Cuando visité Guatemala en mayo de 2022, el sentimiento de desesperanza era palpable. El gobierno del presidente Alejandro Giammattei había desatado una feroz persecución contra los funcionarios de la justicia anticorrupción. En febrero de ese año, Virginia Laparra, fiscala de la Fiscalía Especial contra la Impunidad, fue detenida junto con otros cuatro abogados anticorrupción; todos fueron recluidos en la misma celda de la cárcel militar Mariscal Zavala de Guatemala.
En 2017, Laparra presentó una denuncia administrativa contra Lesther Castellanos, juez del que sospechaba que había filtrado detalles confidenciales de un caso a un colega. Ahora Castellanos la había denunciado por abuso de autoridad.
Cuando llegué, todos menos Laparra habían sido puestos en libertad, a la espera del juicio. Durante nuestra conversación en la cárcel, recitó varios argumentos jurídicos: “los funcionarios que tengan conocimiento de alguna irregularidad están obligados a presentar una denuncia”. Fue una desgarradora muestra de erudición. No la estaban reteniendo porque alguien creyera en serio que había cometido un delito. Estaba encarcelada en represalia por sus intentos de combatir la corrupción; en diciembre, fue sentenciada a cuatro años de prisión.
El mes pasado, los votantes guatemaltecos abrieron de manera inesperada una brecha en la permanencia en el poder de la élite corrupta del país al votar por alguien ajeno a ese grupo. Hasta ahora, el enfoque del gobierno del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha sido en su mayor parte el de mantenerse al margen respecto a la corrupción en Guatemala, y no ha llegado a imponer sanciones económicas ni, por lo demás, condenar enérgicamente al gobierno de Giammattei. Biden debería aprovechar esta oportunidad para contribuir al éxito de la verdadera democracia y apoyar al nuevo presidente electo, Bernardo Arévalo.
En 1944, una revolución encabezada por los estudiantes, de la que formaron parte mi madre y mi tío, ayudó a abrirle el paso a la década de democracia en Guatemala tras un siglo de dictaduras. Poco después de aquello, emigró a Estados Unidos.
Nací en Boston en 1954, el año en que un golpe de Estado dirigido por la CIA derrocó al gobierno electo de Guatemala. La guerra civil de tres décadas que siguió estuvo marcada por masacres genocidas contra los colectivos mayas en las áreas rurales y acabó con los acuerdos de paz en 1996. Las esperanzas de un futuro pacífico y democrático parecieron quedar frustradas en 1998, cuando el obispo Juan Gerardi, defensor de los derechos humanos, fue asesinado por agentes de la inteligencia militar. Sin embargo, en 2001, tres militares fueron condenados por participar en su ejecución extrajudicial, auspiciada por el Estado, un veredicto histórico que parecía anunciar una nueva era de justicia.
Construir una democracia funcional mediante la defensa del Estado de derecho y el combate de la corrupción ha sido la lucha central de la política guatemalteca en el siglo XXI. Entre 2007 y 2019, la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), que, con el respaldo de las Naciones Unidas, actuaba en conjunto con el Ministerio Público guatemalteco, dirigió una de las luchas anticorrupción más eficaces de América Latina. La comisión desmanteló 70 estructuras de crimen organizado y corrupción e imputó a unas 680 personas, entre ellas dos expresidentes. Esa lucha duró hasta 2019, cuando el entonces presidente, Jimmy Morales, quien estaba siendo investigado por corrupción, expulsó a la CICIG con el apoyo de los republicanos en Estados Unidos, dejando así el país a la deriva.
Bajo el mandato de Morales y su sucesor, Giammattei, una alianza de políticos, militares, élites económicas y miembros del crimen organizado, que los guatemaltecos llaman el “pacto de corruptos”, se hizo rápidamente con el control del poder judicial y otras instituciones. La fiscala general, Consuelo Porras, junto con otros fiscales y jueces, fue incluida en la lista oficial del Departamento de Estado estadounidense de actores antidemócratas y corruptos.
