La difamación de Liz Cheney y un extraño recuento de votos en Arizona mostraron el daño de su asalto a la base de la democracia: la integridad electoral.
Suspendido de Facebook, aislado en Mar-a-Lago y objeto de burlas por su nueva red social no profesional, Donald Trump estuvo gran parte de la semana pasada fuera de la vista del público. Sin embargo, tanto la capitulación del Partido Republicano ante el expresidente como el daño a la política estadounidense que provocó con su mentira de que le robaron las elecciones fueron más evidentes que nunca.
En Washington, los republicanos le retiraron su puesto de liderazgo en la Cámara Baja a la representante Liz Cheney como castigo por considerar que las falsas aseveraciones de fraude electoral hechas por Trump eran una amenaza a la democracia. Los legisladores de Florida y Texas adelantaron nuevas medidas radicales para restringir las votaciones, lo cual respalda la narrativa ficticia de Trump y sus aliados de que el sistema electoral fue manipulado en su contra. Y en Arizona, el Partido Republicano estatal dio inicio a una extraña revisión de los resultados de las elecciones de noviembre al buscar rastros de bambú en las boletas electorales del año pasado.
Estos agitados melodramas ponen de relieve hasta qué grado, seis meses después de las elecciones, Estados Unidos sigue enfrentando las consecuencias del ataque sin precedentes —por parte de un candidato a la presidencia que estaba perdiendo— al principio fundamental de la democracia estadounidense: la legitimidad de las elecciones.
También ofrecen sólidas evidencias de que el expresidente no solo ha logrado sofocar cualquier oposición dentro de su partido, sino que también ha convencido a la mayor parte de esa agrupación política para que haga una enorme apuesta: que la manera más segura de volver a lograr el poder es adoptando su estilo pugilístico, el divisionismo racial y las inaceptables teorías conspirativas, en vez de atraer a los electores suburbanos indecisos que le quitaron la Casa Blanca al partido y que quizás estén buscando políticas de fondo para la pandemia, la economía, la atención médica y otros temas.
La lealtad al expresidente continúa a pesar de que haya azuzado a sus partidarios antes del asalto del 6 de enero al Capitolio y sus seguidores ignoran, redefinen o, en algunos casos, aprueban de manera tácita el letal ataque al Congreso.
“Nos hemos alejado demasiado de cualquier interpretación sensata”, dijo Barbara Comstock, una veterana funcionaria del partido a quien le arrebataron su escaño suburbano de Virginia cuando los electores castigaron a Trump en las elecciones intermedias de 2018. “Es una verdadera enfermedad la que está atacando al partido en todos los niveles. Ahora simplemente vamos a decir que lo blanco es negro”.
No obstante, mientras los republicanos se refugian en la fantasía de unas elecciones robadas, los demócratas están concentrados en el trabajo cotidiano de gobernar un país que sigue teniendo dificultades para salir de una mortífera pandemia.
Los estrategas de ambos partidos afirman que es probable que la dinámica discordante —dos partidos que funcionan en realidades diferentes— defina la política del país en los años venideros.
Al mismo tiempo, el presidente Joe Biden enfrenta un reto más general: qué hacer con respecto al amplio segmento de la población que duda de su legitimidad y un Partido Republicano que busca el apoyo de ese segmento al promover proyectos de ley que restrinjan las votaciones y tal vez debiliten más la confianza en las elecciones futuras.
En una encuesta de CNN publicada la semana pasada, se descubrió que casi una tercera parte de los estadounidenses, incluyendo el 70 por ciento de los republicanos, decían que Biden no había ganado de manera legítima los votos para obtener la presidencia.
Los colaboradores de la Casa Blanca afirman que Biden cree que la mejor manera de recuperar la confianza en el proceso democrático es demostrar que el gobierno puede otorgarles beneficios tangibles a los electores (ya sean vacunas o cheques de estímulo económico).
