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    ¿Cuál castigo a López Obrador?

    CIUDAD DE MÉXICO — Con casi medio millón de muertes en exceso por la pandemia, un estimado de hasta 10 millones de pobres adicionales, pocos avances tangibles en la lucha anticorrupción y una violencia criminal que no cede, la elección intermedia de México debiera haber sido un fuerte golpe a Morena, el partido del presidente Andrés Manuel López Obrador. No lo fue.Los primeros conteos rápidos —que aún son preliminares— muestran que, si bien la coalición de Morena no tendrá los diputados necesarios para cambiar la Constitución (más de 333), continuará teniendo la mayoría absoluta para cambiar la legislación en el Congreso. Su coalición perderá curules (de tener 308 curules, que había ganado en la elección de 2018, ahora solo tendrá 279). Sin embargo, esta reducción es mucho menor que el promedio de 47 escaños que típicamente pierde el partido en la presidencia en una contienda intermedia.Incluso, Morena, como partido independiente, aumentará sus curules con respecto a la elección de 2018. Entonces logró obtener 191 escaños y ahorase estima que gane entre 190 y 203. Por lo tanto, probablemente Morena tenga más diputados que antes. Ningún partido en el poder en la historia democrática de México ha logrado aumentar su número de curules en una intermedia.Es por ello que, la principal lección de estos comicios es muy clara y es para los partidos de la oposición: esta es una victoria muy magra comparada con la que se debió haber tenido. Y esto se debe, en buena medida, a que la oposición ha creado una plataforma cuya única propuesta tangible es combatir a López Obrador.Pero estas elecciones son también un fuerte llamado de atención para Morena: el electorado está decepcionado de los errores de López Obrador y su partido ahora dependerá de sus aliados para aprobar modificaciones a la Constitución y perdió apoyo en Ciudad de México, uno de los grandes bastiones del obradorismo. Los votantes no les están dando un cheque en blanco.Esto, sin embargo, no debe ser motivo de triunfalismo para los grandes partidos tradicionales (PRI y PAN), que están capitalizando menos los fallos del gobierno de lo que debieran. Y la razón es una tremenda falta de propuestas.México necesita una oposición coherente, con propuestas específicas para empezar a solucionar los problemas de fondo que siguen sin solucionarse. Si en los próximos tres años que le quedan a López Obrador no lo consiguen, aumentará el malestar social que impera y no habrá ningún partido o candidatos que aprovechen los errores del gobierno de la llamada cuarta transformación. México quedará, de nuevo, sin alternativas de representación que nos ayuden a corregir el rumbo de uno de los países más desiguales y violentos del mundo.La oposición es necesaria en cualquier democracia. Y más aún con un gobierno, como el de López Obrador, que se ha mostrado muy poco abierto a hacer concesiones y a cambiar estrategias que no han funcionado (como el plan de seguridad o sus medidas económicas). Con una oposición socialmente sensible, este sexenio mejoraría: lo forzaría a gobernar para todos los mexicanos, lo obligaría a institucionalizar sus políticas y a debatir sus puntos de vista.Así que es indispensable que la oposición esté a la altura de las circunstancias. Quienes la lideren deben eliminar dejos racistas y clasistas de sus programas y agendas. Sus integrantes deben hacer política más allá de las élites y los grupos empresariales. Los resultados muestran que para que exista esa oposición, los partidos deben dejar de pretender que el votante tiene amnesia y votará por cualquier partido que se oponga a López Obrador por el simple hecho de hacerlo.Pedro Pardo/Agence France-Presse — Getty ImagesJose Luis Gonzalez/ReutersLa prueba de que solo aliarse contra López Obrador no funciona es el fracaso de la alianza PRI-PAN-PRD en los estados. La alianza contendió en 10 de 15 estados bajo el argumento de que solo uniendo fuerzas se podría derrotar a Morena. Fue exactamente al revés. Según la información preliminar, Morena derrotó a la alianza en los estados en los que esta contendió.Este rechazo a la alianza debería ser una señal para que los partidos eviten formar coaliciones desdibujadas en asociaciones sin fundamentos programáticos o ideológicos. De hecho, fue una alianza similar a la del PRI-PAN-PRD, la alianza del Pacto por México durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, la que en parte originó el surgimiento de Morena. El movimiento de López Obrador se consolidó en rechazo a esa unión para la aprobación de las reformas estructurales del peñanietismo, diluyendo sus posiciones ideológicas.Otra prueba fehaciente de que la alianza PRI-PAN-PRD no puede tener por estrategia solo el rechazo a López Obrador es la gran fuerza que están cobrando los partidos considerados pequeños. Todo parece indicar que Movimiento Ciudadano gobernará en Nuevo León y el Partido Verde en San Luis Potosí.Estos partidos están logrando posicionarse precisamente porque proponen tanto una alternativa a Morena como al PRI-PAN.Independientemente de lo anterior, un aspecto prometendor de esta contienda ha sido el aumento de liderazgos de mujeres en la política. Hasta antes de esta elección solo había habido ocho gobernadoras en la historia de México. Todo parece indicar que esta elección nos dejará con entre cuatro y seis más, un incremento notable en tan solo un año. Es un avance importante porque muestra que la razón por la que no había más gobernadoras en México no era que el electorado no tuviera interés en votar por ellas, sino que los partidos no les daban oportunidad. Este año, la oportunidad se dio porque el Instituto Nacional Electoral exigió que cada partido registrara al menos siete candidatas a gobernadora.Es tiempo de nuevos liderazgos en México, de más mujeres y más políticos jóvenes, de más personas con una agenda social pero con una plataforma clara y no solo reducida a la confrontación con Morena y el presidente. Ese atajo de la oposición, comprobamos ahora, no es suficientemente efectivo. Los partidos políticos deben ponerse a trabajar más seriamente y de maneras más creativas. Es hora.Viri Ríos (@Viri_Rios) es analista política. More

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    Elecciones en México y Perú: qué está en juego

