Era difícil no ver a Rudolph Giuliani en el Grand Havana Room, el club de puros del Midtown que seguía tratándolo como el rey de Nueva York y que era un imán para simpatizantes y curiosos.
En los últimos años, muchos de sus allegados temían que cada vez fuera más difícil no verlo.
Durante más de una década la forma de beber de Giuliani había sido un problema, admitieron con tristeza sus amigos. Y, a medida que recuperaba protagonismo durante la presidencia de Donald Trump, cada vez era más complicado ocultarlo.
Algunas noches, cuando Giuliani se pasaba de copas, algún colaborador/socio hacía discretamente una seña al resto del club: la mano vacía, inclinada hacia atrás en un gesto de beber y fuera de la vista del exalcalde, por si los demás preferían mantener las distancias. Algunos aliados, al ver a Giuliani bebiendo whisky antes de salir en las entrevistas de Fox News, se escabullían en busca de un televisor, para mirar con tensión sus pobres defensas de Trump.
Incluso en lugares menos bulliciosos —la fiesta de presentación de un libro, una cena por el aniversario del 11 de septiembre, una reunión íntima en el propio apartamento de Giuliani— su constante y llamativa embriaguez a menudo asustaba a sus acompañantes.
“No es ningún secreto, ni le hago ningún favor si no menciono ese problema, porque lo tiene”, dijo Andrew Stein, expresidente del Concejo Municipal de Nueva York que conoce a Giuliani desde hace décadas. “De hecho, es una de las cosas más tristes que creo que pasan en la política”.
Nadie cercano a Giuliani, de 79 años, ha insinuado que su forma de beber pueda excusar o explicar su actual deterioro legal y personal. En agosto fue a Georgia para que le hicieran una ficha policial, no por su comportamiento nocturno ni por sus imprudentes entrevistas por cable, sino por presuntamente hacer mal uso de las leyes que defendía con ahínco cuando era fiscal federal, subvirtiendo así la democracia de un país que antaño lo idolatraba.
Sin embargo, según sus amigos, para casi cualquier persona cercana los hábitos de bebida de Giuliani han sido el patrón que ha marcado su caída y no la causa del colapso de su reputación. Esta forma de beber, aseguran, ha sido la evidencia omnipresente de que algo no iba bien con el lugarteniente más incauto del expresidente mucho antes del día de las elecciones de 2020.
Ahora, los fiscales en el caso electoral federal contra Trump se enfocan en los hábitos de bebida de Giuliani y muestran interés en saber si el expresidente ignoró lo que sus ayudantes describieron como la embriaguez evidente del exalcalde que en los documentos judiciales es mencionado como “Co-conspirador 1”.
Los riesgos legales que comparten han convertido un asunto sobre el que durante mucho tiempo han susurrado antiguos ayudantes del Ayuntamiento, asesores de la Casa Blanca y las altas esferas de la política en una subtrama de investigación en un caso sin precedentes.
La oficina de Jack Smith, el fiscal especial, ha interrogado a testigos sobre el consumo de alcohol de Giuliani cuando asesoraba a Trump, incluida la noche de las elecciones, según una persona familiarizada con el tema. Los investigadores de Smith también han preguntado sobre el nivel de conocimiento de Trump sobre el consumo de alcohol de su abogado, mientras trabajaban para anular las elecciones y evitar que Joe Biden fuera certificado como ganador de 2020 casi a cualquier precio. (Un portavoz del fiscal especial declinó hacer comentarios).
Las respuestas a esas preguntas podrían complicar cualquier esfuerzo del equipo de Trump para apoyarse en la llamada defensa del consejo del abogado, una estrategia que podría presentarlo como un cliente que solo seguía las indicaciones profesionales de sus abogados. Si esa orientación procedía de alguien que Trump sabía que estaba incapacitado por el alcohol, especialmente cuando muchos otros le dijeron al exmandatario que definitivamente había perdido, su argumento podría debilitarse.
En entrevistas y testimonios ante el Congreso, varias personas que se encontraban en la Casa Blanca durante la noche de las elecciones —la noche en la que Giuliani instó a Trump a declarar su victoria, a pesar de los resultados— han dicho que el exalcalde parecía estar borracho, que arrastraba las palabras y olía a alcohol.