Dan Sena, un estratega demócrata que supervisó las acciones del Comité de Campaña del Congreso Demócrata para ganar la Cámara durante las últimas elecciones de mitad de periodo, dijo que el enfoque republicano en cuestiones culturales, como la prohibición de los atletas transgénero, era beneficioso para su partido. Muchos demócratas solo enfrentarán ataques dispersos en su agenda mientras continúan oponiéndose a la retórica polarizadora de Trump, que ayudó a que su partido se impusiera en distritos suburbanos en 2018 y 2020.
“Preferiría tener un historial de estar del lado de los estadounidenses en la recuperación”, dijo Sena. “¿Qué historia quiere escuchar el público estadounidense: lo que han hecho los demócratas para que el país vuelva a reactivarse o Donald Trump y su guerra cultural?”.
Durante su campaña, Biden predijo que los republicanos tendrían una “revelación” cuando ya se hubiera ido Trump y que volverían a ser el partido que él conoció durante las décadas que estuvo en el Senado. Cuando la semana pasada le preguntaron sobre los republicanos, Biden se quejó de que ya no los entendía y parecía un poco desconcertado por la “minirrevolución” dentro de sus filas.
“Creo que los republicanos están más lejos de lo que pensé de determinar quiénes son y qué representan en este momento”, comentó.
Sin embargo, durante gran parte de la semana pasada, los republicanos mostraron de manera muy elocuente qué es exactamente lo que representan: el trumpismo. Muchos de ellos han adoptado su estrategia de inducir las quejas de los blancos con enunciados racistas, y las legislaturas controladas por republicanos en todo el país están promoviendo restricciones que limiten el acceso al voto de tal forma que los electores de color se vean afectados de una manera desproporcionada.
También existen consideraciones electorales donde hay mucho en juego. Con su estilo tan polarizador, Trump incitó tanto a sus bases como a sus detractores y presionó a ambos partidos a registrar la participación de los votantes en las elecciones de 2020. El total que obtuvo de 74 millones de votos fue el segundo más alto de toda la historia, solo detrás del total de 81 millones de votos para Biden, y Trump ha demostrado su capacidad para poner a sus partidarios políticos en contra de cualquier republicano que lo contradiga.
Eso ha hecho que los republicanos sientan que deben mostrar una lealtad inquebrantable al expresidente con el fin de conservar los electores que ganó.
“Solo les diría esto a mis colegas republicanos: ¿podemos seguir adelante sin el presidente Trump? La respuesta es no”, comentó esta semana en una entrevista de Fox News el senador por Carolina del Sur, Lindsey Graham. “Estoy convencido de que no podemos crecer sin él”.
En algunas formas, el expresidente está más debilitado que nunca. Tras haber sido derrotado en las urnas, pasa su tiempo jugando golf y recibiendo visitas en su desarrollo turístico de Florida. Le hace falta la tribuna de la presidencia, lo han bloqueado de Twitter y no logró recuperar el acceso a su cuenta de Facebook la semana pasada. Dejó el cargo con un índice de aprobación de menos del 40 por ciento, el menor porcentaje al final de un primer periodo de cualquier presidente desde Jimmy Carter.
Sin embargo, su dominio se ve reflejado desde el Congreso hasta las legislaturas estatales. Los legisladores locales y federales que han presionado para que su partido acepte los resultados de las elecciones, y por tanto la derrota de Trump, han enfrentado una condena constante y disputas de sus escaños por parte de miembros de su propio partido en las elecciones primarias. Parece que esas amenazas están teniendo impacto: el pequeño número de funcionarios republicanos que han criticado a Trump en el pasado, incluyendo diez que votaron a favor de su enjuiciamiento político en febrero, guardaron silencio, se rehusaron a dar entrevistas y le brindaron poco respaldo público a Cheney.
La representante Elise Stefanik, quien probablemente la sustituya, se promovió públicamente para ese puesto y, en entrevistas con partidarios de extrema derecha del expresidente, mostró la buena fe que le tiene a Trump al darle credibilidad a sus infundadas aseveraciones de fraude electoral.
