: una potencial candidata araboestadounidense a un cargo de elección pública.En 2016, el senador Bernie Sanders la invitó a un evento de campaña, un sello de aprobación de uno de los progresistas más influyentes del país. Eso molestó a los políticos pro-Israel en Nueva York, que señalaron su apoyo al movimiento de boicot, desinversión y sanciones, que busca asegurar los derechos de los palestinos aislando a Israel. Los críticos del movimiento sostienen que amenaza la existencia de Israel.Rory Lancman, entonces concejal de la ciudad del barrio de Queens, recuerda su inquietud cada vez mayor cuando ella comenzó a aparecer con regularidad en los eventos en los que se apoyaban causas de izquierda no relacionadas con Israel, como los salarios justos, donde, en su opinión, “su verdadera agenda estaba tratando de casar una agenda antiisraelí con diferentes causas progresistas”.Para Lancman, demócrata, la noticia de que Sarsour era una de las líderes de la Marcha de las Mujeres le pareció “desgarrador —esa es la palabra—, que el antisemitismo se tolere y racionalice en espacios progresistas”.Eso era la política de siempre, y Sarsour estaba acostumbrada a ello: la larga disputa entre los demócratas sobre las implicaciones de criticar a Israel.Pero 48 horas después de la marcha, hubo un cambio de tono en línea, con el surgimiento de publicaciones que describían a Sarsour como una yihadista radical que se había infiltrado en el feminismo estadounidense. Sarsour lo recuerda muy bien, porque se despertó con un mensaje de texto preocupado de una amiga y fue en Twitter para descubrir que era tendencia.No todas las respuestas negativas fueron orgánicas. Esa semana, las cuentas rusas de amplificación comenzaron a circular publicaciones centradas en Sarsour, muchas de las cuales eran incendiarias y se basaban en falsedades, ya que afirmaban que era una islamista radical: “Una musulmana que odiaba a los judíos y estaba a favor del Estado Islámico y en contra de Estados Unidos”, a la que “se había visto mostrando el cartel del Estado Islámico”.Algunas de estas publicaciones fueron vistas por muchas personas. A las 7 p. m. del 21 de enero, una cuenta de la Agencia de Investigación de Internet identificada como @TEN_GOP, un supuesto estadounidense de derecha originario del sur del país, tuiteó que Sarsour estaba a favor de imponer sharía o ley islámica en Estados Unidos, haciendo eco de una popular teoría de la conspiración antimusulmana que Trump había ayudado a popularizar en la campaña.Este mensaje cobró impulso y acumuló 1686 respuestas, se retuiteó 8046 veces y obtuvo 6256 “me gusta”. Al día siguiente, casi de manera simultánea, un pequeño ejército de 1157 cuentas de derecha retomó la narrativa y publicó 1659 mensajes sobre el tema, según un análisis realizado por la empresa de análisis online Graphika en nombre del Times.Vladimir Barash, jefe científico de Graphika, dijo que el patrón de interferencia era “estratégicamente similar” a la actividad de los troles en las vastas protestas anti-Putin de 2011 y 2012, con cuentas falsas “tratando de secuestrar la conversación de manera similar, a veces con éxito”.“Hay algunas pruebas circunstanciales de que aprendieron en un contexto doméstico y luego trataron de replicar su éxito en un contexto extranjero”, dijo Barash.Las cosas estaban cambiando sobre el terreno en Nueva York. En la Asociación Árabe Estadounidense de Nueva York, la organización sin fines de lucro de defensa a los migrantes que Sarsour dirigía en Bay Ridge, comenzó a llegar una gran cantidad de correo de odio: tarjetas postales, reclamos escritos a mano en papel de cuaderno, su foto impresa y desfigurada con equis rojas.“Se trataba de un nivel totalmente nuevo, y se sentía extraño, porque venía de todo el país”, dijo Kayla Santosuosso, entonces subdirectora de la organización sin fines de lucro, que recuerda haber llevado el correo a Sarsour en cajas de zapatos. Sarsour, a quien preocupaba haberse convertido en “un lastre”, renunció a su puesto en febrero de ese año.Para la primavera, la respuesta contra Sarsour se había convertido en un espectáculo de política divisoria. “Era como una avalancha”, dijo. “Como si estuviera nadando en ella todos los días. Era como si nunca saliera de ella”.Cuando fue invitada a dar el discurso de graduación de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY, por su sigla en inglés), el furor comenzó con semanas de antelación. Llamó la atención del polemista de extrema derecha Milo Yiannopoulos, quien viajó a Nueva York para una protesta que atrajo, como escribió un reportero del Times, “una extraña mezcla, incluyendo judíos y sionistas de derecha, comentaristas como Pamela Geller y algunos miembros de la extrema derecha”.