    El TimesElecciones del 6 de junio: México y Perú van a las urnasLabores previas a la elección del 6 de junio en el Instituto Estatal Electoral de Chihuahua en Ciudad Juárez, MéxicoJose Luis Gonzalez/ReutersLas dos jornadas electorales han sido percibidas como referendos sobre el manejo de la pandemia y un modelo económico que parece incapaz de mitigar la desigualdad.Las elecciones de hoy, domingo 6 de junio, serán cruciales para millones de latinoamericanos que acudirán a las urnas en México y Perú. América Latina es una de las regiones más afectadas por la pandemia de COVID-19: alrededor de una tercera parte de las muertes causadas por el virus en el mundo se han registrado en países latinoamericanos, a pesar de que solo el 8 por ciento de la población mundial vive ahí. El impacto regional del virus al sur del río Bravo es notable si se considera que, mientras Estados Unidos se prepara para volver a la normalidad pospandémica, países como Argentina, Colombia, Costa Rica y Uruguay atraviesan su peor brote.Mexicanos y peruanos no son los únicos que han votado desde que inició la pandemia. En total, entre 2020 y 2022, se celebran 9 comicios presidenciales a lo largo de 25 meses en América Latina.Ecuador eligió en abril a un exbanquero conservador como su presidente después de una campaña que fue crucial para el movimiento indígena. En noviembre, Honduras y Nicaragua tendrán elecciones presidenciales.Además, este año, los chilenos aprobaron en un plebiscito reescribir su Constitución y Argentina irá a las urnas en octubre para las legislativas de medio término.¿Qué está en juego en las elecciones de hoy? Aquí tenemos las claves. México a elecciones de medio términoLa votación será una prueba de la popularidad del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien busca consolidar la mayoría que hoy tiene su partido en el Congreso para avanzar en su proyecto político en los tres años restantes de su sexenio. Para alcanzar una supermayoría en la Cámara baja (334 escaños) el partido de López Obrador, Morena, ha formado coaliciones con el Partido Verde y el Partido del Trabajo.La jornada del domingo será el ejercicio electoral más grande de la historia: 93 millones de mexicanos están convocados a las urnas para decidir sobre unos 20.000 cargos, entre ellos los 500 asientos de la Cámara de Diputados, 15 gubernaturas y miles de puestos locales.López Obrador, quien gobierna el país desde 2018, ha emprendido lo que llama “la cuarta transformación” del país con la promesa de combatir la corrupción y la violencia y redistribuir la riqueza entre los más vulnerables. La austeridad es parte clave de su mandato.Los críticos del presidente han señalado que hasta ahora no ha cumplido con sus promesas electorales y señalan que, en materia de migración, cedió a las demandas del expresidente Donald Trump. Sin embargo, López Obrador llega la mitad de su mandato con altos índices de popularidad.México ha sufrido los embates del coronavirus sin cerrar fronteras ni suspender actividades como muchos de sus vecinos con un manejo muy cuestionado de la emergencia sanitaria. El brote ha infectado a 2,3 millones de mexicanos y ha cobrado la vida de más de 221.695 personas.Los resultados comenzarán a darse a conocer la tarde del domingo y el Instituto Nacional Electoral hará un anuncio hacia las 11 p. m., hora del centro de México, en cadena nacional. Perú en segunda vueltaLos peruanos elegirán a su próximo presidente en un balotaje entre Pedro Castillo, un exmaestro rural y dirigente sindical que postula con un partido de extrema izquierda, y Keiko Fujimori, heredera del legado del exmandatario encarcelado Alberto Fujimori y ella misma acusada por crimen organizado. Ninguno de los dos era el favorito en primera vuelta, cuando se presentaron 18 candidatos.La votación en segunda vuelta se ha convertido en una suerte de referéndum sobre el modelo económico del país, que en los últimos 20 años ha logrado un crecimiento ejemplar en la región pero no ha conseguido eliminar la desigualdad. El Congreso, definido en la primera vuelta, estará dominado por Perú Libre (37 escaños de 130), el partido de Castillo; Fuerza Popular, el partido de Fujimori, tendrá 24 congresistas en la nueva legislatura.Perú ha tenido cuatro presidentes en el último quinquenio: Pedro Pablo Kuczynski, el último mandatario electo en contienda regular, renunció en 2018 después de varios intentos del Congreso por destituirlo; su vicepresidente y sucesor, Martín Vizcarra, quien gozaba de aprobación incluso en los primeros meses de la pandemia, tuvo el mismo destino. La turbulencia política del último quinquenio ha estado marcada por escándalos de corrupción y un creciente descontento popular con la clase gobernante. Tres expresidentes de Perú han estado investigados por casos de corrupción y uno más, Alan García, se suicidó cuando las autoridades estaban a punto de arrestarlo. A pesar de las rápidas medidas para contener el avance del coronavirus, el país ha sido uno de los más afectados por la pandemia a nivel mundial. Recientemente las autoridades sanitarias reconocieron que la cantidad de fallecimientos por COVID-19 era de más de 180.764, casi el triple de lo reflejado en el registro oficial.Los resultados empezarán a darse a conocer en el sitio del Jurado Nacional de Elecciones conforme vayan cerrando las mesas de votación la tarde del domingo. More

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    López Obrador, pese a todo

