La semana pasada, en su mitin de clausura en la Elipse, Kamala Harris despreció a Donald Trump como un caso atípico que no representaba a Estados Unidos. “Eso no es lo que somos”, declaró.
De hecho, resulta que eso es exactamente lo que somos. Al menos la mayoría de nosotros.
La suposición de que Trump representaba una anomalía que por fin sería relegada al montón de cenizas de la historia fue arrastrada el martes por la noche por una corriente republicana que barrió con los estados disputados y con la comprensión de Estados Unidos alimentada durante mucho tiempo por su élite dirigente de ambos partidos.
La clase política ya no puede desechar a Trump como una interrupción temporal de la larga marcha del progreso, un caso fortuito que de algún modo se coló en la Casa Blanca con una estrafalaria y única victoria en el Colegio Electoral hace ocho años. Con este regreso ganador para recuperar la presidencia, Trump se ha establecido como una fuerza transformadora que está rehaciendo Estados Unidos a su imagen y semejanza.
El desencanto populista con la dirección de la nación y el resentimiento contra las élites demostraron ser más profundos y más hondos de lo que muchos en ambos partidos habían reconocido. La campaña de Trump, impulsada por testosterona, aprovechó la resistencia a elegir a la primera mujer presidenta.
Y aunque decenas de millones de electores siguieron votando contra Trump, este volvió a aprovechar la sensación de muchos otros de que estaban perdiendo el país que conocían, asediado económica, cultural y demográficamente.
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Source: Elections - nytimes.com