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Una despedida esperanzada para los lectores

Mi vida se transformó cuando tenía 25 años y entré nervioso a una entrevista de trabajo en la imponente oficina de Abe Rosenthal, el editor legendario y volátil de The New York Times. En un momento, no estuve de acuerdo con él, así que esperé a que se enojara y llamara a seguridad. En cambio, me tendió la mano y me ofreció un trabajo.

La euforia me desbordó: ¡era muy joven y había encontrado a mi empleador para el resto de la vida! Estaba seguro de que la única manera en que dejaría el Times sería muerto.

Sin embargo, esta es mi última columna para el diario. Estoy dejando un trabajo que amo para postularme como gobernador de Oregón.

Es sensato cuestionar mi decisión. Cuando le preguntaron a mi colega William Safire si dejaría su columna en el Times para ser secretario de Estado, contestó: “¿Y por qué bajar un escalón en mi carrera?”.

Así que, ¿por qué estoy haciéndolo?

Voy a llegar a eso, pero primero quiero compartir unas cuantas lecciones de mis 37 años como reportero, editor y columnista del Times.

En especial, quiero dejar claro que, aunque pasé mi carrera en la primera línea del sufrimiento y la depravación humana, cubriendo genocidio, guerra, pobreza e injusticia, salí de ahí con la firme creencia de que podemos lograr un progreso real si logramos convocar la suficiente voluntad política. Somos una especie magnífica, y podemos hacer las cosas mejor.

Lección 1: A un lado de lo peor de la humanidad, encontrarás también lo mejor.

El genocidio en Darfur me marcó y horrorizó. Para cubrir la matanza, crucé fronteras sin ser visto, escapé de puestos de control, y me congracié con asesinos en masa.

Fue difícil no llorar mientras entrevistaba a niños traumatizados que habían recibido balazos, habían sido violados o quedado huérfanos. Era imposible reportear en Darfur y no oler la maldad en el aire. Pero, junto con los monstruos, invariablemente encontré a héroes.

Había adolescentes que se ofrecieron para usar sus arcos y flechas para proteger a sus aldeas de los milicianos que llevaban armas automáticas. Había trabajadores humanitarios, en su mayoría locales, que arriesgaron sus vidas para dar asistencia. Y sudaneses de a pie, como Suad Ahmed, una mujer de 25 años de Darfur que conocí en un campo de refugiados.

Suad y su hermana Halima, de 10 años, estaban recogiendo leña cuando vieron que los yanyauid, una milicia genocida, se dirigían hacia ellas a caballo.

“¡Corre!”, le dijo Suad a su hermana. “Debes correr y escapar”.

Suad creó una distracción para que el yanyauid la persiguiera a ella en lugar de a Halima. Atraparon a Suad, la golpearon brutalmente y la violaron en grupo; la dejaron demasiado herida para caminar.

Suad restó importancia a su heroísmo, y me dijo que si hubiera corrido, la habrían capturado de todos modos. Dijo que el hecho de que su hermana escapara hizo que el sacrificio valiera la pena.

Incluso en un panorama de maldad, las personas más memorables no son los Himmler ni los Eichmann sino las Anne Franks y Raoul Wallenberg, y las Suad Ahmeds, quienes son capaces de una bondad inspiradora frente al repugnante mal. Ellas son la razón por la que no dejé el frente de batalla deprimido sino inspirado.

Lección 2: En general, sabemos cómo mejorar el bienestar en el país y fuera de él. Lo que falta es voluntad política.

Hay cosas buenas que suceden a nuestro alrededor sin que nos demos cuenta de ellas, y son el resultado de una comprensión más profunda de lo que funciona para hacer la diferencia. Eso puede parecer sorprendente viniendo de un columnista apesadumbrado, que ha cubierto el hambre, las atrocidades y la devastación climática. Pero el hecho de que los periodistas solo cubran las noticias de los aviones que se estrellan, y no los que aterrizan con éxito, no significa que todos los vuelos terminen en tragedia.