    CIUDAD DE MÉXICO — México parece estar habitado exclusivamente por dos tipos de seres humanos, los que odian a su presidente y los que lo aman.El propio Andrés Manuel López Obrador luce fascinado con los sentimientos encontrados que provoca. Él mismo ha alimentado la polarización con su frase: “O se está con la transformación o se está en contra de la transformación del país”, sin admitir medias tintas. Y todos los días el mandatario convierte sus conferencias de prensa matutinas en arena de confrontación, señalando adversarios y construyendo el campo de batalla verbal para las siguientes 24 horas.Pero no se trata de una polarización artificial. Hace buen rato que México dejó de ser una sociedad para convertirse en dos países, por así decirlo, con una difícil convivencia en las zonas en que se traslapan. Las dos partes están genuinamente convencidas de que su idea de país es la que más conviene a México. Y tienen razón, salvo que cada cual habla de un país distinto al que la otra parte tiene en la cabeza.Este domingo, en las elecciones intermedias, habrán de confrontarse estas dos visiones en una especie de plebiscito a mitad del gobierno de López Obrador. Si bien su partido, Morena, llega con amplia ventaja en la intención de voto, no está claro que pueda conseguir la mayoría calificada en el poder legislativo que le permitiría hacer cambios en la Constitución sin necesidad de negociar con la oposición. Algunos consideran que darle ese poder a un presidente al que acusan de autoritario, pondría en riesgo a la democracia mexicana. Los obradoristas, por su parte, están convencidos de que el control del Congreso es necesario para destrabar los obstáculos interpuestos por los políticos y los grupos económicos contra la posibilidad de un cambio en favor de los pobres.Creo que hay un punto medio. Aunque estoy en desacuerdo con algunos modos y acciones de López Obrador —como el estilo personalista y los beneficios que le ha dado al ejército mexicano—, creo que su proyecto político, pese a todo, sigue siendo un legítimo intento de darle representatividad al México rural y menos favorecido por más de tres décadas de un modelo económico que los excluyó ensanchado las brechas de la desigualdad.Esta disparidad amenaza el tejido social mismo de la nación. Por razones éticas pero también por prudencia política, resulta urgente conjurar los riesgos de inestabilidad social que deriva de la difícil convivencia de estos dos Méxicos. Y dado que la oposición hasta ahora ha sido incapaz de ofrecer una alternativa a este problema, estoy convencido de que López Obrador es la única opción viable para evitar la desesperanza de las mayorías y lo que podría entrañar.Nada ejemplifica mejor la noción de estos dos Méxicos: el 56 por ciento de la población laboralmente activa trabaja en el sector informal, no es reconocida en su propio país y carece de seguridad social. Es una proporción que ha crecido a lo largo del tiempo; no se trata de un anacronismo que vaya a desaparecer con el desarrollo, sino que es producto de este tipo de desarrollo. El sistema ha sido incapaz de ofrecer una alternativa para sustentar a su población.Para entender el respaldo de la mayoría de los mexicanos en la mitad del sexenio, hay que regresar a uno de los hitos del México contemporáneo. A principios de los años noventa del siglo pasado, el presidente Carlos Salinas de Gortari propuso una apuesta ambiciosa y provocadora: firmar el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, privatizar la economía y confiar en las fuerzas del mercado para modernizar al país. La premisa tenía lógica: priorizar a los sectores y regiones punta de la economía equivalía a apostar por una locomotora poderosa capaz de arrastrar a todo el tren, incluidos los vagones más atrasados.Pero algo falló en esta apuesta. En los últimos treinta años el promedio de crecimiento de México ha sido de alrededor del 2,2 por ciento anual y con enormes disparidades internas (las diez personas más ricas de México acumulan la misma riqueza que el 50 por ciento más pobre del país, según un reporte de 2018 de Oxfam).Salinas fue incapaz de subordinar a las élites privilegiadas o no quiso hacerlo, y terminó con una apertura tropicalizada, con monopolios locales protegidos, prebendas y márgenes de utilidad extraordinarios derivados de la corrupción y la ineficiencia. El fenómeno provocó una sensación de prosperidad en unos vagones pero fue incapaz de arrastrar al país en su conjunto.En términos políticos sucedió algo similar. En los últimos treinta años México modernizó su sistema electoral y construyó instituciones democráticas, para favorecer la competencia, la transparencia y el equilibrio de poderes. Otra vez, una modernización que parecía tener sentido para una porción de mexicanos, pero con escaso efecto para quienes quedaban atrás.Para muchos, democracia solo es una palabra esgrimida en las elecciones y en el discurso de gobernantes que se han enriquecido a costa del erario. Según Latinobarómetro, en México apenas el 15,7 por ciento de los entrevistados dijeron estar satisfechos con la democracia y es uno de los países del continente con menor confianza en su sistema de gobierno.En 2018, cuando López Obrador se lanzó por tercera vez a la presidencia, la indignación y la rabia de ese México profundo parecían haber llegado a un límite. Los signos de descontento eran visibles: desaprobación a niveles históricos del desempeño del gobierno y, ante el abandono estatal, algunas comunidades empezaron a hacer justicia por mano propia. López Obrador ofreció una vía política electoral para esa crispación y obtuvo el triunfo con más del 50 por ciento de los votos.Desde entonces ha intentado gobernar en beneficio de ese México sumergido. Aumentó el salario mínimo, estableció —según declaraciones de su gobierno— transferencias sociales directas por alrededor de 33.000 millones de dólares anuales a grupos desfavorecidos e instrumentó ambiciosos proyectos para las regiones tradicionalmente obviadas por los gobiernos centrales, como el sureste del país, con los controversiales Tren Maya o la refinería Dos Bocas.Muchos califican su estilo de gobierno y sus proyectos sociales y económicos de rústicos y premodernos. Su afán de hacerse un espacio entre otros poderes bordea el límite de lo permitido por la ley, como cuando ataca a la prensa independiente. El pequeño porcentaje de la población que prosperó en estas décadas tiene razones para estar irritada o preocupada. Y, sin embargo, en casi tres años las sacudidas han sido más verbales que efectivas.AMLO no ha sido el ogro de extrema izquierda al que muchos temían. Pese a su verbo radical, la política financiera de su gobierno es prácticamente neoliberal: aversión al endeudamiento, control de la inflación, austeridad y equilibrio en el gasto público, rechazo a expropiaciones al sector privado o a la movilización de masas en contra de sus rivales.Durante la pandemia, su gobierno repartió un millón de ayudas y microcréditos de aproximadamente mil dólares con bajo interés a pequeñas empresas, pero en conjunto el presidente fue duramente criticado por todo el espectro político por su negativa a expandir el gasto fiscal para contrarrestar el impacto de la covid en el empleo y ayudar a quienes no se benefician de sus programas sociales. Con todo, es un político menos radical de lo que se le acusa y más responsable de la cosa pública de lo que se le reconoce.El 61 por ciento de la población que lo apoya, perteneciente a los sectores que más razones tienen para estar descontentos con el sistema, asume que quien habita en el Palacio Nacional habla en su nombre y opera en su beneficio. El presidente no es una amenaza para México, como dicen sus adversarios, pero sí lo es la inconformidad social que lo hizo presidente.Neutralizarlo, sin resolver el problema, es el verdadero peligro para todos. El divorcio de los dos Méxicos requiere reparación, hacer una pausa para voltear a ver a los dejados atrás, volver a enganchar los trenes y asegurar que en él viajamos todos. En este momento, solo López Obrador, pese a todo, está en condiciones de ofrecer esa posibilidad a los ciudadanos. El próximo domingo sabremos cuántos de ellos están de acuerdo.Jorge Zepeda Patterson es analista político, con estudios de doctorado de Ciencias Políticas de la Sorbona de París. Fundó el diario digital SinEmbargo y ha dirigido medios locales. Es autor, entre otros libros, de Los amos de México. More

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    Venezuela: el largo retorno a la negociación

