Incluso antes del día de las elecciones, Donald Trump alentó las dudas sobre los votos por correspondencia de Pensilvania. En un tuit, escribió que la decisión de la Corte Suprema de permitir que el estado aceptara votos en ausencia hasta varios días después de la elección era “MUY peligrosa. Dejará que haya estafas descaradas y descontroladas”. El domingo, les dijo a reporteros que, apenas termine la elección “vamos a intervenir con nuestros abogados”. Los republicanos ya están en el tribunal, reclamando el recuento de algunas boletas de votación por correo en Pensilvania.
Pero no hay ningún fraude descontrolado en Pensilvania, y cualquier juez con integridad y honestidad intelectual debería reconocer este reclamo como lo que es: engañoso. Un fraude de la escala suficiente para afectar una elección presidencial, o siquiera lograr una remontada en un estado, requeriría planeación, coordinación, buena suerte y una alta tolerancia al riesgo. Las probabilidades de lograrlo con éxito son sumamente escasas.
Un complot tan perverso requeriría de previsión —con muchas semanas o incluso meses de anticipación— para saber que el esfuerzo debe enfocarse en Pensilvania. Los conspiradores podrían ir a la segura al cubrir varios estados, pero eso solo aumentaría el costo, el riesgo y la dificultad de la labor.
Una conspiración para amañar la elección de 2020 en Pensilvania también tendría que reunir decenas de miles de votos. En 2016, casi 6,2 millones de pensilvanos emitieron su voto para elegir al presidente. Donald Trump ganó por 44.292 votos, un 0,7 por ciento del total.
Supongamos que los confabuladores de alguna manera sabían que este año habría un empate en Pensilvania si no se movilizaban. A modo de hipótesis, digamos que decidieron juntar 62.000 votos fraudulentos, aproximadamente el uno por ciento del total de 2016 y el doble del margen del 0,5 por ciento que da pie a un recuento automático (incluso ese parece ser un margen demasiado estrecho).
¿Qué tan difícil sería ordenar 62.000 papeletas ilegales?
Las probabilidades de que 62.000 partidarios de Biden en Pensilvania votaran de improviso con una segunda boleta ilegal, ya sea en persona o por correo, en la práctica, son de cero. Es difícil creer que cualquier votante se expondría a ser arrestado por cometer un delito grave, así como recibir multas y una sentencia de prisión, sin saber si alguien más también lo estaba haciendo con tal de otorgarles un voto más a los demócratas para que ganaran en Pensilvania. Un fraude de la magnitud necesaria tendría que estar organizado.
¿Y qué requeriría ese proceso?
Tal vez una mente maestra del fraude reclutaría a mil cómplices que generarían 62 boletas ilegales por cabeza. Esos mil participantes tendrían que arriesgar su reputación, sus recursos y su libertad para vencer a Donald Trump en Pensilvania. Tendrían que ser capaces de mantener en secreto su labor en ese momento y para siempre, y confiar en que el resto de sus colaboradores haría lo mismo.
El trabajo de los mil implicados en el fraude exigiría mucha habilidad y un montón de suerte. Cada uno podría intentar convencer a 62 personas de que voten una segunda vez, pero sería una tarea difícil.
No les convendría a los reclutas votar en persona y por correo, dada la facilidad con la que las autoridades electorales detectan esto. Además, a menos que diera la casualidad de que están registrados en dos jurisdicciones, no pueden votar en más de una y, si lo hacen, se arriesgan a ser enjuiciados. Los confabuladores también tendrían que jugársela con la esperanza de que ninguna de las 62 (o más) personas a las que contactaran fuera partidaria de Trump en secreto o un simpatizante de Biden con conciencia intachable.
Como alternativa, los conspiradores podrían hacerse pasar por 62 electores legales para solicitar y devolver papeletas de voto postal. Este tampoco es un proceso fácil.
Como protección contra el fraude, Pensilvania exige que la mayoría de las personas que solicitan boletas de voto por correo proporcionen una identificación, ya sea una licencia de conducir o el número de un documento de identidad, o al menos los últimos cuatro dígitos de un número de Seguro Social. Así que, de alguna forma, los encargados del fraude tendrían que averiguar los números correctos de identificación de los 62 votantes.
Si uno de los electores reales acudiera a votar o solicitara una boleta por correo, su teatro se vendría abajo y quedarían expuestos a una situación legal riesgosa. Ahora multiplica todas estas dificultades por mil, ya que los mil cómplices enfrentarían los mismos problemas.
Por último, ¿qué tal si la mente maestra detrás del fraude es un funcionario electoral del condado y solo suma 62.000 votos para Biden al recuento (u omite 62.000 votos para Trump)? Por supuesto que los funcionarios electorales son partidistas aunque supervisan el conteo de los votos.
Sin embargo, la mayoría de los estados permiten que observadores partidistas vigilen el recuento de votos. Además, tal vez se vería un poco sospechoso que el conteo normal de votos en un condado de pronto tuviera 62.000 votos de más o de menos. Darle la vuelta a una elección presidencial en la etapa del recuento también requeriría que muchas personas trabajaran en sintonía, organizadas con mucha anticipación.
Los desafíos de un fraude electoral de la escala suficiente para cambiar el resultado de una elección presidencial son abrumadores, cuando menos. Robarse una elección presidencial en Estados Unidos requeriría, como mínimo, decenas de miles de votos (o incluso millones, si alguien de verdad cree que el presidente perdió el voto popular en 2016 debido a una estafa).
Los costos de cometer un fraude electoral incrementan con el número de votos, al igual que las probabilidades de ser atrapado, detenido y sentenciado.
Este año, según parece, muchos pensilvanos votaron por primera vez en su vida o por primera vez en mucho tiempo y algunos quizá se sintieron motivados a hacerlo por una animadversión hacia el presidente Trump.
Pero eso no es fraude, eso es democracia.
John Mark Hansen, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Chicago, fue coordinador de investigación en 2001 en la Comisión Nacional para la Reforma Federal.
Source: Elections - nytimes.com