“El alcalde estaba definitivamente intoxicado”, dijo Jason Miller, uno de los principales asesores de Trump y veterano de la campaña presidencial de Giuliani en 2008, al comité del Congreso que investiga el ataque del 6 de enero en el Capitolio en una declaración a principios del año pasado. “Pero no conozco su nivel de intoxicación cuando habló con el presidente”. (Giuliani negó furiosamente esta versión y condenó en términos despiadados a Miller, que había hablado elogiosamente de él en público).
En privado, Trump, que desde hace tiempo se describe como abstemio, ha hablado con sorna de la forma de beber de Giuliani, según una persona familiarizada con sus comentarios. Pero los monólogos de Trump a sus colaboradores pueden revelar una visión del exalcalde que muchos republicanos comparten: atribuye a Giuliani el cambio de la ciudad de Nueva York tras las décadas de 1970 y 1980, de alta criminalidad, y afirma que ha sufrido últimamente sin él al mando. Luego vuelve a lamentarse de la imagen actual de Giuliani.
Trump no se detiene en su propio papel en esa trayectoria.
En una declaración en la que no se abordaron versiones específicas sobre la bebida de Giuliani o su posible relevancia para los fiscales, Ted Goodman, un asesor político del exalcalde, elogió la carrera de Giuliani y sugirió que estaba siendo difamado porque “tiene el coraje de defender a un hombre inocente” refiriéndose a Trump.
“Estoy con el alcalde regularmente desde hace un año, y la idea de que es alcohólico es una mentira absoluta”, dijo Goodman, añadiendo que “se ha puesto de moda en ciertos círculos difamar al alcalde en un esfuerzo de no perder el favor de la llamada ‘alta sociedad’ de Nueva York y del circuito de cócteles de Washington, D. C.”.
“El Rudy Giuliani que todos ven hoy”, continuó Goodman, “es el mismo que acabó con la mafia, limpió las calles de Nueva York y consoló a la nación tras el 11-S”.
Un portavoz de Trump no respondió a una petición de comentarios.
Muchos de los que conocen bien a Giuliani se cuidan de hablar de su vida, y especialmente de su forma de beber, con muchos matices. Dicen que la mayoría de los elementos del actual Giuliani siempre estuvieron ahí, aunque menos visibles.
Mucho antes de que el alcohol se convirtiera en un problema, Giuliani tenía inclinación a hacer afirmaciones generalizadas e infundadas de fraude electoral. (“Me robaron las elecciones”, dijo una vez sobre su derrota como alcalde en 1989, aludiendo a supuestas artimañas “en las zonas negras de Brooklyn y en Washington Heights”).
Mucho antes de que el alcohol se convirtiera en un problema podía arremeter contra enemigos reales o supuestos. (“Un hombre pequeño en busca de balcón”, dijo en una ocasión Jimmy Breslin, refiriéndose a Giuliani).
En las entrevistas con amigos, colaboradores y antiguos ayudantes, el consenso era que, más que transformar por completo a Giuliani, la bebida había acelerado un cambio en su alquimia, al amplificar características que tenía desde hace mucho tiempo como conspiracionismo, credulidad, debilidad por la grandeza.
Amante de la ópera —con un sentido operístico de su propia historia—, Giuliani lleva mucho tiempo invitando a sus seguidores, como ha hecho Trump, a procesar sus pruebas personales como propias, arrastrando a las masas a través del tumulto, la tragedia y el divorcio público.
Sin embargo, ahora su mundo es pequeño, se estrecha para reflejar sus circunstancias.
Se enfrenta a una acusación de chantaje (entre otras) en Georgia, a un caso de difamación interpuesto por dos trabajadores electorales y a acusaciones de conducta sexual inapropiada por parte de una antigua empleada (él ha dicho que se trató de una relación consentida) y de una antigua ayudante de la Casa Blanca (él ha negado esta versión).
Uno de sus abogados ha dicho que Giuliani está “a punto de quebrar”. Otro, Robert Costello, antaño protegido del exalcalde, lo ha demandado por impago de honorarios legales.
El círculo de Giuliani se ha reducido debido al alejamiento de sus viejos amigos. Su licencia de abogado fue suspendida en Nueva York. El Grand Havana Room cerró en 2020.
La mayoría de los días, Giuliani presenta un programa de radio en Manhattan y se detiene para hacerse selfis en la acera con algún que otro desconocido.
La mayoría de las noches, se queda para emitir en directo desde el apartamento que compartió durante mucho tiempo con su tercera exesposa, Judith Giuliani. Recientemente lo ha puesto a la venta.