    Con la designación de nuevas autoridades electorales, Venezuela inicia, otra vez, la posibilidad de una negociación para salir de la crisis.Los planes opositores —desde la imposición de un gobierno interino hasta una supuesta implosión dentro del sector militar, pasando por la fantasía de una invasión desde Estados Unidos comandada por Donald Trump— fracasaron rotundamente. Y las maniobras del chavismo por conseguir alguna mínima legitimidad internacional y por lograr eliminar las sanciones internacionales al régimen no han tenido ningún éxito. Ambos bandos, nuevamente, están obligados a regresar a lo que detestan: reconocerse y tratar de llegar a un acuerdo.Las dudas, entonces, vuelven a dar vueltas en el aire: ¿Es posible, acaso, confiar en el chavismo, que ha desarrollado un modelo autoritario y ha demostrado que solo usa la negociación para ganar tiempo y buscar legitimidad? ¿Es posible confiar en una oposición dividida, con planes muy diversos, que ya ha demostrado que no es capaz de negociar ni siquiera consigo misma? En ambos casos, la respuesta es no.Quizás ninguno de los dos lados entiende algo indispensable: sobre la mesa de negociación no están las intenciones. La confianza no se debe poner en lo que piensa o en lo que desea cada bando sino en los acuerdos concretos que se establezcan para mejorar, aunque sea poco, las condiciones de los venezolanos; y en los procedimientos y en las garantías que haya para que estos acuerdos se cumplan. No es lo ideal. Es lo posible.Una de las consecuencias más peligrosas y nefastas de la polarización política es el purismo moral: el proceso que sacraliza la propia opción política convirtiendo cualquier postura diferente en una suerte de pecado ético, de enfermedad social. Tanto el chavismo como la oposición hablan desde el “lado correcto de la historia”, se proclaman y declaran como estandartes de verdades inamovibles, como destinos religiosos. Desde estas perspectivas, obviamente, cualquier tipo de acuerdo con un adversario solo es una forma de traición.Pensar que la única negociación posible implica la salida de Nicolás Maduro de la presidencia y la renuncia del chavismo a todas sus cuotas de poder es tan ingenuo e irreal como, del otro lado, proponer como condiciones para la negociación el levantamiento inmediato de las sanciones sobre Venezuela y el reconocimiento internacional de los poderes ilegalmente constituidos. Hay que comenzar por cambiar el punto de partida. “Todavía ninguna de las partes quiere terminar de aceptar que la negociación no es una opción sino que es la única opción verdadera”, ha dicho el experto en políticas públicas Michael Penfold.La tragedia del país en tan enorme como compleja: abarca una crisis política que mantiene dos gobiernos paralelos, dos asambleas y un proyecto en marcha de un parlamento comunal; una debacle económica casi absoluta, con cifras récord de inflación y un aparato productivo destruido. La situación social es alarmante, a nivel de emergencia humanitaria, agravada además por las sanciones y la pandemia. Y a esto habría que sumarle los problemas con el crimen organizado, con el narcotráfico, con la guerrilla colombiana, con la minería ilegal en el Amazonas venezolano…El empleo sistemático de la represión y de la censura estatal, la persecución institucional de cualquier disidencia, el ataque a medios de comunicación y organizaciones no gubernamentales, han permitido al chavismo consolidar una dictadura eficaz, que garantice su permanencia en el poder. Pero sigue siendo gobierno pésimo, corrupto y negligente, incapaz de resolver los problemas del país. El chavismo puede administrar el caos pero no puede conjurarlo ni solucionarlo.Este país inviable forma parte del dilema interno del chavismo y también de cualquier posible negociación. La situación de la gran mayoría de la población, sometida por la pobreza y con el riesgo de la pandemia, es cada vez más crítica. Durante un tiempo, tanto el chavismo como la oposición usaron esta realidad como elemento de presión. Por fin, ahora el primer punto del acuerdo parece estar centrado en la atención a la urgente necesidad de atención médica y alimenticia de los venezolanos. Un programa de vacunación masiva solo debe ser el inicio de un plan conjunto, que reúna a todos los sectores de la sociedad alrededor de esa prioridad.Nada garantiza que estos esfuerzos, sin embargo, signifiquen el inicio del camino hacia la reinstitucionalización o hacia la vuelta a la democracia en el país. Venezuela no parece estar cerca de una transición. Pero ciertamente hay un cambio importante en el escenario político. Aunque el chavismo se encuentre más consolidado internamente en su modelo autoritario, sigue sin poder resolver su problema con la comunidad internacional. Eso lo obliga a negociar.La oposición está en una posición menos ventajosa. Necesita negociar para, entre otras cosas, reinventarse. Y tal vez debería empezar por dar la cara ante la ciudadanía, por ofrecer una disculpa y un argumento que haga más digerible el salto que va del “cese de la usurpación” a la “mesa de negociación”. El largo retorno al verbo negociar supone un cambio profundo en el ánimo colectivo y demanda una explicación.La designación de las nuevas autoridades del Consejo Nacional Electoral, aun teniendo una mayoría chavista, abre la posibilidad de garantizar unas elecciones más equilibradas y transparentes, confiables, con observación internacional; permite retomar el camino de la política y del voto. También vuelve a abrir un viejo dilema: La negociación con el chavismo y la participación de la oposición en un proceso electoral ¿legitiman la dictadura? Sí, probablemente. Pero también permiten conquistar otros espacios, crear y establecer otras relaciones, interactuar de otra manera con la sociedad civil organizada, generar una comunicación distinta y directa con la población. No solo es un tema de estrategia sino de redefinición del proceso, de la acción política. Como dice la politóloga Maryhen Jiménez: “Si la democracia es el destino, la democracia también tiene que ser la ruta hacia ella”.Una mesa de negociación no es una fiesta. Es una reunión forzada, donde además intervienen muchos otros actores, donde existen distintos niveles de interacción y debate. ¿Hasta dónde está dispuesto a ceder y a perder el chavismo? Es muy difícil saberlo. De entrada, de seguro solo intenta eliminar las sanciones sin arriesgar su control autoritario en el país. La oposición y la ciudadanía pueden enfrentar esto negociando y presionando.No hay otra manera de hacer política que la impureza. La única forma de intervenir en la historia es contaminándose con ella. No existe otra alternativa.Alberto Barrera Tyszka (@Barreratyszka) es escritor venezolano. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan. More

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    Daniel Ortega impedirá elecciones libres en Nicaragua

