La guerra en Ucrania es una catástrofe interminable. Las fuerzas rusas, concentradas en el este, siguen infligiendo un daño terrible en los soldados y civiles ucranianos. Una infinidad de vidas han sido perdidas y trastornadas. Una vez más, el mundo debe afrontar la posibilidad de una guerra nuclear y lidiar con unas crisis de refugiados y del costo del nivel de vida que están empeorando. Este no es el “fin de la historia” que habíamos esperado.
Se está dando otra transformación, aunque menos violenta: luego de tres décadas de intercambio, interacción e involucramiento, la puerta entre Rusia y Estados Unidos se está cerrando. Casi todos los días otra compañía estadounidense —incluyendo la más simbólica de todas, McDonald’s, cuyos arcos dorados anunciaron una nueva era hace 30 años— sale de Rusia. Los diplomáticos han sido expulsados, los productos han sido retirados y las visitas personales pospuestas. En los consulados cerrados, nadie está emitiendo visas y, aunque lo hicieran, el espacio aéreo estadounidense ahora está prohibido a las naves rusas. La única interacción significativa parece ser la emisión de sanciones y contrasanciones.
Para una rusaestadounidense como yo, cuya vida se ha forjado en los intersticios de las dos culturas, es un cambio de circunstancias doloroso y desconcertante. Hay que ser claros: las medidas para reducir la capacidad de agresión del Kremlin son necesarias en lo político y en lo moral. Pero el daño colateral es una ruptura de vínculos que está destinada a reavivar estereotipos perjudiciales y a cerrar el terreno para la polinización intercultural. Sobre todo, la actual ruptura marca el fin definitivo de un periodo en el que la integración de Rusia con Occidente, por más conflictiva que fuera, parecía posible y el antagonismo entre superpotencias ideológicas era cosa del pasado.
Al menos eso fue lo que sentí un cálido día de marzo de 1989 en Krasnodar, la ciudad provincial al sur de Rusia, cerca del mar Negro, donde crecí. Mi escuela iba a recibir a un grupo de estudiantes de último año de una preparatoria en Nuevo Hampshire: estaba por cumplir 17 años y hasta ese momento Estados Unidos solo existía en mi mente como un concepto abstracto. Era el villano de un espectáculo para las fiestas de fin de año, el objeto de la misión de Nikita Khrushchev de “Alcanzar y sobrepasar a Estados Unidos” y el hogar del programa de La guerra de las galaxias, solo uno de los muchos diseños de los imperialistas para acabar con la Unión Soviética.
Pero esos chicos y chicas que llegaron al patio de la escuela vistiendo sudaderas y pantalones de mezclilla no parecían imperialistas ni amenazantes en ningún sentido. Eran como nosotros, pero mejor vestidos: tímidos, con buenas intenciones y fascinados. Tan solo unas horas antes, durante nuestra clase de entrenamiento militar habíamos estado montando rifles kalashnikov para usarlos contra agentes enemigos. Y aquí estaban, de pie frente a nosotros. Nos quedamos mirándonos los unos a los otros. Entonces, alguien sonrió, otra persona saludó. En cuestión de minutos, la desconfianza entre nosotros había desaparecido. “Estoy leyendo Crimen y castigo para las vacaciones de primavera”, me dijo un tipo alto con un arete de plata. “¡Raskolnikov es genial!”.
Tengo un cuaderno verde en el que he guardado los nombres de ciudades estadounidense, junto con una carta de amor, un clavel seco y un montón de fotografías en blanco y negro, recuerdos de la magia de 1989: el muro de Berlín desmantelado, la cortina de hierro cayendo, el temible “nosotros” y “ellos” esfumándose en el aire que finalmente era libre. Al cantar “Goodbye America, where I have never been” (Adiós, Estados Unidos, a donde nunca he ido), un himno popular, nos estábamos despidiendo de Estados Unidos como enemigo, de Estados Unidos como un mito y anticipábamos el descubrimiento del Estados Unidos real. Las palabras como “fronteras” e “ideología” ya no eran relevantes. Los dos países parecían estar unidos por un anhelo compartido de paz.
Los años que siguieron generaron una buena voluntad inmensa entre nuestras naciones. Como rusa en Estados Unidos, conocí a innumerables personas que la construyeron: un médico californiano que ayudó a crear centros de cardiocirugía infantil en toda la Rusia postsoviética, un director de cine del área de la bahía de San Francisco que organizó el primer festival de cine judío en Moscú y un capitán de Seattle que creó empresas marítimas conjuntas con pescadores en el lejano oriente ruso. Los graduados universitarios rusos, por su parte, acudieron en masa a Estados Unidos, aportando su cerebro y talentos a todo tipo de actividades, desde películas de Hollywood hasta la secuenciación del ADN. Hubo muchos matrimonios. En los años noventa, una popular banda rusa de mujeres plasmó ese espíritu cuando le imploraron, con los acordes de la balalaika eléctrica, a un hipotético “American Boy” que se las llevara.