“Linda Sarsour es una bomba de relojería del horror progresista, amante de la sharia, que odia a los judíos”, dijo Yiannopoulos a la multitud.Sarsour recuerda el momento previo al discurso de graduación como particularmente estresante. A medida que se acercaba, tuvo visiones de una figura que salía de las sombras para matarla, “alguna pobre persona desquiciada que se consumía en los rincones oscuros de internet, que sería alimentada por el odio”.Las cuentas de los troles rusos formaron parte de ese clamor; desde más de un mes antes de su discurso, un puñado de cuentas de amplificación gestionadas por la mayor agencia de inteligencia militar de Rusia, el GRU, hicieron circular expresiones de indignación por su elección, a menudo con el hashtag #CancelSarsour.Cuando Yiannopoulos habló, @TEN_GOP tuiteó las frases más jugosas —la línea “bomba de relojería del horror progresista”— y acumuló 3954 retuits y 5967 likes.Pronunció su discurso de graduación sin incidentes. Después, parece ser que los troles esperaron que dijera o hiciera algo divisorio. Y eso sucedió a principios de julio cuando, envalentonada tras su aparición en la CUNY, exhortó a la audiencia musulmana fuera de Chicago a rebelarse contra las políticas injustas del gobierno, que describió como “la mejor forma de yihad”.En el islam, la palabra “yihad” puede denotar cualquier lucha virtuosa, pero en el contexto político estadounidense es inextricable del concepto de guerra santa. Un político más pragmático podría haber evitado utilizarla, pero Sarsour se sentía como la de antes. “Así es como soy en la vida real”, dijo. “Soy de Brooklyn y soy palestina. Es mi personalidad”.Para los troles rusos, era una oportunidad.La semana siguiente, las cuentas rusas aumentaron de manera considerable su volumen de mensajes sobre Sarsour y produjeron 184 publicaciones en un solo día, según Advance Democracy Inc.Una vez más, el público respondió: cuando @TEN_GOP tuiteó: “Linda Sarsour pide abiertamente a los musulmanes que hagan la yihad contra Trump, por favor, investiguen este asunto”, recibió 6222 retuits y 6549 me gusta. Las cuentas mantuvieron un intenso enfoque en ella durante el mes de julio, cuando produjeron 894 publicaciones durante el mes siguiente y continuaron hasta el otoño, descubrió el grupo.Y una vez más, la reacción se extendió por las redes sociales. Los manifestantes acamparon frente al restaurante de parrilla kosher donde su hermano, Mohammed, trabajaba como gerente, exigiendo que fuera despedido. Dejó el trabajo y, finalmente, Nueva York.Su madre abrió un paquete que le llegó por correo y gritó: era un extraño libro autopublicado, titulado A Jihad Grows in Brooklyn, que pretendía ser la autobiografía de Sarsour y estaba ilustrado con fotografías familiares.“Digo, imagínense que todos los días al levantarse son un monstruo”, comentó Sarsour”.Los grupos progresistas se distanciaron de Sarsour, a la izquierda, y de sus compañeras copresidentas de la marcha, Tamika Mallory y Carmen Pérez.Erin Scott/ReutersA la caza de fantasmasResulta enloquecedoramente difícil decir con certeza qué efecto han tenido las operaciones de influencia rusas en Estados Unidos, porque cuando se afianzaron se apoyaron en divisiones sociales reales. Una vez introducidas en el discurso estadounidense, el rastro ruso desaparece, como el agua que se ha añadido a una piscina.Esto crea un enigma para los especialistas en desinformación, muchos de los cuales dicen que se ha exagerado el impacto de las intervenciones rusas. Después de las elecciones presidenciales de 2016, culpar a Rusia de los resultados no deseados se convirtió en “la salida emocional”, dijo Thomas Rid, autor de Desinformación y guerra política: historia de un siglo de falsificaciones y engaños.“Te juegan una mala pasada”, dijo Rid, profesor de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins. “Te conviertes en un idiota útil si ignoras las operaciones de información eficaces. Pero también si la ensalzas contando una historia, si la haces más poderosa de lo que es. Es un truco”.Las divisiones al interior de la Macha de las Mujeres ya existían.Las discusiones intestinas sobre la identidad y el antisemitismo habían tensado al grupo desde sus primeros días, cuando una de sus organizadoras, Vanessa Wruble, quien es judía, fue expulsada después de lo que describió como tensas conversaciones con Pérez y Mallory sobre el papel de los judíos en el racismo estructural. Pérez y Mallory han rebatido esa versión.Y la incomodidad con Sarsour había disminuido el entusiasmo entre algunos progresistas judíos, dijo Rachel Timoner, la rabina principal de la Congregación Beth Elohim en Park Slope, Brooklyn.Recordó haber salido en defensa de Sarsour contra los ataques “racistas e islamófobos”, solo para descubrir, cada vez, que surgía una nueva tormenta de fuego, a menudo como resultado de algo inflamatorio y “en última instancia indefendible” que Sarsour había dicho.A medida que pasaban los meses, dijo la rabina Timoner, los judíos comenzaron a preguntarse si estaban siendo excluidos de los movimientos progresistas.En 2018, se desató una nueva crisis interna por la asistencia de Mallory al Día del Salvador, una reunión anual de la Nación del Islam encabezada por Farrakhan.Mallory creció en Harlem, donde muchos veían positivamente a la Nación del Islam y a su fundador, como cruzados contra la violencia urbana. La presionaron para que rechazara a Farrakhan, a lo que se negó, aunque dijo que no compartía sus posturas antisemitas. Después del asesinato del padre de su hijo, explicó: “Fueron las mujeres de la Nación del Islam quienes me apoyaron”.