    MANAGUA — Los procesos electorales en América Latina se dan de manera más o menos imperfecta, pero se dan; y, salvo pocas excepciones, los votos de los ciudadanos se cuentan de manera transparente. Son sistemas democráticos que aún no logran resolver problemas de fondo en nuestras sociedades, y en algunos países la credibilidad de las instituciones se ha deteriorado, pero los electores pueden corregir el rumbo. No es el caso de Nicaragua.En noviembre de este año se celebran elecciones para presidente y vicepresidente, y para renovar el total de los asientos de la Asamblea Nacional. La decisión cerrada de Daniel Ortega, quien llegó por segunda vez a la presidencia en 2007, es reelegirse una vez más, junto con su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo. Así alcanzaría veinte años consecutivos de mando, sin contar los diez que gobernó en el periodo de la revolución en los años ochenta, con lo que superaría con creces a cualquier miembro de la familia Somoza, que gobernó el país directa o indirectamente entre 1937 y 1979.En las últimas semanas, el plan maestro fraguado para impedir unas elecciones democráticas se ha echado a andar, y sus resultados empiezan a ser palpables.¿Se puede hablar de elecciones justas, libres y transparentes en Nicaragua? Los hechos lo niegan.La rebelión cívica iniciada en abril de 2018, con un saldo de al menos 328 asesinados, principalmente jóvenes, fue dominada por medio de la represión violenta, de acuerdo con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Ahora toca el turno de actuar a la maquinaria política. Estas elecciones están orquestadas para anular la participación de las fuerzas que representen un riesgo real de cambio político, apartar a los candidatos que verdaderamente sean un desafío a la continuidad de Ortega e impedir el derecho de la ciudadanía al voto libre y secreto.La Asamblea Nacional, dominada por la aplanadora orteguista, aprobó en enero una reforma a la Constitución que impone la cadena perpetua por “delitos de odio”. Pero no busca castigar el odio racial o contra las minorías, sino a quienes adversan al régimen. También una ley de ciberdelitos, destinada a mantener bajo control a las redes sociales, y otra que impide presentarse como candidatos a cargos públicos a quienes caigan bajo la calificación de “agentes extranjeros”. Las causales son tantas, que resulta imposible librarse de algunas de ellas.La Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo a la Independencia, la Soberanía y Autodeterminación para la Paz, pena con cárcel y despoja del derecho de ejercer cargos públicos a quienes, entre otros delitos antipatrióticos, “exalten y aplaudan sanciones contra el Estado de Nicaragua”. Es la única ley en el mundo que castiga los aplausos.Una de las protestas de 2018, en ManaguaEsteban Biba/Epa-Efe vía RexEn diciembre de 2018, la policía allanó las oficinas de El ConfidencialMeridith Kohut para The New York TimesEn octubre del año pasado, una resolución votada por la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos advierte que deben darse negociaciones “incluyentes y oportunas” entre el gobierno y la oposición para acordar reformas electorales “significativas y coherentes con las normas internacionales”; modernización y reestructuración del Consejo Supremo Electoral para garantizar que funcione de manera “totalmente independiente, transparente y responsable”; actualización del registro de votantes; y, entre otras medidas, observación electoral nacional e internacional.Hace pocas semanas, al abrirse formalmente el periodo electoral, Ortega hizo todo lo contrario: copó la totalidad de los cargos de magistrados del Consejo Supremo Electoral con leales partidarios suyos; e introdujo una serie de reformas a la Ley Electoral que establecen aún mayores restricciones a los partidos. En estas decisiones no hubo ninguna clase de negociación con las fuerzas de la oposición.Muy recientemente, fue despojado de su personería jurídica el Partido de Restauración Democrática, bajo cuya bandera participaría una amplia gama de organizaciones de oposición agrupadas en la Coalición Nacional, varias de ellas formadas a raíz de los sucesos de abril de 2018. Igual pasó con el Partido Conservador.Ahora mismo, el Ministerio Público, obediente también, levanta cargos de lavado de dinero, bienes y activos en contra de Cristiana Chamorro Barrios, hasta hace poco presidenta de la Fundación Violeta Barrios, que lleva el nombre de su madre, expresidenta de Nicaragua. A la cabeza de las encuestas entre los candidatos presidenciales, la acusación contra Chamorro Barrios busca inhabilitarla.Al mismo tiempo, esta semana los estudios de grabación de los programas de televisión de su hermano, el periodista Carlos Fernando Chamorro, que se transmiten a través de las redes sociales, fueron allanados por segunda vez por la policía, y sus equipos y archivos confiscados. Nada parece indicar que la persecución contra los medios independientes de comunicación vaya a detenerse.En medio de estas condiciones adversas, que tienden a empeorar, permanece en la contienda la Alianza Ciudadanos por la Libertad, hasta ahora con su personería en regla. Aún debe escoger a sus candidatos, pero Ortega se ha arrogado, mediante diversos mecanismos y estratagemas, una especie de derecho de veto sobre quienes pueden competir contra él, y quienes no.El aparato electoral es fiel a Ortega en sus distintos niveles, y en las mesas de votación, las papeletas y las actas estarán bajo el control mayoritario de sus partidarios. No existe a la fecha ningún organismo independiente, nacional o internacional, involucrado en la observación electoral.En una protesta de 2018, una manifestante llevó una pancarta con los rostros de Daniel Ortega y Anastasio Somoza.ReutersBajo un estado policial como el presente, no es posible imaginar ninguna actividad proselitista electoral en plazas o calles. El régimen no las permitirá, porque teme un desborde popular como el de hace tres años. Y la policía impide a los candidatos, de manera arbitraria, salir de sus domicilios. Se tratará entonces de unas elecciones donde, por lo visto, la campaña electoral se haría desde la cárcel, o con la casa por cárcel.Una resolución del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en marzo manda que se deje de acosar y asediar a los opositores y disidentes políticos en Nicaragua, y que cesen las detenciones arbitrarias, las amenazas y otras formas de intimidación como método para reprimir la crítica; y pide, además, “liberar a todos aquellos arrestados ilegal o arbitrariamente”. Pero todas las demandas y censuras de los organismos internaciones son papel mojado para Ortega. Más de cien prisioneros políticos permanecen en las cárceles.Mientras algún partido esté dispuesto a apañar el fraude, aceptando los escaños que le asignen como segunda fuerza en la Asamblea Nacional; y mientras su reelección sea reconocida diplomáticamente por los países occidentales una vez consumada, considerará que tiene la legitimidad que necesita.Y como en las viejas historias de los dictadores latinoamericanos, algún subalterno le preguntará antes de abrir las urnas: ¿Con cuántos votos quiere ganar, Su Excelencia?Sergio Ramírez es novelista y ensayista. Fue vicepresidente de Nicaragua entre 1985 y 1990. En 2017 fue galardonado con el premio Cervantes. More

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    Perú y la desolación final