Se castigó a muchos de los fiscales y jueces que habían combatido la corrupción. José Rubén Zamora, periodista de investigación y fundador de elPeriódico, detenido en julio de 2022 por acusaciones falsas que la comunidad internacional denunció y calificó de intento de silenciarlo, ocupa ahora la antigua celda de Laparra en Mariscal Zavala.
En junio fue acusado de lavado de dinero y sentenciado a seis años de cárcel; su periódico cerró en mayo. En febrero del año pasado, otras dos mujeres retenidas al principio con Laparra —Siomara Sosa, fiscala, y Leyli Santizo, abogada de la CICIG— cruzaron el río Suchiate en balsas neumáticas hasta México.
Se encuentran entre los al menos 39 fiscales y jueces guatemaltecos que se han exiliado; la mayoría se marchó en los últimos tres años. En conjunto representan a una generación que alcanzó la mayoría de edad en las décadas posteriores a los acuerdos de paz, que cree en el Estado de derecho como base de la gobernanza democrática.
Sosa me dijo una vez que su trabajo en la oficina anticorrupción le hacía sentir que el país tenía una forma de asegurar que los impuestos se destinasen al sistema sanitario y las escuelas, en vez de que se desvíe por medio de chanchullos. “Me gustaba desenmascarar a los que robaban descaradamente millones, porque, mientras ellos se hacían ricos, los niños morían de hambre”, dijo.
Mi guía en aquella visita a la cárcel en 2022 fue Jennifer Torres, voluntaria de una organización de defensa de los derechos humanos y brillante estudiante maya de derecho en la Universidad de San Carlos. Faltaba un año para las elecciones presidenciales, y todos mis interlocutores se mostraban pesimistas.
Torres me dijo que ella y sus amigos iban a votar por Arévalo, profesor de 64 años y candidato del partido Movimiento Semilla. Aunque es hijo de Juan José Arévalo —el querido primer presidente elegido democráticamente de Guatemala, que gobernó entre 1945 y 1951—, pocos sabían de él o de su partido. Cuando les mencionaba su nombre a los expertos en política guatemalteca, se reían. “Le falta carisma”, me dijo uno de ellos.
En el periodo previo a las elecciones, los jueces guatemaltecos expulsaron del proceso electoral a cuatro candidatos considerados poco proclives a apoyar al pacto de corruptos. A Arévalo, quien prometió resucitar la batalla contra la corrupción, se le permitió mantenerse en la contienda porque nadie pensaba que podía ganar. Las encuestas le daban solo el 3 por ciento, pero los sondeos no tuvieron en cuenta a los votantes jóvenes e indígenas como Torres.
En un resultado sorprendente, Arévalo pudo pasar a la segunda vuelta del 20 de agosto, en la que arrasó. Muchos guatemaltecos no se habían sentido tan optimistas desde 1944. Mi madre, que por entonces era adolescente, repartía panfletos de la campaña del padre de Arévalo en la acera de delante de nuestra juguetería familiar. La victoria de Arévalo hijo une los recuerdos históricos de los mayores con las esperanzas de los jóvenes de hoy.
La semana pasada, el Tribunal Supremo Electoral confirmó la victoria de Arévalo. Pero, también, a instancias de Porras, suspendió temporalmente su partido para, poco después, desandar esa decisión. Lo que parece cierto es que Semilla seguirá siendo asechado y se enfrentará a unos poderes legislativo y judicial repletos de miembros del establishment corrupto: los complots de magnicidio contra el presidente electo son una amenaza constante. El viernes, Arévalo denunció a Porras por orquestar un golpe para impedir que su gobierno tome posesión. En todo el país, los manifestantes están exigiendo la dimisión de Porras.
La comunidad internacional, incluido el gobierno de Biden, debe estar alerta y dispuesta a prestar todo el apoyo que pueda a este nuevo gobierno. Pero los guatemaltecos han creado, por sí mismos, esta extraordinaria oportunidad democrática y, hasta ahora, parecen decididos a protegerla.
Francisco Goldman es novelista y periodista, cuyo libro más reciente es Monkey Boy, obra finalista del Premio Pulitzer.
Source: Elections - nytimes.com