Esa fue la ruta que yo tomé. Dado que al casarme entré en una familia de antiguos disidentes protegidos por Estados Unidos, yo también fui testimonio del flujo de personas e ideas. El dinero también fluyó. Por ejemplo, mi primer trabajo remunerado en Estados Unidos, en 1998, consistió en traducir para el segundo simposio anual sobre inversiones ruso-estadounidenses, organizado por la Universidad de Harvard; participaba un gran elenco de estrellas de la banca internacional que se disputaban la atención de los invitados rusos, entre ellos el magnate Boris Berezovsky y Yuri Luzhkov, entonces alcalde de Moscú.
Sin embargo, en algún punto del camino, la buena voluntad se frenó. Después de haber expresado su entusiasmo por el primer presidente ruso postsoviético, Boris Yeltsin, los líderes estadounidenses consideraron que su sucesor forjado en el KGB, Vladimir Putin, no era tanto de su agrado. Putin dejó en claro que eso no le molestaba. “Hegemonía estadounidense”, una frase de mi infancia soviética, empezó a aparecer en los medios de comunicación rusos pro-Kremlin. En Occidente, los rusos ya no eran vistos como rehenes liberados de un régimen totalitario, villanos reformados de las películas de James Bond o emisarios de la gran cultura de Tolstói y Dostoievski, sino como personas que compraban lujosas propiedades en Manhattan y Miami pagando en efectivo. El encanto entre los países y sus ciudadanos se atenuó, pero los intereses compartidos y los vínculos sociales se mantuvieron.
La anexión de Crimea en 2014 fue un punto de inflexión. Es cierto que Putin ya había dado rienda suelta a su agresividad en Georgia y, de forma devastadora, en Chechenia, pero fue su pretensión de reclamar el territorio ucraniano lo que dio a Occidente la llamada de atención. Las sanciones subsecuentes impactaron fuertemente en la economía rusa. También proporcionaron al Kremlin amplios medios para azuzar el sentimiento antiestadounidense. Culpar a Estados Unidos de los problemas del país era una narrativa familiar, casi nostálgica, para los rusos, más de la mitad de los cuales nacieron en la Unión Soviética. La simple cantinela “la expansión de la OTAN”, “la agresión occidental”, “el enemigo en la puerta”, se repetía, haciendo creer a los rusos que Estados Unidos pretendía la destrucción de su patria. La propaganda funcionó: en 2018, Estados Unidos volvió a ser considerado como el enemigo número 1 de Rusia, con Ucrania, su “títere”, en segundo lugar.
En Estados Unidos, las cosas no estaban tan mal. Pero la llegada de Donald Trump a la escena política mundial complicó la ya tensa relación ruso-estadounidense. Trump se encariñó con el abiertamente autoritario Putin, reforzando el sentimiento antirruso que había ido en aumento desde la intromisión del Kremlin en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016 y que rara vez distinguía entre Putin y el país que gobernaba. Los lazos económicos y culturales empezaron a debilitarse a medida que se hacía más difícil obtener visas y financiación. Aun así, hubo intercambios de estudiantes, se proyectaron películas y se realizaron visitas familiares, aunque a intervalos más largos.
Los misiles rusos que atacaron ciudades ucranianas el 24 de febrero extinguieron esa luz parpadeante. Estados Unidos ahora proporciona miles de millones de dólares en armas para usarse contra Rusia y el objetivo declarado de Rusia es poner fin a la dominación global “irrestricta” de Estados Unidos. Los dos países, que en su día fueron aliados en la guerra contra la Alemania nazi, están librando una guerra indirecta. Mientras veo videos de padres rusos incitando a sus hijos a destruir iPhones o leo sobre las amenazas contra una venerable panadería de Seattle conocida por sus productos horneados al estilo ruso, me invade, sobre todo, la tristeza. Nuestro sueño postotalitario de un futuro pacífico y amistoso ha terminado.
Aparte de causar un horror físico, la guerra de Putin en Ucrania está borrando muchos activos intangibles, entre ellos la buena voluntad colectiva de Occidente hacia Rusia. En el futuro de mis hijos no veo ningún milagro cultural parecido al que yo viví en 1989. Es una pérdida para ambos países y la de Rusia será mayor si Putin sigue redoblando la carnicería y el aislamiento. Pero ese futuro no está tallado en piedra. Al fin y al cabo, los años de la perestroika, cuando la Unión Soviética se embarcó en reformas a gran escala en nombre de la apertura, demostraron que Rusia es capaz de cambiar.
Por ahora, empero, cada explosión en Ucrania también ataca las bondades de la relación entre Estados Unidos y Rusia. En la tierra de Putin, “Goodbye America”, que antes era una canción irónica llena de esperanza, se ha convertido en una oscura profecía autocumplida.
Anastasia Edel (@aedelwriter) es la autora de Russia: Putin’s Playground: Empire, Revolution, and the New Tsar.
Source: Elections - nytimes.com