Considera esto: históricamente, casi la mitad de los humanos murieron en la infancia; ahora solo muere el 4 por ciento. En los últimos años, hasta la pandemia de la COVID-19, 170.000 personas en todo el mundo salían de la pobreza extrema todos los días. Otras 325.000 personas obtienen electricidad cada día. Unas 200.000 personas lograron tener acceso a agua potable. La pandemia ha sido un gran revés para el mundo en desarrollo, pero la tendencia más general de logros históricos permanecerá; esto es, si aplicamos las lecciones aprendidas y redoblamos los esfuerzos al encarar las políticas climáticas.

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Aquí, en Estados Unidos, hemos logrado aumentar las tasas de graduación de la secundaria, reducir a la mitad el número de personas sin hogar entre los veteranos y disminuir el embarazo adolescente en más del 60 por ciento desde su momento más alto en 1991. Estos éxitos deberían inspirarnos a hacer más: si sabemos qué hacer para reducir la carencia de vivienda de los veteranos, podemos aplicar las mismas lecciones para reducirla en los niños.

Lección 3: El talento es universal, aunque las oportunidades no lo sean.

El mayor recurso del mundo sin explotar es el enorme potencial de las personas que no han sido completamente impulsadas o educadas. Se trata de un recordatorio de lo mucho que podemos ganar si tan solo hacemos mejores inversiones en el capital humano.

La médica más excepcional que he conocido no estudió en la Escuela de Medicina de Harvard. De hecho, ella nunca ha ido a una escuela de medicina o a escuela alguna. Mamitu Gashe, una mujer etíope que no sabía leer, padeció una fístula obstétrica y fue sometida a tratamientos prolongados en un hospital. Mientras estaba allí, comenzó a ayudar.

Los médicos estaban desbordados y se dieron cuenta de que era muy inteligente y capaz, y empezaron a darle más responsabilidades. Con el tiempo, ella misma comenzó a realizar cirugías de fístulas y, después, se convirtió en una de las cirujanas de fístulas más distinguidas del mundo. Cuando profesores de obstetricia de Estados Unidos iban a su hospital para aprender a corregir fístulas, su maestra a menudo era Mamitu.

Pero, por supuesto, hay muchos otros casos, personas igual de extraordinarias y hábiles que Mamitu, que nunca tienen una oportunidad.

Hace unos años, me enteré de un niño sin hogar que nació en Nigeria, asistía al tercer grado y acababa de ganar el campeonato de ajedrez del estado de Nueva York para su grupo de edad. Visité al niño, Tanitoluwa “Tani” Adewumi, y a su familia en un refugio para personas sin hogar y escribí sobre ellos. Eso derivó en donaciones de más de 250.000 de dólares para los Adewumi, un coche, becas completas para asistir a escuelas privadas, ofertas de trabajo para los padres, ayuda legal pro bono y vivienda gratuita.

Lo que vino después fue quizás aún más conmovedor. Los Adewumi aceptaron el hospedaje pero pusieron el dinero en una fundación para ayudar a otros inmigrantes sin hogar. Mantuvieron a Tani en su escuela pública como forma de agradecimiento a los trabajadores que les condonaron las cuotas del club de ajedrez cuando era el niño recién comenzaba.

Tani ha seguido creciendo en el mundo del ajedrez. Ahora, a sus 11 años, ganó el campeonato de ajedrez de Norteamérica para su grupo de edad y es un maestro con una calificación de la Federación de Ajedrez de Estados Unidos de 2262.

Pero ganar campeonatos estatales de ajedrez no es un método escalable para resolver la falta de vivienda.

La generosidad deslumbrante en respuesta al éxito de Tani es conmovedora, pero debe ir acompañada de políticas públicas generosas. Los niños deberían tener vivienda incluso si no son prodigios del ajedrez.

No construimos el Sistema de Autopistas Interestatales con voluntarios ni vendiendo pasteles. Para dar soluciones sistémicas al fracaso educativo y la pobreza se necesita, como pasó con la construcción de autopistas, de una inversión pública rigurosa, sustentada tanto en datos como en la empatía.