“Siempre las he llevado cerca de mi corazón por esa razón”, dijo.Después de eso, el tejido de la coalición se rompió, de manera lenta y dolorosa. Sarsour y Perez se mantuvieron al lado de Mallory, y en poco tiempo, los grupos progresistas comenzaron a distanciarse de las tres. Bajo una intensa presión para que dejaran de ser las líderes, Sarsour, Perez y una tercera copresidenta, Bland, lo hicieron en 2019, un movimiento que, según dicen, estaba planeado desde hace tiempo.Las cuentas rusas aumentaron su producción en torno a Farrakhan y las lideresas de la Marcha de las Mujeres esa primavera, con 10 a 20 publicaciones al día, pero no hay pruebas de que fueran un motor principal de la conversación.Más o menos en ese momento, perdemos de vista la mayoría de los mensajes rusos. En el verano de 2018, Twitter suspendió 3841 cuentas vinculadas a la Agencia de Investigación de Internet y conservó 10 millones de sus tuits para que pudieran ser estudiados por los investigadores. Unos meses después, la plataforma suspendió y guardó el trabajo de 414 cuentas producidas por el GRU, la agencia de inteligencia militar.Con ello, se silenció un coro de voces que, durante años, habían ayudado a dar forma a las conversaciones estadounidenses sobre Black Lives Matter, la investigación de Mueller y los jugadores de la NFL arrodillados durante el himno nacional. El registro de los mensajes en torno a la Marcha de las Mujeres también se rompe ahí, congelado en el tiempo.La explotación rusa de Sarsour como figura divisoria debe entenderse como parte de la historia de la Marcha de las Mujeres, dijo Shireen Mitchell, una analista de tecnología que ha estudiado la interferencia rusa en el discurso afroestadounidense en línea.Ella comentó que las campañas rusas eran expertas en sembrar ideas que fluían hacia el discurso principal, después de lo cual, agregó, podían “solo sentarse y esperar”.“Es la preparación de todo eso, empezando por el principio”, dijo Mitchell, fundadora de Stop Online Violence Against Women. “Si esos miles de tuits causan una división entre los grupos que importan, si abren y permiten esa división, ya no es una grieta. Se convierte en un valle”.Otros consideraron que el papel de Rusia era marginal y entraba en los límites de un debate estadounidense necesario.“Es una pena que Linda Sarsour haya dañado ese movimiento intentando inyectar en él ideas nocivas que no tenían razón de ser en la Marcha de las Mujeres”, dijo Lancman, el exconcejal. “Por desgracia”, añadió, los rusos “parecen muy adeptos a explotar esas fisuras”.La rabina Timoner sonaba triste, al recordar todo lo que había pasado. Las heridas que se abrieron entre los progresistas aquel año nunca han terminado de cicatrizar, dijo.“Hay mucho dolor judío aquí”, dijo. “Esos bots rusos estaban hurgando en ese dolor”.La Marcha de las Mujeres continuó bajo un nuevo liderazgo, pero durante los meses de controversia, muchas mujeres que habían sido impulsadas por la primera marcha se alejaron.“No puedo recordar todas las historias negativas, solo recuerdo que había muchas”, dijo Jennifer Taylor-Skinner, una mujer de Seattle que, después de la marcha de 2017, dejó su trabajo en Microsoft y fundó The Electorette, un pódcast orientado a las mujeres progresistas. Ella nunca ha recuperado ese sentimiento de unidad.“Solo de pensarlo, todavía me siento un poco desvinculada de cualquier movimiento central”, dijo. “Aquí se estaba formando una posible coalición que se ha roto”.Una réplicaSarsour, de 42 años, había regresado a su oficina en Bay Ridge la primavera pasada, cinco años después de la primera Marcha de las Mujeres, cuando se enteró, por un reportero, de que había sido víctima del gobierno ruso.En la actualidad, rara vez la invitan a las plataformas nacionales y, cuando lo hacen, suele haber protestas. El rumor que había en torno a ella como futura candidata política se ha calmado. Sabe cómo se la ve, como una figura polarizadora. Se ha adaptado a esta realidad, y se ve a sí misma más como una activista, en el molde de Angela Davis.“Nunca voy a conseguir un trabajo de verdad” en una organización sin fines de lucro o corporación importante, comentó. “Ese es el tipo de impacto que estas cosas tienen en nuestras vidas”.Los datos sobre los mensajes rusos relacionados con la Marcha de las Mujeres aparecieron por primera vez a finales del año pasado en una revista académica, donde Samantha R. Bradshaw, experta en desinformación de la American University, revisó la injerencia del Estado en los movimientos feministas.Ella y su coautora, Amélie Henle, descubrieron un patrón de mensajes por parte de influentes cuentas de amplificadores que buscaban desmovilizar el activismo de la sociedad civil, impulsando las críticas interseccionales al feminismo y atacando a los organizadoras.Los movimientos, sostiene Bradshaw, son estructuras frágiles, que a menudo no están preparadas para hacer frente a campañas de sabotaje con buenos recursos y respaldadas por el Estado, especialmente cuando se combinan con algoritmos que promueven contenidos negativos. Pero los movimientos sociales saludables son esenciales para las democracias, dijo.“No vamos a tener una esfera pública robusta si nadie quiere organizar protestas”, dijo.Sarsour no es una académica, pero lo entendió bastante bien.