    La idea de una supuesta batalla final entre la izquierda y la derecha, ¿realmente ayuda a los peruanos a discernir y a decidir mejor por quién votarán el próximo 6 de junio?El escenario político del Perú, de cara a la segunda vuelta electoral, parece un libreto tan perfecto como aterrador. Si a un avezado guionista de televisión le hubieran encargado el diseño de un drama sin salidas posibles, tal vez no hubiera imaginado un relato tan desolador. La realidad no supera a la ficción: la sustituye. Después de la profunda crisis política que ha vivido el país —con cuatro presidentes en los últimos cinco años—, tener ahora que elegir entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori parece una pesadilla inimaginable, el peor remake de la industria de la polarización latinoamericana.¿Acaso tiene sentido seguir tratando de analizar lo que ocurre en la región como si fuera, tan solo, parte de un único y casi mecánico enfrentamiento entre el capitalismo y el comunismo? Esta propuesta esquemática —donde convergen algunos escritores reconocidos y analistas internacionales— parece cada vez más inútil. No logra explicar la realidad. Tampoco ha logrado modificarla.Pensar que ahora, nuevamente, en el Perú, se produce un choque entre las fuerzas universales de la izquierda y la derecha; insistir en la idea de que nuestra historia reciente solo puede entenderse como una sucesión de conspiraciones entre supuestos socialistas y supuestos liberales, ya no aporta nada y, por el contrario, obvia o elude la complejidad de nuestras sociedades y del proceso que está viviendo el continente. Parecen simples fórmulas de postergación. Tras los múltiples incendios de la polarización, la tragedia de las grandes mayorías sigue igual, intacta.¿La idea de una supuesta batalla final entre la izquierda y la derecha, realmente ayuda a los peruanos a discernir y a decidir mejor por quién votarán el próximo 6 de junio?La consigna de Pedro Castillo, supuestamente en el extremo a la izquierda, no es nueva: “Solo el pueblo salvará al pueblo”. Forma parte de una retórica ambigua pero eficaz. Recita textos de uno de los intelectuales de la izquierda latinoamericana por antonomasia, Eduardo Galeano, y convoca al país rural, abandonado y muchas veces despreciado. Convierte el melodrama en una acción política. Sin ofrecer demasiadas claridades con respecto a su programa de gobierno, capitaliza las legítimas ansias de cambio de la gente, apelando emocionalmente a la pobreza. Como era de esperarse, y como se ha repetido ya en las elecciones en otros países, el fantasma de Hugo Chávez sobrevuela la contienda. Castillo se ha visto obligado a aclarar que no es comunista, que no es chavista. Hace pocos días, en un programa de radio, le mandó un mensaje directo a Nicolás Maduro, pidiéndole que —antes de opinar sobre el Perú— resolviera sus problemas en internos en Venezuela. Y añadió una frase que revela más bien un pensamiento conservador y xenófobo: “Que venga y se lleve a sus compatriotas que han venido, por ejemplo, acá a delinquir”.La supuesta derecha, con Keiko Fujimori, más que representar el pasado, lo encarna. Literalmente. Ha anunciado que, de ganar las elecciones, indultará a su padre. Ante la desventaja en las encuestas, su estrategia de distribución de miedos se ha incrementado. Tratando de alimentar las sospechas sobre su rival, sostiene que Castillo es “un clon real de Hugo Chávez”. Esta confrontación, que parece un círculo ruidoso donde ambos contrincantes solo se dedican a acusarse mutuamente, podrá verse hoy en un debate público de los dos candidatos.Angela Ponce/ReutersLos candidatos presidenciales del Perú, Pedro Castillo y Keiko FujimoriPaolo Aguilar/EPA vía ShutterstockLa invitación de Mario Vargas Llosa a votar por Keiko, argumentando que representa “el mal menor” para el país, es otro síntoma de las limitaciones de la polarización. A diferencia del Vargas Llosa novelista —capaz de abordar y narrar con complejidad el gobierno y derrocamiento de Jacobo Árbenz, por ejemplo—, el Vargas Llosa opinador parece estar continuamente obligado a entrar en el esquema polarizante, a optar y defender cualquier propuesta que se diga o se proclame liberal, en contra de cualquier propuesta que parezca de izquierda. De esta manera, lo mejor —el mal menor— puede ser el regreso a lo peor. Es una lógica que deja en entredicho el sentido y la utilidad de la democracia: un sistema donde el poder del pueblo consiste en resignarse ante una minoría corrupta y autoritaria.Suponer que Keiko Fujimori simboliza la última oportunidad de libertad y que Castillo significa la llegada intempestiva del comunismo implica, entre otras cosas, reducir la historia y la vida social a un nivel de simplicidad enorme. Casi pareciera que, en los últimos diez años, los peruanos no hubieron visto pasar por la presidencia del país a Ollanta Humala, a Pedro Pablo Kuczynski, a Martín Vizcarra, a Manuel Merino, a Francisco Sagasti. Como si no hubieran escuchado y vivido distintas propuestas, ideologías, nexos con la geopolítica regional. La condición apocalíptica de la polarización propone que la actualidad siempre es diferente y definitiva. Somete a los ciudadanos a hacerse responsables —de manera urgente— de las miserias de los actores políticos, así como a vivir postergando de forma permanente las genuinas ansias de cambio de su realidad.En la década de 1950, Williams S. Burroughs realizó un viaje desde Panamá al Perú, buscando tener experiencias con la ayahuasca. Durante el periplo, mantuvo una suerte de diario viajes, en forma de correspondencia con el poeta Allen Ginsberg, cuyo resultado fue un libro extraordinario, titulado Las cartas del Yagé. Al final de su periplo, ya en el Perú, el novelista estadounidense escribe lo siguiente: “Todas las mañanas, se oye el clamor de los chicos que venden Luckies por la calle: ‘A ver, Luckies’. ¿Seguirán gritando ‘A ver, Luckies’ de aquí a cien años? Miedo de pesadilla del estancamiento. Horror de quedarme finalmente clavado en este lugar. Ese miedo me ha perseguido por toda América del Sur. Una sensación horrible y enfermiza de desolación final”.Frente a esta realidad permanente, signada por la desigualdad, la pobreza y la impunidad, la polarización parece un juego pirotécnico, un libreto estridente que se repite sin gracia. El espectáculo que pretende convertir un fracaso conocido en una nueva esperanza.Alberto Barrera Tyszka (@Barreratyszka) es escritor venezolano. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan. More

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    Perú atrapado entre dos males