“A Rudy le encanta la ópera”, dijo William Bratton, su primer comisario de policía, a quien Giuliani una vez le regaló una colección de discos de La Bohème. “Pocas óperas tienen un final feliz”.
Una derrota aplastante y una preocupación creciente
Giuliani siempre fue el tipo de funcionario electo que mantuvo ocupados a los investigadores de la oposición: enredos amorosos, conflictos de personal, un montón de comentarios incendiarios.
Pero mientras se preparaba para la vida después del Ayuntamiento —montando una efímera campaña para el Senado en el año 2000 y expresando sus aspiraciones presidenciales— los funcionarios demócratas dijeron que la bebida de Giuliani fue un tema que nunca salió a relucir.
Había una razón para eso. Como alcalde, según sus antiguos colaboradores, Giuliani no solía beber en exceso y esperaba que su equipo siguiera su ejemplo.
En parte, parece que eso se debía a su inseguridad: criado a las afueras de Manhattan en una familia de medios modestos, Giuliani siempre tuvo cuidado de no perder la cabeza, según un alto funcionario municipal, porque no quería bajar la guardia ante las élites neoyorquinas.
Otra consideración era práctica. Giuliani estaba encantado con la naturaleza de la alcaldía a toda hora y se apresuraba a acudir a los escenarios de emergencia para proyectar autoridad y control mucho antes de que le revelara ese instinto al resto del mundo durante los ataques del 11 de septiembre.
Nadie duda de que el atentado, y su perfil ascendente, lo reconfiguraron de manera profunda. El 10 de septiembre de 2001, era un caso perdido por su carácter polarizador que lo había llevado a enemistarse con los artistas, además de criticar duramente a los propietarios de hurones y defender a su departamento de policía durante los sonados asesinatos de hombres negros desarmados, incluyendo un episodio en el que Giuliani atacó al fallecido y autorizó la publicación de su expediente de arresto.
Pero, a mediados de semana, se había convertido en un emblema mundial de tenaz determinación, llegando a ser considerado el hombre esencial de la ciudad. (Giuliani no tardó en verse a sí mismo de esta manera: a pocas semanas de las elecciones para sucederlo, empezó a presionar a fines de septiembre para aplazar la fecha de entrada en funciones del próximo alcalde y permanecer en el cargo unos meses más. Según George Pataki, exgobernador republicano, le pidió que ampliara su mandato. La idea tuvo pocos adeptos y fue descartada).
Los años siguientes fueron un torbellino de duelo y celebridad —recuerdos desgarradores, negocios lucrativos, un título honorífico de caballero británico—, una tensión que pareciera que Giuliani todavía lucha por superar.
El año pasado fue criticado por calificar el 11 de septiembre como “en cierto modo, el mejor día de mi vida”. También da la impresión de que los recuerdos de ese día lo persiguen, sin importar las puertas que le abrió: en 2018, después de una colonoscopia, contó que le informaron que durante el procedimiento estuvo hablando dormido como si estuviera estableciendo un centro de comando en la zona cero cuando cayeron las torres.
Se suponía que la gestión de Giuliani en la crisis impulsaría su campaña presidencial, planeada desde hace tiempo, y lo consagraría como el principal candidato republicano en 2008. Pero no fue así.
En cambio, los primeros relatos sobre el consumo excesivo de alcohol por parte de Giuliani se remontan a ese período de fracaso electoral. Aunque cualquier fracaso político puede molestar, quienes conocen a Giuliani dicen que esta, su primera derrota en casi dos décadas, fue especialmente devastadora.
Cuando su gran apuesta electoral en Florida acabó en una humillación, Giuliani cayó en lo que Judith Giuliani calificó más tarde como una depresión clínica. Se quedó durante semanas en Mar-a-Lago, el club de Trump en Florida. Los dos no eran muy amigos, pero se conocían desde hacía años a través de la política neoyorquina y el sector inmobiliario.
Por ese entonces, Giuliani bebía en exceso, según declaraciones de Judith Giuliani a Andrew Kirtzman, autor de Giuliani: The Rise and Tragic Fall of America’s Mayor, publicado el año pasado.