“Señor, ten piedad”, dijo, al echar un vistazo a las conclusiones de Bradshaw.Sarsour trató de entenderlo: todo ese tiempo, el gobierno ruso la tenía en la mira. Hacía tiempo que creía saber de dónde venían sus críticos: la derecha estadounidense y los partidarios de Israel. Nunca se le ocurrió que pudieran provenir de un gobierno extranjero.“Pensar que Rusia va a usarme es mucho más peligroso y siniestro”, comentó. “Me pregunto cómo se beneficia Rusia de aprovechar mi identidad para debilitar movimientos contra Trump en Estados Unidos, me parece”, hizo un pausa. “Es solo que… vaya”.Entender lo que hicieron los troles rusos no cambiaría su posición.Aun así, la ayudó a entender esa época de su vida, en la que había estado en el centro de una tormenta. No eran únicamente sus compatriotas los que la odiaban. No fueron solamente sus aliados los que la repudiaron. Eso había pasado. Pero no era toda la historia.Llamó a Mallory.“No estábamos locas”, dijo.Aaron Krolik More

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    How Russian Trolls Helped Keep the Women’s March Out of Lock Step

    Linda Sarsour awoke on Jan. 23, 2017, logged onto the internet, and felt sick.The weekend before, she had stood in Washington at the head of the Women’s March, a mobilization against President Donald J. Trump that surpassed all expectations. Crowds had begun forming before dawn, and by the time she climbed up onto the stage, they extended farther than the eye could see.More than four million people around the United States had taken part, experts later estimated, placing it among the largest single-day protests in the nation’s history.But then something shifted, seemingly overnight. What she saw on Twitter that Monday was a torrent of focused grievance that targeted her. In 15 years as an activist, largely advocating for the rights of Muslims, she had faced pushback, but this was of a different magnitude. A question began to form in her mind: Do they really hate me that much?That morning, there were things going on that Ms. Sarsour could not imagine.More than 4,000 miles away, organizations linked to the Russian government had assigned teams to the Women’s March. At desks in bland offices in St. Petersburg, using models derived from advertising and public relations, copywriters were testing out social media messages critical of the Women’s March movement, adopting the personas of fictional Americans.They posted as Black women critical of white feminism, conservative women who felt excluded, and men who mocked participants as hairy-legged whiners. But one message performed better with audiences than any other.It singled out an element of the Women’s March that might, at first, have seemed like a detail: Among its four co-chairs was Ms. Sarsour, a Palestinian American activist whose hijab marked her as an observant Muslim.Linda Sarsour, a leader of the initial Women’s March in January 2017. Within days, Russian trolls were targeting her online.Theo Wargo/Getty ImagesOver the 18 months that followed, Russia’s troll factories and its military intelligence service put a sustained effort into discrediting the movement by circulating damning, often fabricated narratives around Ms. Sarsour, whose activism made her a lightning rod for Mr. Trump’s base and also for some of his most ardent opposition.One hundred and fifty-two different Russian accounts produced material about her. Public archives of Twitter accounts known to be Russian contain 2,642 tweets about Ms. Sarsour, many of which found large audiences, according to an analysis by Advance Democracy Inc., a nonprofit, nonpartisan organization that conducts public-interest research and investigations.Many people know the story about how the Women’s March movement fractured, leaving lasting scars on the American left.A fragile coalition to begin with, it headed into crisis over its co-chairs’ association with Louis Farrakhan, the Nation of Islam leader, who is widely condemned for his antisemitic statements. When this surfaced, progressive groups distanced themselves from Ms. Sarsour and her fellow march co-chairs, Carmen Perez, Tamika Mallory and Bob Bland, and some called for them to step down.But there is also a story that has not been told, one that only emerged years later in academic research, of how Russia inserted itself into this moment.For more than a century, Russia and the Soviet Union sought to weaken their adversaries in the West by inflaming racial and ethnic tensions. In the 1960s, K.G.B. officers based in the United States paid agents to paint swastikas on synagogues and desecrate Jewish cemeteries. They forged racist letters, supposedly from white supremacists, to African diplomats.They did not invent these social divisions; America already had them. Ladislav Bittman, who worked for the secret police in Czechoslovakia before defecting to the United States, compared Soviet disinformation programs to an evil doctor who expertly diagnoses the patient’s vulnerabilities and exploits them, “prolongs his illness and speeds him to an early grave instead of curing him.”A decade ago, Russia’s president, Vladimir V. Putin, oversaw a revival of these tactics, seeking to undermine democracies around the world