    Pedro Castillo y Keiko Fujimori competirán en la segunda vuelta electoral por la presidencia. Ambos son conservadores y con credenciales democráticas dudosas. ¿Qué soluciones hay ante este panorama desolador?Los resultados de la primera vuelta electoral en el Perú muestran un panorama desolador.Luego de una campaña marcada por lo que podríamos denominar una fragmentación sin emoción, se ha confirmado que el izquierdista Pedro Castillo (Perú Libre) y la derechista Keiko Fujimori (Fuerza Popular) competirán en la segunda vuelta electoral del 6 de junio. Ambos son extremistas, de perfil conservador y sus credenciales democráticas son dudosas. A este país acostumbrado a votar por el “mal menor” parece haberle llegado el momento de elegir entre dos males a secas.Castillo, por su parte, tiene propuestas como desactivar el Tribunal Constitucional y reemplazarlo por “los verdaderos tribunos del pueblo” o cerrar el Congreso si el pueblo se lo pide. Mientras tanto, Fujimori es hija y heredera política del expresidente autoritario Alberto Fujimori y una de las principales responsables de la crisis política de 2016 en adelante.Sin importar quién gane, las tendencias autoritarias no son la única problemática que se avecina. El Congreso estará compuesto por varios partidos y se prevé más precariedad institucional. Viene a la mente el último quinquenio: un interminable conflicto entre poderes del Estado que tuvo como saldo que contáramos con cuatro presidentes y dos congresos. En este contexto, se tendrán que buscar salidas a la que ha sido una de las peores gestiones de la pandemia a nivel mundial.Tal situación es el punto culminante de dos décadas en donde se ha priorizado la continuidad del modelo económico neoliberal y se ha descuidado el fortalecimiento institucional y la satisfacción ciudadana.Las élites de empresariales, tecnocráticas, políticas y mediáticas responsables de esta continuidad terminaron abrazando una suerte de mito alrededor del modelo. Se creyeron que este modelo debía permanecer a toda costa, mientras que la política podía ser relegada o incluso desterrada de la toma de decisiones. Este mito ya es insostenible y debemos crear, pronto, una mirada más realista que recupere la importancia de tener una política saludable para la democracia.Pero ni Castillo ni Fujimori parecen ser aptos para reimaginar una democracia en donde las instituciones y la ciudadanía tengan un rol primordial y que deje de atrás el drama constante de cambios de presidentes, disoluciones del Congreso y tendencias autoritarias.Para superar el mito alrededor del modelo económico, debemos empezar por reconocer su lado positivo.El neoliberalismo ha sido uno de los proyectos políticos más estable de nuestra historia. En la víspera del bicentenario de la Independencia, haríamos mal en no reconocer que nuestro pasado remoto y reciente se parece, a ratos, a un homenaje al filósofo Heráclito: lo único constante era el cambio. Todos los proyectos políticos que emprendimos antes se descalabraron. En cambio, el neoliberalismo llegó y se atrincheró en la vida nacional, incluso mientras muchos países de América Latina giraban hacia diferentes tipos de modelos de izquierda.Los logros económicos del neoliberalismo son innegables. Cuando uno contrasta la debacle económica que se vivía hacia 1989, no cabe duda de que las cosas mejoraron. Particularmente, en la democracia del nuevo milenio, entramos en un periodo de crecimiento acelerado del PBI que, a su vez, resultó en que los índices oficiales de pobreza se redujeran sustancialmente. Todo esto bajo una macroeconomía muy bien manejada.Pero, detrás del triunfalismo económico, había muchas problemáticas que seguían sin ser resueltas. Deberíamos empezar por notar las deficiencias de nuestro modelo, principalmente en lo referido al aparato productivo, como ha escrito el economista Piero Ghezzi en un reciente libro. Como ha evidenciado la pandemia, dice Ghezzi, este modelo no cuenta con las condiciones para sostener un desarrollo a largo plazo. Entonces, la continuidad que plantea cierta derecha podría ser tan peligrosa como los cambios que se proponen desde cierta izquierda.A esto habría que añadir todo aquello que ha sido descuidado como consecuencia del énfasis en la continuidad del modelo económico. Primero, la ciudadanía ha brindado importantes contingentes de votos y hasta ha elegido candidaturas que prometieron cambiar, en diferente medida, el modelo económico (Alan García en 2006 y Ollanta Humala en 2011). Es decir, a pesar de las mejoras económicas, la población no tiene el mismo fervor que las élites por la continuidad del modelo.En segundo lugar, tenemos uno de los Estados más débiles de América Latina. Esta característica no solo está detrás de la incapacidad para responder adecuadamente a la pandemia. También se manifiesta en la persistente conflictividad social alrededor de proyectos mineros y la expansión de economías ilegales. Y está presente en las elecciones. Es posible que gran parte de los votos para Castillo y Keiko sea resultado de una población que viene exiguiendo, elección tras elección, tener una ciudadanía más plena.No solo eso. La crisis política que vivimos tiene relación con una profunda insatisfacción con las instituciones políticas y autoridades, escándalos de corrupción y con la debilidad de los partidos políticos que participan en elecciones. La irresponsabilidad de los políticos en los últimos cinco años y la distancia con la ciudadanía al momento de tomar decisiones tiene parte de su origen en esta combinación de condiciones.Con el mito claramente superado, ahora podemos ver su peor resultado: un país donde las elecciones nos dejan en la encrucijada de tener que elegir entre dos males, con posibles presidentes que han mostrado señales autoritarias, conflictos institucionales, insatisfacción ciudadana y dificultades para lidiar una profunda crisis sanitaria y económica.Por todo lo visto, sería desastroso que en esta segunda vuelta el Perú no reconociera que tanto Castillo como Keiko son sumamente peligros en términos políticos: no garantizan plenamente ni la estabilidad ni la democracia. Si nos llegáramos a enfocar únicamente en la dimensión económica que los separa, repetiremos el mismo guion que nos ha traído a esta tragedia en primer lugar.Los riesgos económicos de la continuidad de Keiko y el cambio de Castillo no deberían subestimarse. Pero no nos quedemos en esto.En vez de dar tumbos alrededor del mito viene siendo tiempo de invertir su fórmula: a nuestra democracia le podría ir bien con diferentes modelos económicos, pero jamás le irá bien de espaldas a la institucionalidad y la ciudadanía. Debemos exigir a los candidatos que ofrezcan respuestas que garanticen que entienden mínimamente ese problema.Además de decirnos por qué su programa económico es supuestamente mejor que el de su rival, tendrían que hablar de sus estrategias para evitar vacancias y disoluciones, coaliciones que no supongan repartijas, compromiso con el Estado de derecho, no atrincherarse al poder y respeto de los derechos políticos de sus rivales y libertades civiles de la población. Recordemos que el desprecio por la política genera una política despreciable.Daniel Encinas (@danencinasz) es politólogo y candidato a doctor en Ciencia Política por la Universidad de Northwestern. More

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    Los expresidentes de América Latina tienen demasiado poder