En Estados Unidos, a menudo somos cínicos ante la política, a veces nos parece ridícula la idea de que los líderes elegidos democráticamente marcan una gran diferencia. Pero durante décadas he escrito sobre manifestantes a favor de la democracia en Polonia, Ucrania, China, Corea del Sur, Mongolia y otros lugares, y ellos me han contagiado parte de su idealismo.

Un amigo chino, un contador llamado Ren Wanding, pasó años en prisión por su activismo, e incluso escribió un tratado de dos volúmenes sobre la democracia y los derechos humanos con los únicos materiales que tenía a su disposición: papel higiénico y la punta de un bolígrafo desechado.

En 1989, en la plaza de Tiananmén, vi a soldados del gobierno chino abrir fuego contra los manifestantes que pedían democracia. Y luego, en una demostración extraordinaria de valentía, conductores de rickshaws pedalearon con sus carritos hacía ellos para recoger los cuerpos de los jóvenes que habían muerto o habían resultado heridos. Un conductor corpulento, con lágrimas en los ojos, se desvió y pasó a mi lado pedaleando lento para que yo pudiera ser testigo de lo sucedido, y me pidió que le contara al mundo lo que veía.

Esos conductores de rickshaws no eran cínicos ante la democracia: estaban arriesgando sus vidas por ella. Después de ver esa valentía en el mundo me entristece aún más advertir que hay personas en este país que están socavando nuestras instituciones democráticas. Pero los manifestantes como Ren me inspiraron a preguntarme si debería participar de manera más plena en la vida democrática de Estados Unidos.

Es por esta razón que estoy dejando el trabajo que amo.

He escrito con regularidad sobre las tribulaciones de mi amada ciudad natal, Yamhill, Oregón, que ha lidiado con la pérdida de buenos trabajos para la clase trabajadora y la llegada de la metanfetamina. Todos los días llegaba a la escuela primaria de Yamhill, y luego a la secundaria Yamhill-Carlton, a bordo del autobús número 6. Pero hoy, más de una cuarta parte de mis amigos del antiguo autobús han muerto por las drogas, el alcohol o el suicidio. Son muertes por desesperación.

El sistema político les falló. El sistema educativo les falló. El sistema de salud les falló. Y yo les fallé. Era el niño en el autobús que ganó becas, recibió una gran educación y luego me fui a cubrir genocidios al otro lado del mundo.

Aunque estoy orgulloso de la atención que le di a las atrocidades en el mundo, me puso mal regresar de las crisis humanitarias en el extranjero y encontrar una en casa. Cada dos semanas, perdemos a más estadounidenses por las drogas, el alcohol y el suicidio que en 20 años de guerra en Irak y Afganistán. Y esa es una pandemia que ni los medios de comunicación han cubierto de la mejor manera ni nuestros líderes han abordado adecuadamente.

Mientras procesaba esto, la pandemia de covid empeoró la situación. Una amiga que había dejado de consumir drogas recayó al inicio de la pandemia, se quedó sin hogar y durante el año siguiente tuvo 17 sobredosis. Temo por ella y por su hijo.

Amo el periodismo, pero también amo a mi estado natal. Sigo pensando en el dicho de Theodore Roosevelt: “El que cuenta no es el crítico, ni el hombre que señala el modo en el que el fuerte tropieza”, dijo. “El mérito pertenece al hombre que está ahí, en el ruedo”.

Estoy resistiendo el impulso periodístico de mantenerme al margen porque me lastima ver lo que han soportado mis compañeros de escuela y siento que es el momento adecuado para pasar de cubrir los problemas a tratar de solucionarlos.

Espero convencer a algunos de ustedes de que el servicio público en el gobierno puede ser un camino para ejercer responsabilidad por las comunidades que queremos, por un país que puede hacer las cosas mejor. Incluso si eso significa renunciar a un trabajo que amo.

¡Adiós, lectores!

Nicholas Kristof fue columnista del Times durante 20 años. Ha sido galardonado con dos premios Pulitzer por su cobertura de China y del genocidio de Darfur. Puedes seguirlo en Instagram. Su libro más reciente es Tightrope: Americans Reaching for Hope. @NickKristof | Facebook


Source: Elections - nytimes.com


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