El enfoque en las elecciones ha desplazado casi cualquier discusión sobre política u ortodoxia partidaria. Heritage Action, una organización que califica a los legisladores según sus registros de votación conservadores, le otorgó a Cheney una calificación del 82 por ciento. Stefanik, quien tiene un historial de votación más moderado pero es una defensora mucho más vocal del expresidente, obtuvo un 52 por ciento.
Stefanik y muchos otros líderes republicanos están apostando a que el camino para mantener los logros electorales de la era Trump radica en avivar su base con las políticas populistas que son fundamentales para la marca del presidente, incluso si repelen a los votantes indecisos.
Después de varios meses en que los medios de comunicación conservadores han dicho mentiras sobre las elecciones, una buena parte de los republicanos han llegado a aceptarlas como verdaderas.
Sarah Longwell, una estratega republicana que durante años ha estado conduciendo grupos de debate de los partidarios de Trump, mencionó que desde las elecciones había descubierto una mayor apertura a lo que ella llama “una curiosidad por QAnon”, que es la disposición a considerar teorías conspirativas sobre el robo de las elecciones y un Estado profundo. “Muchos de estos electores de las bases están viviendo en una negación de la verdad en la que no creen en nada y piensan que todo podría ser mentira”, comentó Longwell, quien impugnó a Trump.
Algunos estrategas republicanos están preocupados por la posibilidad de que el partido esté perdiendo oportunidades para atacar a Biden, quien ha propuesto los planes de gastos e impuestos más radicales en generaciones.
“Los republicanos deben volver a los temas que realmente les interesan a los votantes, rociar algunos comentarios sobre la guerra cultural aquí y allá, pero no dejarse llevar”, dijo Scott Reed, un estratega republicano veterano que ayudó a aplastar a los populistas de derecha en elecciones pasadas. “Pero algunos están haciendo una industria basada en dejarse llevar”.
Aunque aferrarse a Trump podría ayudar a que el partido aumente la participación de sus bases, los republicanos como Comstock sostienen que esa estrategia dañará al partido con una población esencial que incluye a los electores jóvenes, los de color, a las mujeres y a los residentes de los suburbios. Ya están surgiendo luchas interpartidistas en las elecciones primarias emergentes debido a que los candidatos se acusan unos a otros de deslealtad al expresidente. Muchos líderes del partido temen que eso dé como resultado que salgan victoriosos los candidatos de extrema derecha y que al final pierdan las elecciones generales en los estados conservadores donde los republicanos deberían dominar, como Misuri y Ohio.
“No queremos llegar a declarar a Trump ganador de una minoría menguante”, afirmó Comstock. “El futuro del partido no será un hombre de 70 años hablándole al espejo en Mar-a-Lago y todos estos aduladores haciendo maromas para obtener su aprobación”.
Sin embargo, quienes se han opuesto a Trump —y pagado el precio— afirman que hay pocos incentivos políticos para ir contra la corriente. Criticar a Trump, e incluso defender a quienes lo hacen, puede hacer que los funcionarios electos se queden en una especie de tierra de nadie política, que sean considerados traidores a los electores republicanos, pero también demasiado conservadores en otros temas como para ser aceptados por los demócratas y los independientes.
“Parece que se está volviendo cada vez más difícil que la gente salga a hacer campaña y defienda a alguien como Liz Cheney o Mitt Romney”, afirmó esta semana durante una presentación en un panel de la Universidad de Harvard el exsenador Jeff Flake, quien respaldó a Biden y obtuvo el repudio del Partido Republicano de Arizona. “Es posible que cerca del 70 por ciento de los republicanos realmente crean que les robaron las elecciones y eso es incapacitante. En verdad lo es”.
Lisa Lerer es una periodista que vive en Washington, donde cubre campañas electorales, votaciones y poder político. Antes de unirse al Times, cubrió la política nacional estadounidense y la campaña presidencial de 2016 para The Associated Press. @llerer
Source: Elections - nytimes.com