“Solo quiero encontrar 11.780 votos”.
Fue la frase que el expresidente Donald Trump le dijo al funcionario electoral de más alto rango en Georgia mucho después de que se hiciera claro que había perdido la reelección. Todo lo que hizo Trump para darle la vuelta a las elecciones estadounidenses de 2020 fracasó. Por desgracia, sus tácticas, como subrayó hace poco Anne Applebaum en The Atlantic, les sirven de inspiración a los políticos antidemocráticos de todo el mundo. Y en ningún lugar es más evidente que en Perú.
El 6 de junio, Perú celebró las elecciones presidenciales de segunda vuelta más polarizadas en 30 años. Se enfrentaron en la contienda Keiko Fujimori, hija del antiguo dictador Alberto Fujimori, y Pedro Castillo, un maestro provincial y líder sindical de izquierda. Al partido de Fujimori, Fuerza Popular, desde hace tiempo se le ha relacionado con prácticas corruptas y autoritarias, y el partido de Castillo, Perú Libre, es abiertamente marxista. Ambos candidatos tienen credenciales democráticas dudosas.
Fujimori planteó su campaña como una lucha contra el comunismo basada en advertencias a los electores de que Castillo convertiría a Perú en otra Venezuela (una estrategia que convenció a muchos votantes de clase media en Lima y otras ciudades costeras). Por su parte, Castillo resonó con los electores pobres de las áreas rurales que se sienten ignorados por la élite política concentrada en Lima y profundamente decepcionados por el statu quo.
Con el 100 por ciento de los votos contados, los resultados muestran que Castillo ganó por un margen minúsculo de unos 44.000 votos del total aproximado de 19 millones. El problema es que Fujimori se ha negado a aceptar la derrota, argumentando, sin fundamento alguno, que las elecciones fueron un fraude. Las autoridades electorales de Perú no han encontrado ninguna prueba de fraude y no existen motivos para dudar de su independencia. Los observadores internacionales y expertos electorales también concluyeron que las elecciones fueron limpias. A pesar de ello, el bando de Fujimori ha impulsado un movimiento equiparable a un intento de golpe electoral, que tiene a la democracia de Perú al borde del abismo.
En vez de encontrar votos a su favor, como intentó hacer Trump, Fujimori ha tratado de hacer desaparecer los votos de su contrincante. Un equipo de abogados enviados a la caza de irregularidades en los bastiones rurales de Castillo identificaron 802 registros electorales, cada uno de entre 200 y 300 votos, que quieren anular con base en pequeñas irregularidades técnicas. En total, Fujimori pretende eliminar más de 200.000 votos de su rival en sus bastiones, sustentándose en criterios dudosos sin aplicación en el resto del país.
Las acusaciones rayan en lo ridículo. Si existiera fraude sistémico, se habría descubierto el día de las elecciones. Habría requerido organización y coordinación, y no hay pruebas de que haya sido así. Las mesas de votación en Perú cuentan con vigilancia de agentes de policía y funcionarios electorales, observadores internacionales y, crucialmente, miles de ciudadanos y representantes de los partidos, que habrían hecho circular cualquier prueba de fraude en las redes sociales.
Estas razones no han bastado para detener a Fujimori. Acusaciones infundadas de fraude han inundado las redes sociales y se repiten sin cesar en los canales de televisión, cuya abrumadora mayoría está a su favor. Los partidarios de Fujimori incluso han acosado a las autoridades electorales con manifestaciones frente a sus oficinas. Muchos incluso quieren que se anulen las elecciones.
La estrategia es clara: Fujimori ha lanzado una campaña de desinformación estilo Trump con el propósito de deslegitimar las elecciones y crear una atmósfera de temor e incertidumbre. En un clima cada vez más polarizado, estas tácticas podrían generar actos violentos e incluso hacer necesaria una intervención militar.
Los rumores sobre un posible golpe no son mera especulación. El pasado 16 de junio, cientos de oficiales militares retirados les enviaron a las fuerzas armadas de Perú una carta en la que declaraban, sin pruebas, que las elecciones fueron fraudulentas y exigían que los militares se abstuvieran de reconocer a Castillo como presidente.
Darle la vuelta a las elecciones sería un error garrafal. Si al candidato que representa a los votantes que han sido marginalizados desde hace mucho tiempo se le niega ilícitamente la victoria, podrían desatarse manifestaciones sociales generalizadas, lo que conduciría a una crisis de gobernabilidad similar a la que sufren las naciones vecinas, Chile y Colombia. En esas circunstancias, la única opción para que Fujimori (o cualquier otra persona) lograra gobernar sería represión.
¿Por qué ocurre todo esto? La campaña de Fujimori cuenta con el respaldo de prácticamente toda la clase dominante de Lima, desde líderes empresariales y medios de comunicación importantes hasta gran parte de la clase media. Estos grupos temen que Castillo lleve a Perú por un rumbo similar al de Venezuela. No obstante, Castillo también les inspira miedo porque no es uno de ellos. En un país marcado por una enorme desigualdad social, racial y regional, Castillo es un advenedizo cuyo ascenso, para muchos peruanos privilegiados, resulta amenazante.
Algunos de los temores de la élite son comprensibles. Durante la década de 1980, políticas económicas estatalistas fallidas combinadas con una brutal insurgencia maoísta sumieron a Perú en un estado de hiperinflación y violencia espantosa. Algunos de los aliados de Castillo, de hecho, son izquierdistas radicales, y su programa económico original era improvisado y excéntrico.
Sin embargo, estos temores también son exagerados. Es difícil considerar a Castillo como un hombre fuerte. No tiene ni la experiencia necesaria ni una base partidista firme, y su popularidad no llega en absoluto a los niveles de la de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia o la de otros populistas que se convirtieron en autócratas. Su partido solo ostenta 37 de los 130 escaños del nuevo Congreso, que en su mayoría corresponden a políticos de centroderecha. Castillo cuenta con pocos aliados en el poder judicial y las fuerzas armadas, y una poderosa élite empresarial y gran parte de los medios de comunicación se oponen a sus posturas. Frente a tanta oposición, casi es seguro que cualquier estrategia radical fracasaría.
El temor en torno a Castillo va más allá de lo razonable. Ha transformado a contendientes legítimos de Castillo en peligrosos opositores de la democracia.
Es hora de parar en seco esta locura. En vez de sacrificar a la democracia en el altar del antizquierdismo, las élites de Perú deberían aprovechar los mecanismos democráticos para moderar o bloquear las propuestas más extremas de Castillo. Dada la debilidad de Castillo, no debería ser difícil.
Por su parte, Castillo debe reconocer que no resultó electo debido a sus ideas radicales, sino a pesar de ellas. Los peruanos lo consideraron el menor de dos males. Para gobernar, debe construir puentes con las fuerzas centristas y de la centroizquierda. Si no lo hace, su presidencia (y la democracia de Perú) estará en peligro.
El gobierno de Joe Biden conoce bien los peligros de las acciones con miras a anular el resultado legítimo de unas elecciones. Por esta razón, destacó hace poco que las elecciones fueron un “modelo para la democracia en la región”. La comunidad internacional no debería quedarse callada ante el paulatino golpe que va tomando forma en Perú. Las democracias amenazadas necesitan nuestro apoyo.
Steven Levitsky es profesor de gobierno en Harvard y coautor de How Democracies Die. Alberto Vergara es profesor de la Universidad del Pacífico, en Lima, y coeditor de Politics after Violence: Legacies of the Shining Path Conflict in Peru.
Source: Elections - nytimes.com