from the shadows.Social media now provided an easy way to feed ideas into American discourse, something that, for half a century, the K.G.B. had struggled to do. And the Russian government secretly funneled more than $300 million to political parties in more than two dozen countries in an effort to sway their policies in Moscow’s favor since 2014, according to a U.S. intelligence review made public last week.What effect these intrusions had on American democracy is a question that will be with us for years. It may be unanswerable. Already, social media was amplifying Americans’ political impulses, leaving behind a trail of damaged communities. Already, trust in institutions was declining, and rage was flaring up in public life. These things would have been true without Russian interference.But to trace the Russian intrusions over the months that followed that first Women’s March is to witness a persistent effort to make all of them worse.After the 2016 election, the Russian disinformation operation at the Internet Research Agency shifted focus from Donald Trump and Hillary Clinton to broader U.S. targets.James Hill for The New York Times‘Refrigerators and Nails’In early 2017, the trolling operation was in its imperial phase, swelling with confidence.Accounts at the Internet Research Agency, an organization based in St. Petersburg and controlled by a Putin ally, had boasted of propelling Mr. Trump to victory. That year, the group’s budget nearly doubled, according to internal communications made public by U.S. prosecutors. More than a year would pass before social media platforms executed sweeping purges of Russian-backed sock-puppet accounts.For the trolls, it was a golden hour.Under these auspicious conditions, their goals shifted from electoral politics to something more general — the goal of deepening rifts in American society, said Alex Iftimie, a former federal prosecutor who worked on a 2018 case against an administrator at Project Lakhta, which oversaw the Internet Research Agency and other Russian trolling operations.“It wasn’t exclusively about Trump and Clinton anymore,” said Mr. Iftimie, now a partner at Morrison Foerster. “It was deeper and more sinister and more diffuse in its focus on exploiting divisions within society on any number of different levels.”There was a routine: Arriving for a shift, workers would scan news outlets on the ideological fringes, far left and far right, mining for extreme content that they could publish and amplify on the platforms, feeding extreme views into mainstream conversations.Artyom Baranov, who worked at one of Project Lakhta’s affiliates from 2018 to 2020, concluded that his co-workers were, for the most part, people who needed the money, indifferent to the themes they were asked to write on.“If they were assigned to write text about refrigerators, they would write about refrigerators, or, say, nails, they would write about nails,” said Mr. Baranov, one of a handful of former trolls who have spoken on the record about their activities. But instead of refrigerators and nails, it was “Putin, Putin, then Putin, and then about Navalny,” referring to Aleksei Navalny, the jailed opposition leader.The job was not to put forward arguments, but to prompt a visceral, emotional reaction, ideally one of “indignation,” said Mr. Baranov, a psychoanalyst by training, who was assigned to write posts on Russian politics. “The task is to make a kind of explosion, to cause controversy,” he said.When a post succeeded at enraging a reader, he said, a co-worker would sometimes remark, with satisfaction, Liberala razorvala. A liberal was torn apart. “It wasn’t on the level of discussing facts or giving new arguments,” he said. “It’s always a way of digging into dirty laundry.”Feminism was an obvious target, because it was viewed as a “Western agenda,” and hostile to the traditional values that Russia represented, said Mr. Baranov, who spoke about his work in hopes of warning the public to be more skeptical of material online. Already, for months, Russian accounts purporting to belong to Black women had been drilling down on racial rifts within American feminism:“White feminism seems to be the most stupid 2k16 trend”“Watch Muhammad Ali shut down a white feminist criticizing his arrogance”“Aint got time for your white feminist bullshit”“Why black feminists don’t owe Hillary Clinton their support”“A LIL LOUDER FOR THE WHITE FEMINISTS IN THE BACK”In January 2017, as the Women’s March drew nearer, they tested different approaches on different audiences, as they had during the run-up to the 2016 presidential election. They posed as resentful trans women, poor women and anti-abortion women. They dismissed the marchers as pawns of the Jewish billionaire George Soros.And they derided the women who planned to participate, often in crudely sexual terms. In coordination, beginning on Jan. 19, 46 Russian accounts pumped out 459 original suggestions for #RenameMillionWomenMarch, a hashtag created by a right-wing podcaster from Indiana:The Why Doesn’t Anybody Love Me MarchThe Strong Women Constantly Playing the Victim MarchThe Lonely Cat Lady MarchThe Cramp CampThe Bearded Women ConventionBroken Broads BloviatingThe