“Literalmente se caía de borracho”, dijo Kirtzman en una entrevista, señalando que varios incidentes a lo largo de los años, según la esposa de Giuliani, requirieron atención médica. Kirtzman dijo que llegó a considerar la bebida de Giuliani como “parte de la erosión general de su autodisciplina”. (Giuliani ha dicho que pasó un mes “relajándose” en Mar-a-Lago. El abogado de Judith Giuliani expresó su decisión de no ser entrevistada).
Algunos de los que se reunieron con Giuliani después de la campaña quedaron impresionados por su evidente falta de atención, por su desesperación por recuperar lo que había perdido.
George Arzt, antiguo ayudante del exalcalde Edward Koch, con quien Giuliani se enfrentó a menudo, recordaba haberlo visto deambular en bucle por un restaurante de los Hamptons, como si esperara a que alguien lo parara, mientras el resto de su grupo cenaba en un salón trasero.
“Caminaba de un lado a otro como si quisiera que todo el mundo lo viera, más de una vez”, dijo Arzt. “Solo quería que lo reconocieran”.
Las personas cercanas a Giuliani se preocuparon especialmente cuando su tercer matrimonio empezó a resquebrajarse, y se inquietaron por el comportamiento que llegó a mostrar incluso en reuniones nominalmente oficiales, como una cena anual para estrechos colaboradores en torno al 11 de septiembre.
En casi cualquier compañía, Giuliani parecía propenso a montar una escena. En mayo de 2016, estropeó una importante cena con los clientes del bufete de abogados al que se había unido recientemente con una serie comentarios islamófobos mientras estaba borracho, según un libro del año pasado de Geoffrey Berman, quien luego se convertiría en el fiscal federal en Manhattan.
En la cena del aniversario del 11 de septiembre de ese año, según recuerda un antiguo colaborador, Giuliani parecía que estaba embriagado mientras pronunciaba unas palabras que fueron de un partidismo despiadado, y un tono discordante para los invitados, dado el acontecimiento que se conmemoraba.
Al año siguiente, según recuerda una persona que solía asistir a esos eventos, se suspendió la cena tradicional. Semanas antes del aniversario, Giuliani tuvo que ser ingresado en el hospital por una lesión en la pierna.
Después de beber demasiado, diría más tarde Judith Giuliani, el exalcalde había sufrido una caída.
Imprudencia, agravios y mayor aislamiento
A pocos días del final de la presidencia de Trump ―y con el fantasma de un segundo juicio político acechando tras el motín del Capitolio―, Giuliani no fue ambiguo.
A falta de aliados y en busca de otro escenario público, el exalcalde no solo quería representar a Trump ante el Senado. “Tengo que ser su abogado”, le dijo Giuliani a un confidente, según una persona con conocimiento directo de la conversación.
Para ese entonces, gran parte de la órbita de Trump estaba convencida de que era una mala idea. Los esfuerzos legales de Giuliani desde las elecciones habían fracasado rotundamente. Fue el causante de luchas internas, destacadas por el correo electrónico que un asociado suyo le envió a los funcionarios de la campaña pidiendo que Giuliani recibiera 20.000 dólares diarios por su trabajo (Giuliani ha dicho que desconocía esa petición). También estaba destinado a ser un testigo potencial.
La incursión de Giuliani en la política ucraniana ya había contribuido al primer juicio político de Trump. Y, durante años, algunos funcionarios en la Casa Blanca habían visto la indisciplina e imprevisibilidad de Giuliani ―su red de negocios en el extranjero, sus misteriosos compañeros de viaje y, a menudo, su forma de beber― como un importante lastre.
Antes de algunas de las participaciones televisivas de Giuliani, se sabía que los aliados del presidente compartían mensajes sobre el estado nocturno del exalcalde mientras bebía en el Trump International Hotel de Washington, donde Giuliani era tan asiduo que se colocó una placa personalizada en su mesa: “Despacho privado de Rudolph W. Giuliani”. (“Se notaba”, dijo un asesor de Trump sobre las noches en que Giuliani salía al aire después de beber).
Giuliani ha dicho que no cree haber concedido nunca una entrevista estando borracho. “Me gusta el whisky”, le dijo a NBC New York en 2021. Y añadió: “No soy alcohólico. Soy funcional. Probablemente funciono más eficazmente que el 90 por ciento de la población”.
En el Grand Havana de Nueva York, algunas personas se apartaban cuando las conversaciones casi a gritos de Giuliani lo delataban.