    Es hora de bajarlos de sus pedestales.El domingo, los votantes de Ecuador eligieron a Guillermo Lasso, un exbanquero que está a favor de las políticas de libre mercado, como presidente. Votaron por él en lugar de por Andrés Arauz, un populista de izquierda. Algunos analistas lamentan el fin del progresismo, pero lo que realmente vimos fue un bienvenido golpe a una extraña forma de política del hombre fuerte: el fenómeno de expresidentes que buscan extender su control e influencia eligiendo y respaldando a sus “delfines” en elecciones nacionales.Arauz fue designado personalmente por el expresidente Rafael Correa, un economista semiautoritario que gobernó Ecuador de 2007 a 2017. La elección no fue solo un referendo sobre el papel del Estado en la economía, sino de manera más fundamental sobre la siguiente pregunta: ¿Qué papel deben desempeñar los expresidentes en la política, si es que acaso deben desempeñar alguno?En América Latina se ha vuelto normal que exmandatarios impulsen a candidatos sustitutos. Se trata de una forma extraña de caudillismo, o política del hombre fuerte, combinada con continuismo, o continuidad de linaje, pensada para mantener a los rivales al margen.Los expresidentes son los nuevos caudillos: pretenden extender su mandato a través de los herederos que escogen, algo llamado delfinismo, de “delfín”, el título dado al príncipe heredero al trono de Francia entre los siglos XIV y XIX.En la última década, al menos siete presidentes elegidos democráticamente en Latinoamérica fueron escogidos por su predecesor. El más reciente, Luis Arce, llegó al poder en Bolivia en 2020, patrocinado por el exmandatario Evo Morales. Estos candidatos sustitutos le deben mucho de su victoria a la bendición de su jefe, la cual tiene un precio: se espera que el nuevo presidente se mantenga leal a los deseos de su patrocinador.Esta práctica ata con esposas de oro a aquellos recién electos y socava la democracia en el proceso. Más que pasar la estafeta, los expresidentes emiten una especie de contrato de no competencia. En Argentina, una expresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, contendió como compañera de fórmula de su candidato presidencial escogido, Alberto Fernández.Después de ser la primera dama de Argentina y luego convertirse en presidenta, Cristina Fernández de Kirchner, a la derecha, se convirtió en vicepresidenta de su candidato elegido, Alberto Fernández, a la izquierda.Foto de consorcio de Natacha PisarenkoEste estilo actual de política caudillista es la actualización de una actualización. En la versión clásica de la política del hombre fuerte —que dominó la política latinoamericana tras las guerras de independencia del siglo XIX y hasta la década de los setenta— muchos caudillos buscaban mantener su poder al prohibir o amañar las elecciones una vez que llegaban a la presidencia, una maniobra que usó famosamente el dictador mexicano Porfirio Díaz, o simulando golpes de Estado si no podían ganar, una estrategia empleada por el dictador cubano Fulgencio Batista en 1952.Este modelo clásico de continuismo era traumático. En México y en Cuba, incitó ni más ni menos que dos revoluciones históricas que resonaron en el mundo entero.Latinoamérica actualizó este modelo de caudillismo. Los golpes de Estado y las prohibiciones de elecciones se volvieron obsoletos en la década de 1980 y, en lugar de abolir la democracia, se volvió usual que los líderes comenzaran a reescribir las constituciones y a manipular las instituciones para permitir la reelección. Comenzó el auge de las reelecciones. Desde Joaquín Balaguer en la República Dominicana en 1986 hasta Sebastián Piñera en Chile en 2017, Latinoamérica tuvo a 15 expresidentes que volvieron a la presidencia.No obstante, el modelo del continuismo a través de la reelección ha enfrentado obstáculos de manera reciente debido a que varios expresidentes se han visto envueltos en problemas legales.Tan solo en Centroamérica, 21 de 42 expresidentes han tenido problemas legales. En Perú, seis expresidentes de los últimos 30 años han enfrentado cargos de corrupción. En Ecuador, Correa fue sentenciado por recibir financiamiento para su campaña a cambio de contratos estatales. Él afirma que es una víctima de persecución política. Su respuesta fue usar la campaña de Arauz como boleto para recuperar su influencia. En cierto momento de la campaña, el candidato promovió la idea de que un voto por él era un voto por Correa.Durante la campaña presidencial de Ecuador, el candidato Andrés Arauz promovió la idea de que un voto por él era un voto por el expresidente Rafael Correa.Dolores Ochoa/Associated PressEstas complicaciones legales alientan a los expresidentes a tratar de respaldar a sustitutos que, como mínimo, podrían darles un indulto si resultan electos.Los expresidentes parecen pensar que la versión más reciente del caudillismo libera al país del trauma. El presidente Alberto Fernández aseguró que cuando su jefa, la expresidenta Fernández de Kirchner, lo eligió como su candidato porque, argumentó, el país no necesitaba a alguien como ella, “que divido”, sino a alguien como él, “que suma”. A su vez, Fernández de Kirchner fue elegida heredera por su difunto esposo, el expresidente Néstor Kirchner.No obstante, esta subrogación política difícilmente resuelve el trauma asociado con su continuismo inherente. De hecho, lo hace más tóxico. Con excepción de los simpatizantes del expresidente, el país ve el truco como lo que es: una tentativa evidente de restauración.Los problemas del delfinismo van más allá de intensificar la polarización al exacerbar el fanatismo político y puede conducir a consecuencias aún más graves. En el México de antes del año 2000, en el que los presidentes prácticamente escogían personalmente a sus sucesores, los exmandatarios solían seguir la norma de retirarse de la política, por lo que concedían suficiente autonomía al sucesor.Sin embargo, en la versión más reciente del delfinismo, los sucesores no son tan afortunados. Los expresidentes que los patrocinaron siguen entrometiéndose. Esta interferencia produce tensiones para gobernar. El mandatario en funciones pierde su relevancia de manera prematura, con todos los ojos puestos en las opiniones del presidente anterior, o en algún momento busca romper con su jefe. La separación puede detonar guerras civiles terribles.Estas rupturas a menudo son inevitables. Los delfines electos enfrentan nuevas realidades con las que sus impulsores nunca lidiaron. Además, con frecuencia tienen que arreglar el desastre que dejaron sus jefes.Lenín Moreno, el actual presidente de Ecuador, quien fue seleccionado por Correa, tuvo desacuerdos con él respecto a una serie de políticas autoritarias de izquierda impulsadas por revelaciones de corrupción. El resultado fue una lucha de poderes que dividió a la coalición gobernante y entorpeció la capacidad del gobierno de lidiar con la crisis económica y luego con la pandemia de la COVID-19.Una lucha similar ocurrió en Colombia cuando el entonces presidente Juan Manuel Santos, escogido por Álvaro Uribe, decidió llegar a un acuerdo de paz con las guerrillas, con lo que desafío la postura de Uribe. El resultado fue una especie de guerra civil entre ambos hombres que rivalizó en intensidad con la guerra contra las guerrillas a la que el gobierno intentaba poner fin.No hay una solución sencilla a este tipo de continuismo. Los partidos deben dejar de poner a sus expresidentes en un pedestal. Necesitan reformar las precandidaturas para asegurarse de que otros líderes, no solo los exmandatarios, tengan los medios para competir de manera interna. Los países latinoamericanos han hecho mucho para garantizar que haya una fuerte competencia entre partidos, pero mucho menos para garantizar la competencia dentro de los partidos.Nada huele más a oligarquía y corrupción que un expresidente que intenta mantenerse vigente a través de candidatos sustitutos. Y Ecuador ha demostrado que esta manipulación política puede acabar por empoderar precisamente a las mismas ideologías políticas que los expresidentes pretendían contener.Javier Corrales (@jcorrales2011) es escritor y profesor de Ciencias Políticas en Amherst College. Su obra más reciente es Fixing Democracy: Why Constitutional Change Often Fails to Enhance Democracy in Latin America. More