Liberal Trail of TearsCoyote Ugly BitchfestIn the meantime, another, far more effective line of messaging was developing.Ms. Sarsour recalled the overwhelming torrent of attacks. “I mean, just imagine,” she said, “every day that you woke up, you were a monster.”Brad Ogbonna/Redux‘It Was Like an Avalanche’As one of the four co-chairs of the Women’s March, Ms. Sarsour came with a track record — and with baggage.The daughter of a Palestinian American shopkeeper in Crown Heights, she had risen to prominence as a voice for the rights of Muslims after 9/11. In 2015, when she was 35, a New York Times profile anointed her — a “Brooklyn Homegirl in a Hijab” — as something rare, a potential Arab American candidate for elected office.In 2016, Senator Bernie Sanders featured her at a campaign event, a stamp of approval from one of the country’s most influential progressives. That troubled pro-Israel politicians in New York, who pointed to her support for the Boycott, Divestment and Sanctions movement, which seeks to secure Palestinian rights by isolating Israel. Critics of the movement contend that it threatens Israel’s existence.Rory Lancman, then a city councilman from Queens, recalls his growing alarm as she began to appear regularly at events for left-wing causes unrelated to Israel, like fair wages, where, he felt, “her real agenda was trying to marry an anti-Israel agenda with different progressive causes.”The news that Ms. Sarsour was among the leaders of the Women’s March, said Mr. Lancman, a Democrat, struck him as “heartbreaking — that’s the word — that antisemitism is tolerated and rationalized in progressive spaces.”That was politics as usual, and Ms. Sarsour was accustomed to it: the long-running feud among Democrats over the implications of criticizing Israel.But forty-eight hours after the march, a shift of tone occurred online, with a surge of posts describing Ms. Sarsour as a radical jihadi who had infiltrated American feminism. Ms. Sarsour recalls this vividly, because she woke to a worried text message from a friend and glanced at Twitter to find that she was trending.Not all of this backlash was organic. That week, Russian amplifier accounts began circulating posts that focused on Ms. Sarsour, many of them inflammatory and based on falsehoods, claiming she was a radical Islamist, “a pro-ISIS Anti USA Jew Hating Muslim” who “was seen flashing the ISIS sign.”Some of these posts found a large audience. At 7 p.m. on Jan. 21, an Internet Research Agency account posing as @TEN_GOP, a fictional right-wing American from the South, tweeted that Ms. Sarsour favored imposing Shariah law in the United States, playing into a popular anti-Muslim conspiracy theory that Mr. Trump had helped to popularize on the campaign trail.This message took hold, racking up 1,686 replies, 8,046 retweets and 6,256 likes. An hour later, @PrisonPlanet, an influential right-wing account, posted a tweet on the same theme. The following day, nearly simultaneously, a small army of 1,157 right-wing accounts picked up the narrative, publishing 1,659 posts on the subject, according to a reconstruction by Graphika, a social media monitoring company.Things were changing on the ground in New York. At the Arab American Association of New York, the nonprofit immigrant advocacy organization Ms. Sarsour ran in Bay Ridge, hate mail began to pour in — postcards, handwritten screeds on notebook paper, her photo printed out and defaced with red X’s.“This was an entirely new level, and it felt weird, because it was coming from all over the country,” said Kayla Santosuosso, then the nonprofit’s deputy director, who remembers bringing the mail to Ms. Sarsour in shoe boxes. Ms. Sarsour, worried that she had become “a liability,” stepped down from her position there that February.By the spring, the backlash against Ms. Sarsour had developed into a divisive political sideshow, one that easily drowned out the ideas behind the Women’s March. Every time she thought the attacks were quieting, they surged back. “It was like an avalanche,” she said. “Like I was swimming in it every day. It was like I never got out of it.”When she was invited to appear as a graduation speaker at the City University of New York’s graduate school of public health, the furor began weeks in advance. It caught the attention of the far-right polemicist Milo Yiannopoulos, who traveled to New York for a protest that attracted, as a Times reporter wrote, “a strange mix, including right-leaning Jews and Zionists, commentators like Pamela Geller, and some members of the alt-right.”