“La gente pasaba por ahí después de que empezaba a beber mucho y actuaban como si no estuviera”, dijo el reverendo Al Sharpton, un viejo antagonista y compañero en el club de fumadores. (Sharpton dijo que solía hacer una broma: a veces, tanto él como otras personas que se oponían a Trump, animaban juguetonamente a un mesero para que le llevara más licor a Giuliani antes de que participara en Fox).
Pero Sharpton atribuyó los problemas del exalcalde a un vicio diferente, como muchos amigos han hecho en privado.
Cuando empezó a perseguir a Trump, me dije: “Este tipo es adicto a las cámaras”, recordó Sharpton. Y añadió que Giuliani “tenía que conocer los aspectos negativos de Donald Trump”. En poco tiempo, observó Sharpton, Giuliani “estaba con tipos a los que habría metido en la cárcel cuando era fiscal”.
Es posible que Giuliani parezca nostálgico de los días en que tenía tanta influencia, y se muestre dispuesto a saldar viejas cuentas y destruir a nuevos adversarios, mientras insiste en que se le niega lo que le corresponde.
El mes pasado, al reflexionar sobre la muerte de su segundo comisionado de policía, Howard Safir, Giuliani se desvió repentinamente durante su transmisión en directo y divagó al estilo de Trump, aprovechando la ocasión para desprestigiar al predecesor de Safir, Bratton, con quien se enemistó.
“Quizá el hecho de que Bratton fuera a Elaine’s todas las noches y se emborrachara lo ayudó”, dijo Giuliani. (“Si el programa no fuera tan triste, sería divertidísimo”, dijo Bratton a través de un mensaje de texto).
Otras quejas de Giuliani son más actuales. Ha reclamado en repetidas oportunidades porque Fox News ha dejado de invitarlo a sus programas, a pesar de que se esforzó por sacar a la luz los escándalos que rodeaban a Hunter Biden ―y fue vilipendiado por eso― mucho antes de que se convirtieran en un tema importante en los debates republicanos.
En 2021, las autoridades federales registraron el domicilio de Giuliani y confiscaron sus dispositivos en el marco de una investigación que originó titulares vergonzosos pero que, en última instancia, no ocasionaron cargos, lo que exacerbó aún más su sentimiento de persecución.
También es posible que parezca herido, porque algunos amigos del pasado se han alejado.
“Se siente traicionado por algunos de los amigos que solían ser sus amigos”, dijo John Catsimatidis, el multimillonario político propietario de la emisora local que emite el programa de radio de Giuliani. “¿Te gustaría tener a esos amigos como amigos?”.
Aunque Giuliani no parece incluir a Trump en esta categoría ―sigue adulando públicamente a un hombre al que le ha pedido ayuda económica―, su relación ha sufrido algunas tensiones. En su último fin de semana en el cargo, Trump criticó a Giuliani en una reunión privada, según una persona informada al respecto.
El mes pasado, el club de Trump en Bedminster, Nueva Jersey, fue el lugar de una recaudación de fondos para la defensa legal de Giuliani.
Pero días después, en el aniversario del 11 de septiembre, Trump no dijo una sola palabra en público sobre el neoyorquino más asociado con la tragedia.
Giuliani centró sus objeciones en otro punto, al comentar sobre el sitio que se le había asignado entre los dignatarios en la ceremonia. “No nos ponen demasiado cerca a los que tuvimos algo que ver con el 11 de septiembre”, dijo.
Al valorar su propio legado esa misma semana en su transmisión en directo, en la que se definió como el alcalde de Nueva York más exitoso de la historia, Giuliani aún parecía consumido por la posición que ocupa ahora en su ciudad.
También sonaba resignado.
“Esta torcida ciudad demócrata”, dijo, “nunca tendrá una placa para mí”.
Olivia Bensimon colaboró con reportería. Kitty Bennett, con investigación.
Matt Flegenheimer es un reportero que cubre política estadounidense. Comenzó en The New York Times en 2011 en la sección Metro cubriendo el tránsito, el ayuntamiento y las campañas políticas. Más de Matt Flegenheimer
Maggie Haberman es corresponsal sénior de política y autora de Confidence Man: The Making of Donald Trump and the Breaking of America. Formó parte de un equipo que ganó un Premio Pulitzer en 2018 por informar sobre los asesores del presidente Trump y sus conexiones con Rusia. Más de Maggie Haberman
Source: Elections - nytimes.com