“Linda Sarsour is a Shariah-loving, terrorist-embracing, Jew-hating, ticking time bomb of progressive horror,” Mr. Yiannopoulos told the crowd.Ms. Sarsour recalls the period leading up to the graduation speech as particularly stressful. As it approached, she had visions of a figure coming out of the shadows to kill her, “some poor, like, deranged person who was consumed by the dark corners of the internet, who would be fueled by hate.”Russian troll accounts were part of that clamor; beginning more than a month before her speech, a handful of amplifier accounts managed by Russia’s largest military intelligence agency, the G.R.U., circulated expressions of outrage at her being selected, often hashtagged #CancelSarsour.When Mr. Yiannopoulos spoke, @TEN_GOP tweeted the juiciest phrases — the “ticking time bomb of progressive horror” line — and racked up 3,954 retweets and 5,967 likes.Her graduation speech passed without incident. Then the trolls waited, it seems, for her to say or do something divisive. And that happened in early July, when, emboldened after her C.U.N.Y. appearance, she urged a Muslim audience outside Chicago to push back against unjust government policies, calling it “the best form of jihad.”In Islam, the word “jihad” can denote any virtuous struggle, but in the American political context it is inextricable from the concept of holy war. A more pragmatic politician might have avoided using it, but Ms. Sarsour was feeling like her old self. “That’s who I am in real life,” she said. “I’m from Brooklyn, and I’m Palestinian. It’s my personality.”To the Russian trolls, it was an opportunity.The following week, Russian accounts dramatically increased their volume of messaging about Ms. Sarsour, producing 184 posts on a single day, according to Advance Democracy Inc.Once again, the audience responded: When @TEN_GOP tweeted, “linda sarsour openly calls for muslims to wage jihad against trump, please look into this matter,” it received 6,222 retweets and 6,549 likes. The accounts sustained an intense focus on her through July, producing 894 posts over the next month and continuing into the autumn, the group found.And once again, the backlash spilled out from social media. Protesters camped outside the kosher barbecue restaurant where her brother, Mohammed, worked as a manager, demanding that he be fired. He left the job, and, eventually, New York.Her mother opened a package that arrived in the mail and screamed: It was a bizarre self-published book, titled “A Jihad Grows in Brooklyn,” that purported to be Ms. Sarsour’s autobiography and was illustrated with family photographs.“I mean, just imagine,” Ms. Sarsour said, “every day that you woke up, you were a monster.”Progressive groups distanced themselves from Ms. Sarsour, left, and her fellow march co-chairs Tamika Mallory and Carmen Perez.Erin Scott/ReutersChasing GhostsIt is maddeningly difficult to say with any certainty what effect Russian influence operations have had on the United States, because when they took hold they piggybacked on real social divisions. Once pumped into American discourse, the Russian trace vanishes, like water that has been added to a swimming pool.This creates a conundrum for disinformation specialists, many of whom say the impact of Russian interventions has been overblown. After the 2016 presidential election, blaming unwelcome outcomes on Russia became “the emotional way out,” said Thomas Rid, author of “Active Measures: The Secret History of Disinformation and Political Warfare.”“It’s playing a trick on you,” said Dr. Rid, a professor at Johns Hopkins University School of Advanced International Studies. “You become a useful idiot if you ignore effective info ops. But also if you talk it up by telling a story, if you make it more powerful than it is. It’s a trick.”The divisions within the Women’s March existed already.Internal disputes about identity and antisemitism had strained the group from its early days, when one of its organizers, Vanessa Wruble, who is Jewish, was pushed out after what she described as tense conversations with Ms. Perez and Ms. Mallory about the role of Jews in structural racism. Ms. Perez and Ms. Mallory have disputed that account.And discomfort with Ms. Sarsour had dampened enthusiasm among some Jewish progressives, said Rachel Timoner, the senior rabbi of Congregation Beth Elohim in Park Slope, Brooklyn.She recalled stepping up to defend Ms. Sarsour against “racist and Islamophobic” attacks, only to find, each time, that a new firestorm would arise, often resulting from something inflammatory and “ultimately indefensible” Ms. Sarsour had said.As the months wore on, Rabbi Timoner said, Jews began asking themselves whether they were being excluded from progressive movements.In 2018, a new internal crisis was triggered by Ms. Mallory’s attendance at Saviours’ Day, an annual gathering of the Nation of Islam led by Mr. Farrakhan.Ms. Mallory grew up in Harlem, where many viewed the Nation of Islam and its founder positively, as crusaders against urban violence. Pressured to disavow Mr. Farrakhan, she refused, though she said she did not share his antisemitic views. After her son’s father was murdered, she explained, “it was the women of the Nation of Islam who supported me.”“I have always held them close to my heart for that reason,” she said.After that, the fabric of the coalition tore, slowly and painfully. Ms. Sarsour and Ms. Perez stuck by Ms. Mallory, and before long, progressive groups began distancing themselves from all three. Under intense pressure to step down as the leaders, Ms. Sarsour, Ms. Perez, and a third co-chair, Bob Bland, did so in 2019, a move they say was long planned.Russian accounts boosted their output around Mr. Farrakhan and the Women’s March leaders that spring, posting 10 or 20 times a day, but there is no evidence that they were a primary driver of the conversation.Around this time, we largely lose our view into Russian messaging. In the summer of 2018, Twitter suspended 3,841 accounts traced to the Internet Research Agency, preserving 10 million of their tweets so they could be studied by researchers. A few months later, the platform suspended and preserved the work of 414 accounts produced by the G.R.U., the military intelligence agency.With that, a chorus of voices went silent — accounts that, for years, had helped shape American conversations about Black Lives Matter, the Mueller investigation and NFL players kneeling during the national anthem. The record of the messaging around the Women’s March breaks off there, too, frozen in time.Russia’s exploitation of Ms. Sarsour as a wedge figure should be understood as part of the history of the Women’s March, said Shireen Mitchell, a technology analyst who has studied Russian interference in Black online discourse.Russian campaigns, she said, were adept at seeding ideas that flowed into mainstream discourse, after which, as she put it, they could “just sit and wait.”“It’s the priming of all that, starting from the beginning,” said Ms. Mitchell, the founder of Stop Online Violence Against Women. “If those thousand tweets hit a division between the groups that matter, if they open and allow that division, it’s no longer a crack. It becomes a valley.”Others saw Russia’s role as marginal, tinkering around the edges of a necessary American discussion.“It’s a shame that Linda Sarsour damaged that movement by trying to inject into it noxious ideas that had no reason to be part of the Women’s March,” said Mr. Lancman, the former city councilman. “Unfortunately,” he added, Russians “seem very adept at exploiting these fissures.”Rabbi Timoner sounded sad, recalling all that had happened. The wounds that opened up between progressives that year have never quite healed, she said.“There is so much Jewish pain here,” she said. “Those Russian bots were poking at that pain.”The Women’s March continued under new leadership, but during the months of controversy, many women who had been galvanized by the first march drifted away.“I can’t remember all the negative stories, I just remember that there were so many of them,” said Jennifer Taylor-Skinner, a Seattle woman who, after the 2017 march, quit her job at Microsoft and founded “The Electorette,” a podcast geared toward progressive women. She hasn’t ever recaptured that feeling of unity.“Just thinking about it, I still feel a bit unmoored from any central movement,” she said. “There was a coalition possibly forming here that has been broken up.”An AftershockMs. Sarsour, 42, was back in her old office in Bay Ridge this past spring, five years after the first Women’s March, when she learned, from a reporter, that the Russian government had targeted her.She is seldom invited to national platforms these days, and when she is, protests often follow. Whatever buzz there was around her as a future political candidate has quieted. She knows how she is seen, as a polarizing figure. She has adjusted to this reality, and sees herself more as an activist, in the mold of Angela Davis.“I’m never going to get a real job,” at a major nonprofit or a corporation, she said. “That’s the kind of impact that these things have on our lives.”Data on Russian messaging around the Women’s March first appeared late last year in an academic journal, where Samantha R. Bradshaw, a disinformation expert at American University, reviewed state interference in feminist movements.She and her co-author, Amélie Henle, found a pattern of messaging by influential amplifier accounts that sought to demobilize civil society activism, by pumping up intersectional critiques of feminism and attacking organizers.Movements, Dr. Bradshaw argues, are fragile structures, often unprepared to weather well-resourced state-backed sabotage campaigns, especially when combined with algorithms that promote negative content. But healthy social movements are essential to democracies, she said.“We’re not going to have a robust public sphere if nobody wants to organize protests,” she said.Ms. Sarsour isn’t an academic, but she understood it well enough.“Lord have mercy,” she said, glancing over Dr. Bradshaw’s findings.Ms. Sarsour tried to get her head around it: All that time, the Russian government had been thinking about her. She had long had a sense of where her critics came from: the American right wing, and supporters of Israel. A foreign government — that was something that had never occurred to her.“To think that Russia is going to use me, it’s much more dangerous and sinister,” she said. “What does Russia get out of leveraging my identity, you know, to undermine movements that were anti-Trump in America — I guess —” she paused. “It’s just, wow.”Understanding what Russian trolls did would not change her position.Still, it helped her understand that time in her life, when she had been at the center of a storm. It wasn’t just her fellow countrymen hating her. It wasn’t just her allies disavowing her. That had happened. But it wasn’t the whole story.She placed a call to Ms. Mallory.“We weren’t crazy,” she said.Aaron Krolik More